El cuento por su autor
El cuento “Después” está ligado a la cotorra argentina, al idioma italiano y al feminismo.
Una estudiante romana de traducción español- italiano me pidió un cuento feminista de mi autoría (eran tiempos de la lucha por la ley del aborto seguro y me habían publicado artículos en medios gráficos), resaltando cuánto dependía su carrera de traductora en lograrlo. Su universidad en Italia publicaba una antología de “género” como trabajo final.
El hermoso escenario de una reserva en Escobar, a la vera del Luján chico, en la que suelo caminar, se nubla a veces con la percepción que nos maltrae a las mujeres de que siempre podemos ser atacadas. Los momentos solitarios en espacios amplios, vegetales, se empañan por esta punzada de alerta que se nos ha metido en el cuerpo desde muy pequeñas. Una alerta injertada bajo la piel en una operación machista.
A la vuelta de uno de mis paseos me dispuse a escribir pensando en el dead line del pedido de la alumna y, cuando surgieron las primeras líneas del cuento, no pude despegarlo del parloteo de los pericos verdes que tienen nido en los árboles de la reserva.
Me apuré a terminarlo, se tradujo al italiano, hace unos meses me pidieron la autorización por parte de la universidad para su publicación, pero luego les perdí el rastro.
Es posible que alguien esté leyendo ahora este mismo cuento titulado “Dopo” en el idioma de mi padre florentino, de mis abuelos milaneses y que yo no lo sepa.
DESPUÉS
Antes desarma con los dedos algunos grumos de tierra y abre la boca al viento. Expande las manos y agita los dedos en el aire.
Solo tiene que levantar su cuerpo del suelo.
*
Se espía desde el orificio de su remera: primero están los pechos marcados por los dedos que los apretaron como pinzas, ahora retoman su forma, igual que lo hicieran hace unos días, luego de que fueran estrujados en nombre del padre de la salud, mientras los aplastaba una máquina fría. ¡Que aguante los gritos!, se había contenido antes y ahora con los labios oprimidos. Olfatea desde el escote su olor ardido, estira un poco más la tela cosida que ha cedido como ella, sin resistencia. Entrevé su vientre que en el pasado fue flexible como piel de ternera, un cuero vivo estirado hasta el punto en que una pequeña rajadura debajo del ombligo, roja al principio –ahora secreta, vuelta recuerdo–, fuera la firma de ese hijo que nació al día siguiente de que su piel reviente en un mapa de ríos ramificados en muchas venas. Advierte los dobleces en su panza que embolsan apenas un poco de grasa, de la que fue madre y es hoy una mujer madura. Transpira, y es ella la tela de su remera deshecha y, cada agujero es un orificio puntual en su vida.
Siente que el suelo no la expulsa de encima porque no la registra y los árboles inhalan del cielo compitiendo en altura y no la miran. Ella es un evento innombrado en esta naturaleza, aunque tenga partículas vegetales entre los pliegues de las piernas y hojas pegadas en la espalda; pero igual, más tarde, su ausencia será convertida en nada.
Solo tiene que levantar su cuerpo del suelo.
*
Pero sus manos son dos títeres de las obligaciones comandadas para ellas por tanto tiempo bueno o malo, ahora no la obedecen, se ha roto el hilo en su cabeza e impide a la orden su llegada. Se las mira e imploran agotadas. Al menos sí puede estirar las piernas. ¿Encontrará algo que enderece su cuerpo de títere?
*
Había iniciado la caminata por la mañana. No suele alejarse demasiado de su casa, como si llevara una correa elástica que tironea al topar con el final del carretel. Llegó hasta el inicio de la Reserva Natural de Escobar, pero no sólo ignoró el tirón que la hacía regresar sobre sus pasos, también sobrepasó un cartel que prohibía el acceso debido a las copiosas lluvias recientes que hacen desbordar los humedales.
Iba distraída por haber entretejido una frase –en la poca quietud de su casa– como si llevara un amor bailando dentro. Si volviera a estar a solas, pensó, sin hijos, ni pareja, sin la agenda saludable, nadie que reclame sus ojos contentos ni su hacer continuo. Había procreado como en los sueños que pronto terminaron en opresiones y con los deseos retorcidos como un pañuelo que gotea fluidos.
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El canto de los pájaros le resultó disonante. Se imponían las cotorras que engullían los frutos de las palmeras deshaciéndose de las cáscaras, y los desechos húmedos se le pegaron en las suelas de las zapatillas. Ingresó por un camino angosto entre dos riachos tapizados de camalotes que le impidieron ver el agua, esas plantas bulbosas absorbían el oxígeno del líquido asfixiándolo. Mientras se esforzaba en afirmar las pisadas, se le cerró la garganta.
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Abrió la tranquera al final del camino para alcanzar el conjunto de árboles bajos que son el “monte blanco” de la zona. Notó que nadie más recorría la Reserva, tampoco se escuchaba el ruido mecánico de las bicicletas, sólo el chillido continuo de las cotorras y el canto desigual de otras aves silvestres. Se sintió ágil y con la respiración acompasada, iba “a campo traviesa” mientras dejaba una huella breve al acostar el pasto mojado bajo su pisada; enseguida volvería a enderezarse. Todo le había parecido maleable y resistente. Así había sido también el cuerpo de su persona porque no le había dado mucho trabajo, sólo el aceptable. Cree recordar que en su andar liviano remplazaba una y otra vez una palabra, canturreando el párrafo que había tipiado esa mañana.
