A SANGRE FRÍA
Al principio, el descubrimiento de Truman Capote me dejó desconcertado. No podía comprender qué tipo de fascinación ejercía sobre mí. Cuando finalmente lo comprendí, pasé del desconcierto a la estupefacción.
A sangre fría trata del asesinato de una familia. Estamos en 1959, en Holcomb, un tranquilo pueblecito del Medio Oeste. Dos jóvenes ex presidiarios, Perry Smith y Richard Hickok, asesinan, después de hacerles sufrir lo suyo, a a los cuatro miembros de la familia Clutter: los padres, Herbert y Bonnie, y sus dos hijos, Nancy (de dieciséis años) y Kenyon (de quince). Los asesinos están convencidos de que la familia es rica, pero se marchan con apenas cuarenta dólares y un aparato de radio.
Mi pasmo tenía que ver con el hecho de que, por primera vez en mi vida de lector, se replicaban y se oponían las dos hermanas enemigas de la literatura: realidad y ficción.
Recurrir a un suceso real no era algo revolucionario: Flaubert ya lo había hecho con Madame Bovary; sin embargo, con aquel “relato verídico de un asesinato múltiple y de sus consecuencias”, Truman Capote proponía un nuevo enfoque, una nueva perspectiva que fusionaba la investigación periodística y la amplitud novelesca utilizando un estilo sobrio que acentuaba aún más el horror de esos asesinatos.
Estaba inventando la non-fiction novel, en la que lo real acaba por aparecer al servicio de la novela.
La estructura de la trama se basa en una variante del suspense: el desarrollo de los asesinatos no se revela hasta la tercera parte del libro, cuando Capote presenta las confesiones de los asesinos, interrogados por separado, y sus antecedentes familiares.
Tras la lectura, quise investigar más de acerca el modo en que había trabajado Capote, y la historia de la escritura de A sangre fría se convirtió en una historia en sí misma: la forma como un escritor se hace asesinar por su propio libro. Capote se sumergió durante seis años en los documentos, los informes y todos los archivos disponibles, interrogó a los testigos e incluso visitó a los asesinos en la cárcel llegando a entablar (en particular con uno de ellos) una extraña relación que lo llevó a financiar sus recursos ante la justicia, a acompañarlos durante el ahorcamiento, a pagar los gastos del entierro… y a no escribir nunca más una novela.
Este oscuro y asombroso libro es en mi opinión, una cima de la novela negra en sentido estricto, en la medida en que se basa en una historia criminal y no en una investigación, y se propone, a través de un suceso real, arrojar luz sobre las condiciones sociales y psicológicas que rodean la aparición de crímenes “espantosos”.
Décadas después, Emmanuel Carrere supo mostrar con El adversario que el enfoque inaugurado por Truman Capote podía seguir produciendo novelas formidables.
ACKROYD, ROGER
Una pregunta fundamental para mí era si este diccionario debía o no revelar el desenlace de los libros. Con algunas excepciones, he decidido no hacerlo y primar el placer del descubrimiento, y por tanto de la lectura, en detrimento de la exhaustividad.
Pero ¿vale también esa decisión para los grandes clásicos del género como El asesinato de Roger Ackroyd de Agatha Christie? En mi opinión, sí: sería muy snob por mi parte suponer que todo el mundo ha leído esos libros por el simple hecho de ser famosos. Así que, con esta novela, voy a lanzarme a un largo zigzagueo para intentar decir dos o tres cosas sin “destriparla”.
El asesinato de Roger Ackroyd fue uno de mis primeros descubrimientos de juventud (volveré a hablar de novelas que me regalaron momentos de lectura durante los que yo pertenecí al libro más de lo que el libro me perteneció a mí). Cuando lo leí debía de tener trece o catorce años, ¡imagínense la sorpresa!
Ackroyd es un acaudalado empresario británico de unos cincuenta años que acaba de ser asesinado en su estudio de una puñalada en la espalda. Es el narrador, el doctor Sheppard, quien encuentra el cadáver y va contándonos los detalles de la investigación. La muerte del conocido empresario conmociona a la pequeña localidad ficticia de King’s Abbot porque se produce poco después del suicidio de la señora Ferrars, sospechosa de haber envenenado a su marido un años antes.
