El cuento por su autor

Este cuento, aunque yo creo que es una semblanza, fue para mí la experiencia más vívida de la ternura, de la culpa de clase, del amor por ese universo rural que tanto me atrae y también, del sadismo de la tecnología para todos aquellos que, ya mayores, seguimos vivos en esta era, que ya no nos pertenece. Mejor dicho, a la que ya no pertenecemos.

Mi maestro Juan Forn decía, entre tantas cosas: eviten las descripciones. La escritura hace rato que no necesita describir con lujo de detalles los lugares, los ambientes y hasta inclusive, los personajes. Ya todos, con apenas dos rasgos, nos hacemos rápidamente la imagen de lo que se nos cuenta.

Es cierto, pero esta vez no seguí su consejo, por parecerme esencial la descripción de Marra. Un personaje que tiende a desaparecer del mundo, como la lentitud para vivir, la ingenuidad, la paciencia del pobre que espera sin esperar, la honestidad.

Lo escribí en dos etapas, y creo que se nota. Pero había que reunir no sé cuántos caracteres (como nombramos ahora a los números y a las letras) y las empalmé.

Tengo frente a mí una botellita de caña que me regaló el mismo día que intercambiamos su gallo Hugo por tres gallinas mías que no tenían novio. Me pidió que no le cambiara el nombre a Hugo. Tenga cuidado que es un gallo jodido, si se le arrima no cuenta el cuento, me dijo serio.

Marra murió el año pasado. Esta sórdida pandemia no me permitió seguir tratándolo. Pero la última vez que lo vi estaba contento, porque la pensión le alcanzaba para pagar el geriátrico en su pueblo.

Gracias a Marra, cuento el cuento.


MARRA, SU CANDIDEZ Y SU CANDADO

Una mañana, antes de volverme al campo, pasé por el club social del pueblo a pagar cuentas. En eso llegó Marra y se acodó en un rincón del mostrador, al fondo. Me acerqué a saludarlo. Marra me reconoció recién cuando me tuvo a medio metro. Sentí que por detrás de su mirada celeste y acuosa también me miraban sus antepasados. Alguien me avisó que me buscaba, le dije, mientras Marra se sacaba la boina y dejaba libre una frente pálida comparada con su cara curtida. Ese hombre de pocas palabras y ninguna sonrisa, con un gesto preciso me dio a entender que no quería hablar frente a testigos. Quedamos en encontrarnos a eso de las cuatro en su casa, por el trámite.

Pagué las cuentas, me fui al campo y a las cuatro volví y me llegué al rancho de Marra, a orillas del pueblo. Bajé del auto y golpeé las manos. Unos galgos flacos que dormían su hambre eterna contra un árbol me recibieron sin siquiera mover la cola. Miré bien el terreno de Marra, un patio grande y seco de tierra apisonada con un sauce al fondo. Su dominio estaba cercado por un rejunte de materiales que trataban de formar un alambrado. Predominaban, con remiendos, el alambre de gallinero y el de púas, intercalados con varios amasijos de troncos y ramas, escombros y chapas oxidadas. A manera de zócalo, bidones de plástico cortados al medio pretendían cubrir los agujeros que, pese al esfuerzo de Marra, le ganaban al vallado.

Cuando Marra se asomó por la ventana del rancho caminé desde el auto hacia lo que parecía la entrada al terreno. Al acercarse lo noté recién bañado, el pelo mojado goteándole la nuca de tanto pasarse el peine. Su camisa blanca alisada a mano se metía bajo un cinturón de cuero viejo que pasaba por alto todas las presillas de unas bombachas batarazas.

─ Ya creí que no venía ─ dijo con su hablar bajo, de hombre solitario.

Mi reloj marcaba las cuatro y cinco. Supe que Marra habría empezado a esperarme desde el momento en que nos despedimos en el club social. Era muy probable que yo fuera la única persona, en mucho tiempo, que había notado su presencia y le había hablado. Era posible que ésta fuera su primera cita tal vez en meses. No se le conocía mujer ni hombre, ni parientes y no se daba mucho con nadie.

Quedamos frente a frente, separados por un gran candado. Una madera curvada por el tiempo, hacía de puerta, apenas fortalecida por unas estacas. Al lado, un poste flaco y carcomido, ya no estaba fijado al suelo. Quebrado y suelto, bailaba en el aire. El candado, que por el brillo era un estreno, lo sujetaba a la puerta con una vuelta doble de cadena.

—Suerte que refrescó con la lluvia de anoche—, dije.

—Sí. Linda. Lástima la gotera. No pegué un ojo hasta que clareó y ya me levanté—, dijo

Marra sacó despacio un manojo de llaves negras y largas, digno de un carcelero. En él relucía, flamante, la llave del candado. El tiempo que le tomó la ceremonia de apertura sirvió para que yo descubriera al menos tres agujeros, por los que se podía pasar fácil del otro lado de la frontera que marcaba el alambrado.

Todo lo que había del lado de Marra era mucho peor que lo que estaba afuera. Se veía que él necesitaba establecer ese límite preciso entre sus cosas y las del pueblo, pero sus animales se le iban al otro lado. Fuera del perímetro, un yuyal verde y unos paraísos bajos ofrecían una sombra generosa elegida por los perros para no calcinarse en la zona de su dueño.

Mientras deshacía el nudo de la cadena Marra miró a los galgos.

─ Son plaga ─ dijo ─. Los tengo nomás para atajar la gente.

Más atrás un chancho aprovechaba el agua sucia de una zanja para la siesta y un poco más cerca, pero todavía fuera de zona, un charco era el refresco de unos patos que en algún momento serían el plato fuerte para Marra.

Lo felicité por el candado y me invitó a pasar al rancho. Antes de entrar, esquivé una bomba de agua que tenía arrimada una batea. En el borde, un pan de jabón blanco secándose al sol delataba el enjuague que se había dado Marra para nuestro encuentro. El olor de la casa era igual al suyo, olor a cocina a leña, a piso de tierra baldeado, a mezcla de fogata y gallinero.

El límite entre el patio y el rancho era mucho más permisivo todavía que el que había levantado para separarse del pueblo. El afuera se le colaba adentro. En su cuarto Marra se subió a un banquito y se puso a buscar sobre una repisa los papeles para el trámite. Mientras tanto, una oveja y las crías de una chancha entraban y salían del rancho; en un rincón, una gallina clueca empollaba en una palangana.

─ Ya me conocen los bichos ─ dijo ─. Por eso los dejo andar por toda la pieza.

Por el piso desparejo, el ropero de Marra quedaba torcido y parecía venirse hacia adelante. Bajo una pata, un diario doblado en cuatro trataba de nivelarlo. De la puerta del ropero salía la manga retorcida de un abrigo con la que conseguía mantenerlo cerrado.

─ Venía cobrando lo más bien la jubilación en la ventanilla del banco, allá en la ciudad cabecera, pero hace unos meses me hicieron un lío los del gobierno ─ dijo al bajar del banquito.

─ Pasan cosas raras. Dicen que me han dado un número secreto y que ahora, para que paguen, hay que meterse en esa caja de vidrio que pusieron al lado del Cristo de la plaza. Imagínese, el lugar es mezquino y con una puerta jodida que no se abre. Vez pasada me vino un plástico, pero yo quiero la llave del lugar o tratar con el que mande.

En un momento dado, el espejo nublado de la puerta del ropero reflejó nuestros cuerpos en un óvalo, y no sé por qué me puso incómoda.

─ Tengo todos los recibos, así usté me arregla la jubilación ─ dijo mientras me ofrecía una carpeta llena de papeles.

Noté que le costaba entregarla así nomás: la desconfianza le jugaba una mala pasada. Era desprenderse de años de recibos, de los comprobantes de su vida de trabajo, de los documentos que daban testimonio de su existencia real.