Hércules Poirot, el famoso detective belga, se encarga de la investigación, hace preguntas, desata lenguas, nos hace sospechar de casi todo el mundo y, al final de la novela, revela la identidad del asesino, que no escapará al castigo.
Si aún no saben el desenlace, ya lo descubrirán: es sorprendente.
Hoy en día, el método de Agatha Christie puede parecer trivial, pero en la década de los veinte era innovador e incluso subversivo porque, en cierto modo, Christie traicionaba la confianza del lector rompiendo un pacto implícito que hasta entonces se establecía con él en este tipo de historias: contarle solo la verdad.
En el periodo de entreguerras, la novela de intrigas ya se había codificado. Ese es uno de los motivos (hay algunos otros) por los que durante mucho tiempo se dudó de si dicho género merecía el calificativo de “literario”. Entre sus reglas, dictadas principalmente por formalistas como S.S. Van Dine (Veinte reglas de la novela policíaca) y Ronald Knox (Decálogo de Knox), figuran la obligación de presentar “claramente” los indicios y la “prohibición” de ocultar el culpable a los lectores. Es decir, en esta codificación de la novela policíaca el autor podía “jugar” con el lector, pero nunca engañarlo. Con Roger Ackroyd Agatha Christie pisoteó esas restricciones y acabó cometiendo un delito de deshonestidad, con lo que se granjeó la ira de los puristas. Entre sus colegas solo salió en su defensa Dorothy L. Sayers, artífice del detective Lord Peter Wimsey. Agatha Christie había comprendido que el lector perdonaba las transgresiones sin dificultad si pasaba un buen rato leyendo, pero no pudo resistir la tentación de justificarse: “Muchos afirman que en El asesinato de Roger Ackroyd hice trampas”, escribió. “Que lean con atención y verán que se equivocan”. En lugar de dar explicaciones, debería haber reivindicado su método.
En cualquier caso, con esta novela la escritora británica creaba un precedente y abría una brecha en las convenciones de la novela policiaca. Muchos escritores que posteriormente han ideado desenlaces no menos desconcertantes le deben algo de forma directa o indirecta. Dennis Lehane en Shutter Island, por ejemplo.
AMBLER, ERIC
La crítica no se privó de endilgarnos el correspondiente cliché sobre Eric Ambler, que fue señalado como el “fundador de la novela de espías moderna”. Una etiqueta que sin duda mucho tuvo que ver con el hecho de que escritores tan prestigiosos como Graham Greene y John le Carré reconocieran su deuda con él (“Es una fuente de la que todo el mundo bebe”, declaró Le Carré).
La vida de Ambler abarca todo el siglo XX. Nació en 1909 en el sur de Londres, en el seno de una familia de titiriteros –excelente auspicio para un futuro autor de novelas de espionaje- y murió en 1998. Tras estudiar ingeniería, una carrera que le resulta bastante aburrida, empieza a trabajar en el sector de la publicidad.
Años después, en 1934, se produce un incidente que en cierto modo acabará convirtiendo la premonición, forma mágica de la intuición, en una de sus marcas de fábrica. Estando de vacaciones en Marsella, un barman tramposo lo despluma al póquer (¿a quién se le ocurre jugar al póquer en Marsella en la década de 1930?, está claro que era muy inglés). De vuelta al hotel, como no conseguía concentrarse en el Retrato del artista adolescente de Joyce, se puso a contemplar las calles desde la ventana y se imaginó a sí mismo como un francotirador que mataba de un tiro al barman que lo había dejado limpio. Semanas después, en ese mismo lugar, un asesino, probablemente a sueldo de la Ustacha, acaba con la vida del rey Alejandro I de Yugoslavia y del ministro de Asunto Exteriores francés Louis Barthou. Ambler solía contar esa anécdota: “Me sentí culpable, pero también feliz. Bajo el sol del Mediterráneo había hombres violentos y extraños con quienes podía identificarme y con quienes había entrado en contacto de algún modo”. Incluso llegó a confesarle al poeta James Fenton que “en aquel momento sentí que una parte de mi personalidad era la de un asesino”.
Durante la década siguiente escribe sus seis primeras novelas, que lo convierten en un autor famoso: Fronteras sombrías, Peligro extremo, Epitafio para un espía, Motivo de alarma, La máscara de Dimitrios y Viaje al miedo. La primera se publicó originalmente en 1936, un año marcado por la militarización de Renania, la ocupación de Abisinia por parte de un Mussolini con aspiraciones imperialistas y la Guerra Civil española. El contexto no era nada optimista y la trama lo refleja: mientras está descansando en el sur de Inglaterra, Henry Barstow, un prestigioso físico británico, conoce a Simon Groon, oscuro representante de una empresa de armamento de un país centroeuropeo que en realidad pretende reclutarlo y robar así el secreto de la bomba nuclear.
Desde luego, la novela llama la atención por su carácter profético, y no será el único libro de Ambler que acredite su talento para la anticipación. Sea como sea, Fronteras sombrías también raya en la parodia. Ambler, muy crítico con las novelas de espionaje de su época, no dudaba en burlarse de los tópicos de un género estancado, en esos años de entreguerras, en una línea patriotera –cuando no antisemita- poblada de irreprochables gentlemen británicos, héroes notablemente estúpidos pero dotados de poderes sobrehumanos que perseguían a villanos judíos, malos muy pocos creíbles. Por el contrario, como señala Francois Riviere, la escritura de Ambler es “meticulosa, obsesiva. Sus héroes son individuos desengañados que deben hacer frente al terror de un mundo en descomposición”.
Según Charles Cumming (autor de En un país extraño, Complot en Estambul y Conexión Londres), Ambler “fue el primer escritor de novelas de espionaje en añadir un toque de cinismo político y cuestionar la legitimidad del proyecto imperial británico”.
Ambler es igualmente innovador en su rechazo del maniqueísmo y en la verosimilitud de sus personajes. Sus narradores nunca son “profesionales” de la investigación.
En Peligro extremo, publicada en 1937, nos presenta a un periodista internacional que “nunca se había considerado un hombre especialmente valiente. Las escenas de violencia física que había tenido que presenciar debido a su trabajo le habían descompuesto tanto el estómago como las facultades mentales”. Estamos muy lejos del superhéroe británico a la manera de James Bond, pese a que Ian Fleming admiraba hasta tal punto a Ambler que le rindió homenaje en una de las entregas de su saga: “James Bond se ajustó el cinturón, encendió un cigarrillo y sacó de su elegante maletín un ejemplar de La máscara de Dimitrios”.
AMERICAN PSYCHO
Mi primera novela, Irene (que se llamaba en francés Travail sogné {Un trabajo esmerado}, un título espantoso que, si se me permite la indiscreción, eligió mi editora de la época), se abría con la descripción del escenario de un crimen: “En el suelo, a la derecha, yacían los restos de un cuerpo destripado y decapitado cuyas costillas rotas atravesaban una bolsa roja y blanca, sin duda un estómago, y un seno, el que no había sido arrancado, aunque era bastante difícil distinguirlo… “. El pasaje terminaba así: “La cabeza de la segunda víctima había sido clavada a la pared por las mejillas”.
¡La de comentarios que tuve que oír! Cuando un lector o lectora me reprochaba la crudeza de la descripción (hay otras, pero ésa es mi favorita), yo abría unos ojos como platos y, con la expresión más angelical que podía adoptar, respondía: “Lo siento, pero yo nunca he escrito nada tan horrible. Si lee el libro, podrá atribuir esas atrocidades a quien corresponde”.
El quien en cuestión era Bret Easton Ellis, cuyo American Psycho me fascinó en 1992. En una de sus ediciones, la novela lleva un prefacio de Michel Braudeau, quien recuerda las extravagantes circunstancias de su publicación en 1991. Braudeau nos explica que, pese al adelanto de 300.000 dólares, la editorial Simon & Schuster, horrorizada por el manuscrito, optó por rechazarlo. Cuando al fin se publicó, el escándalo fue tal que Ellis recibió un aluvión de insultos, fue amenazado de muerte y tuvo que contratar un guardaespaldas.
La novela relataba las andanzas de un niño bonito, Patrick Bateman, joven, elegante, riquísimo, vagamente culto, seductor… en resumen, esa especie de ideal del capitalismo yanqui que trabaja para Price & Price en Wall Street. No es de extrañar que a los adoradores del sistema no les gustara el libro. El personaje, además de ser misógino, racista, homofóbico, egocéntrico, etcétera, etcétera, tenía la fea costumbre –entre la escucha de un disco de Genesis, mirar un reality show y las sesiones de gimnasio- de arrancar pezones a bocados y comérselos, trocear cuerpos, recortar labios con cortaúñas y hacer otras cosas igual de agradables aprovechando la impunidad que le otorgaba su estatus (era la última persona de la que se habría sospechado). Sus víctimas preferidas eran mujeres jóvenes, pero no tenía manías si el riesgo no era excesivo, no dudaba en asesinar a compañeros de trabajo o torturar a mendigos cuando no estaba apuñalando a jovencitos.