Sus dedos gruesos y cuadrados no le servían para separar lo que quería mostrar. Lo primero fue la libreta de enrolamiento, que se abrió y dejó a la vista los sellos de votación en las fechas de elecciones. “Casi siempre gané”, dijo con una sonrisa incompleta y buscó la página que probaba el deber cumplido con la patria, en Junín, a sesenta kilómetros del pueblo, el lugar más distante al que había viajado.

─ Agradecido estoy de haber conocido tan lejos—, dijo.

Ahí comprobé que su nombre no era Marra sino Gabino Mora, clase 1935.

─ De Mora me dijeron Morra y después me fue quedando Marra, vio, y así me llaman de siempre, porque yo quedé huérfano de chico— comentó.

En la página siguiente la tinta estaba corrida y no se podía leer el lugar de nacimiento. Le pregunté de dónde era, si había nacido en el pueblo.

—¿Acá? Nooo… no ─ dijo, y negando con la cabeza como si la pregunta hubiera sido un disparate, me indicó que lo siguiera.

Se asomó por la puerta y me señaló una tapera junto a un monte de eucaliptos que estaba a unos cien metros.

─ No veo bien, pero yo nací allá y recién a la primaria me trajeron al pueblo ─ dijo.

Acomodé los recibos que me harían falta para la averiguación y debo haber hecho algún ademán de irme, porque Marra comentó la lluvia que había caído a la madrugada y que la gotera le había arruinado el único retrato que tenía de su madre. Yo tenía que volverme, pero Marra buscaba estirar la tarde. Muy al pasar, mirando derecho al horizonte, supongo que me quiso dar una sorpresa. Caminamos hasta un galponcito armado detrás del rancho. Cuando entramos me resultó lujoso comparado con la casa.

Sin decir una palabra Marra empezó a sacar bolsas de arpillera y dejó ver su orgullo. Un sulky reluciente y negro, listo para usar como si no hubiera pasado el tiempo.

─ Está así desde que se me murió el tordillo, pero no me desprendo. Lo que me dan no alcanza ni para el maíz de las gallinas ─ dijo, mientras lo tapaba de nuevo como si fuera para regalo.

Al día siguiente averigüé que desde el municipio, sin aviso, le habían impuesto una caja de ahorro para depositar su jubilación, una tarjeta magnética y una clave personal. Marra nunca más iba a tener el gusto de tomar el remís del pueblo para viajar hasta la ciudad cabecera y cobrar en el banco. Y de paso, a lo mejor, cruzarse una vez por mes con alguien para conversar.

                                                                            ***

A los dos días, a las diez en punto de la mañana como habíamos arreglado, pasé a buscar a Marra para terminar el trámite. Me esperaba al fondo, apoyado en el sauce dentro de su zona. Prolijo, bien acomodado, en cuanto vio mi auto se arrimó a la entrada y se puso, de perfil, a abrir el candado.

Resulta que mientras mi protagonista abría con lentitud el candado, me sentí obligada a desviar la vista. Serán las batarazas pensé. Pero no. Volví a mirarlo de reojo. Para ahuyentar mi imaginación puse los ojos en los galgos, que seguían en la misma posición de unos días atrás. Marra, ya del lado de afuera, tardaba, ahora, en cerrar el candado. Yo nunca antes había notado ese grosor en la entrepierna de Marra, y eso que lo conocía bastante.

Busqué escaparle a la idea que se me iba instalando en la cabeza. Prendí un cigarrillo y subí la mirada hasta la copa de los paraísos. Pensé en los árboles, siempre ajenos a todo, a la paz y a la guerra. A su lado se ha hecho el amor y se han librado batallas. Y ellos ahí, ofreciendo inocentes su sombra.

Cuando Marra llegó hasta el auto, trabajosamente consiguió sentarse a mi lado. ¡Resulta que mete primero los pies y después el cuerpo! Sin saberlo, desafió todas las leyes del equilibrio. Mientras hacía esa pirueta lo vi bien de cerca. Y sí. Todo indicaba que esa mañana Marra andaba excitado.

Descarté insinuarle que se asegurara con el cinturón, puse primera y di vueltas innecesarias por algunas calles del pueblo. Tenía la esperanza de que surgiera algo que nos hiciera ganar tiempo, o mejor dicho perderlo, o hasta postergar la firma de los papeles del trámite para otro día. Pero la oportunidad de detenerse a hablar con alguien o de encontrar cualquier otra excusa no se presentó en ninguna calle del pueblo.

Durante el viaje no me salió palabra. Iba asombrada y tensa, y se imaginarán ustedes que no podía sacarle el tema. Pensé en decirle qué lindas bombachas, pero me pareció pornográfico. Marra, inmóvil, miraba hacia delante. En los cuarenta kilómetros que hicimos no me animé a poner cuarta con la palanca de cambios por miedo a rozar la zona abultada de las batarazas de Marra.

—¿Cómo anda de salud?— pregunté, y me sonó erótico de mi parte.

—Diez puntos— dijo Marra.

Mi preocupación aumentó cuando empecé a darme cuenta de que no podía entrar como si nada a la Municipalidad de la ciudad cabecera con Marra en ese estado.

Cada tanto, cuando él giraba la cabeza y por su ventanilla miraba el campo, yo aprovechaba para espiar si su virilidad se mantenía igual o había cedido. Sin novedad, Marra seguía superdotado y yo, en tercera, haciendo rugir el motor del auto.

El cielo azul, los cardos secos, el capó gris delante de los ojos. Afuera todo estaba como siempre.

Cuando ya nos acercábamos a la ciudad pensé en algo para hacer tiempo, ya que la cuestión se mantenía inalterable. Yo le había sacado hora con un oculista, pero para eso también necesitaba que Marra se serenara. Con una voz que no me pareció la mía, dije:

—Mire Marra, tenemos dos gestiones para hacer y acá cierran a las doce. No nos queda mucho tiempo, así que primero veo a una persona que me espera y después hacemos su trámite.

—Como usté diga—, contestó Marra imperturbable.

Al abandonar la ruta y doblar hacia el acceso a la ciudad cabecera, Marra se echó bien hacia atrás contra el respaldo de su asiento, arqueó el cuerpo, afirmó las alpargatas contra la alfombrita del auto y palpó su bataraza.

Yo me aferré al volante, decidí bajar a la banquina, poner punto muerto y salirme del auto. A ver si lo que les cuento ahora les da la ternura infinita que me ha quedado por Marra. Al bajar del auto veo que Marra manotea en su bolsillo y saca un enorme y oxidado reloj despertador de lata.

¿Recuerdan esos con patas largas y llave grande para darles cuerda, y dos campanas como orejas que aturden cuando suenan?

Dejó el reloj contra el parabrisas y se reacomodó en el asiento.

—No se preocupe, tenemos tiempo. Somos las once y cuarto— dijo.

Hicimos el trámite en la Municipalidad, pasamos con mucho éxito por el oculista y nos fuimos al Banco. Creo que yo estaba más contenta que Marra. Cuando nos tocó el turno, Marra quiso esperar para que lo atendiera el empleado que conocía.

—Ya estaba preocupado por su ausencia—, dijo el cajero.

—El hombre sabe quién soy—, me dijo Marra y pasó su brazo por el hueco de la mampara de vidrio para darle la mano.

Marra le entregó su tarjeta, marcó su clave y cuando empezó a recibir billetes me alejé unos metros para no incomodarlo. Al salir le propuse que aprovechara para hacer unas compras en el supermercado, o cortarse el pelo, o ir a la tienda para ver si había batarazas.

—No preciso—, dijo.

—Mire que acá es más barato y tenemos lugar en el auto.

—Yo soy de allá y tengo que ir a pagar todo el fiado que se me abultó este invierno— dijo.

Les cuento que el trámite no era jubilación como él la llamaba. Llevaba mucho tiempo que, atrincherado en su casa, Gabino Mora había reunido, sin saberlo, una pequeña fortuna. Por no cobrar durante seis meses, se le había acumulado el dinero de una pensión que tenía otorgada.

Por pobre, por viejo, por solo.