Como el perfecto neurótico que es, el héroe de Bret Easton Ellis se pasa la vida haciendo ávidas listas de la ropa que usa la gente de su entorno. La novela también dedica largos pasajes a describir los cuidados que prodiga diariamente a su rostro, los tejidos de sus trajes a la última moda, sus sesiones de rayos UVA, la minuciosa confección de sus tarjetas de visita, su búsqueda de los aparatos tecnológicos más recientes y caros o el menú de sus comidas en los restaurantes más chic: “pizza de pargo rojo”, “bollos de avena y salvado”, “pastel de pez espada con mostaza de kiwi”.
La crítica al microcosmos a los amos de las finanzas mundiales es evidente y corrosiva, nos empuja a reflexionar sobre la relatividad del crimen y, por supuesto, nos hace recordar las palabras de Bertolt Brecht: “¿Qué es robar un banco comparado con fundarlo?”.
No obstante, quedaba pendiente la cuestión de si Bateman cometía esos espantosos crímenes realmente o si debían interpretarse como fantasías. En ambos casos el sentido era el mismo pero, evidentemente, para las víctimas ficticias el matiz debía tener cierta importancia…
Hay quien sostiene que todo sucede en la imaginación de Bateman y quien opina que es un verdadero asesino en serie. Yo, por mi parte, coincido con los que piensan que la importancia del libro reside precisamente en plantear esa cuestión.
Mary Harron, en su adaptación cinematográfica, tomó partido por las alucinaciones. Vaya a saber si cedió ante los productores o de verdad compartía esa opinión. La película recoge la sátira social y la crítica a la era Reagan, pero no la violencia del libro, velada por las elipsis: es un reiterado ejercicio de indefinición donde cuesta encontrar algo de la potencia y la ambición de la obra original.
Queda la novela, implacable y magnífica.
ASESINATO EN EL ORIENT EXPRESS
Resulta increíble la cantidad de coincidencias y casualidades que se necesitaron para hacer posible esta trama…
Hércules Poirot se encuentra en Alepo, donde acaba de resolver un caso sobre el que nunca sabremos nada. “Tapado hasta las orejas”, estamos en pleno invierno), nuestro belga se dispone a subir al Taurus Express, que lo llevará a Estambul, pero… ¡sorpresa!, cuando ya estaba decidido a visitar las maravillas de la antigua Constatinopla, resulta que debe renunciar a su plan turístico y llegar a Londres lo antes posible tomando el Simplon Orient Express, el famoso tren de lujo que desde 1919 realiza el trayecto Calais- Constantinopla a través del nuevo túnel de Simplon, en los Alpes.
Pero, ¡más sorpresas todavía! Todos los coches- cama de primera están ocupados. No sé para ustedes pero para Hércules Poirot la segunda clase no es una opción: no se ve viajando con la servidumbre, de modo que decide quedarse en el andén, pero de pronto ¡caramba!, la suerte le sale al paso en la persona del señor Bouc, viejo conocido suyo y “director de la Compañía Internacional de Coches- Cama", que estará encantado de interceder por él. Ha faltado poco para que la novela no fuera posible. Uno no puede dejar de preguntarse por qué Agatha Christie se sintió obligada a dilatar hasta tal punto el comienzo de su historia.
En fin, lo importante es el señor Ratchett, del que Poirot desconfía desde que se cruzó con él en un hotel de Estambul (“Cuando pasó junto a mí en el restaurante tuve una curiosa sensación: fue como si acabara de rozarme un animal salvaje, ¡una fiera!). Este Poirot realmente tiene una intuición increíble porque, poco después, Ratchett será asesinado de doce puñaladas. El interés (más bien arqueológico, lo admito) de esta novela deliciosamente anticuada reside quizás en el desenlace –bastante original para la época- y en el hecho de que es la única de su autora, al menos que yo sepa, en la que el asesino escapa al castigo. Hércules Poirot renunciará por voluntad propia a que la justicia intervenga.