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El cartel de la entrada que había ignorado advertía sobre los charcos, el humedal a la vista y, al alcanzar el borde de la sombra modesta que arrojaban las plantas, se enfrentó con el barro y con las hojas desmenuzadas por la tormenta.
Se detuvo al notar un verde fulgurante en el borde de la sombra, al inicio del bosquecito. Era una cotorra muerta, rígida, las alas apretadas moldeaban al pájaro de patas cortas y dedos grises con uñas como garras. Le faltaban algunas plumas, arrancadas. La invadió entonces, mientras la observaba sin pena, una turbación que había comenzado el día anterior y que continuó latiendo antes de entrar al sueño, siguió ahí al despertarse y fue apenas diluida en la caminata. Ahora, ante el pájaro rígido, apareció aumentada: ese sentimiento privado, el enamoramiento de la escritura, estaba por encima del que sentía por su familia.
Se agachó para tocar la cotorra quieta, aún tibia. Una ráfaga fresca del viento que había limpiado el cielo después de la tormenta, sopló inflando su remera y la levantó por sobre su cabeza. A los chillidos de las cotorras espantadas, que la espiaban desde los árboles tal como ella inspeccionaba a su compañera muerta, sumó ella sus gritos. El hombre de los dedos como pinzas la derribó como si cumpliera un trabajo y no perdió el control en ese acto acostumbrado. Tan pronto entró como salió de su cuerpo. Antes de huir golpeó con un puño el tronco de un árbol, golpeó a la Naturaleza que siempre puede ser la culpable. Lo único que le rompió fue su remera.
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Donde ahora yace maltrecha no hay pasto suave: hay barro revuelto en el que se ha hundido obedeciendo el peso del hombre y sus embestidas.
Solo tiene que levantar su cuerpo del suelo.
*
Solo tiene que levantar su cuerpo del suelo. ¿Alcanzará esa frase para animarla?
De pronto le cae el amueblado encima, todo el peso de la cama, el de la mesa de tantas comidas, las manos nunca ociosas le disturban la cabeza como una película rápida, se le cruzan fotogramas en su memoria revuelta.
Se detiene en uno que la muestra inmersa en su escritura: brilla a la luz la pantalla –el resto de la casa en penumbras– tecleando a las apuradas en el tiempo domesticado, pero luego ve su semblante ante la familia que declara que “no robó nada” y oculta para sí la exaltación lograda con una o dos palabras; enseguida arrolladas por las circunstancias. Le vuelve el ahogo del agua bajo los camalotes como un reflujo ¿habrá cómo gritar una oración escrita? ¿cómo alcanzar la voz de la garganta? Las palabras podrían abrirle la puerta al mundo, franquear el paso entre los nudos de plantas, desplazarlas con una correntada de párrafos y exhalar signos como burbujas de aire desde el agua hacia el cielo abierto. Pero ella escribe callada, no ha publicado, así se asegura la puerta entornada.
*
Estira su escote desgarrado y alcanza a ver su sexo desnudo y un hilo acuoso que desciende por las piernas, fue inyectada como si tuviera una camisa de fuerza y la dosis fuera para tranquilizarla. Sujeta mientras duró el ataque: el hombre repitió que se quedara quieta con cierta letanía, la silenciaba, ahora lo recuerda como un guardia de alguna institución carcelaria o psiquiátrica; usaba un ambo verde y el pantalón sostenido con un elástico, no tuvo que maniobrar con cierres o botones. Todo fue muy rápido.
Siente el cuerpo confuso, tiene la cabeza de lado y un gesto impreciso. La remera rota es su cuerpo, ya que el suyo, espiado desde el escote, lo siente ajeno, usado como una cosa sin dueño y, aunque no tiene dolores, ya no encuentra las palabras bailando dentro. Siempre está el cielo –observa entre las copas de los árboles–, aunque lo encuentre ausente de significados. De todos modos, su vista no alcanza el fondo entre la cubierta de los árboles para ver si algo lo habita. Repasa el cielo porque no puede pararse, de modo que no se encamina. Se sujeta de la camiseta deshecha, se muerde una uña, arranca una medialuna, araña la tierra húmeda y le da sepultura cerca del ave tiesa. Esa pizca muerta ya está lista.
Atardece en este día vacío de gente en medio de la Reserva, ha pasado el tiempo de su escritura -piensa, también el de la familia. Debajo de su espalda descubierta, algo muy pequeño se mueve. La bandada de las cotorras verdes se agita en las ramas, están encimadas; hacen su ruido, más apaciguado después de la alarma de los gritos. Una bandada que, como ella, hace su ruido en sordina.
*
Comienza a respirar abierta al mundo, un poco desparramada pero más segura en contacto con la tierra barrosa que en vez de tragarla, de sepultarla junto al pájaro, comienza a sostenerla. Se palpa con las manos, recorre su cuello, la cara, se saca las hojas, despeja el pelo de cualquier resto sucedido en ese día.
Se confiesa como si redactara: la han atacado, el hombre rompió su remera pero la escritura que baila retoma el ritmo. Sus ojos son ahora rudos y su deseo de levantarse se vuelve urgente, “un deseo vivo como el de los animales caídos”, escribe dentro de su cuerpo y respira otra frase que le abre la garganta: “una violación es un poco de muerte anticipada”.
Se sienta. Ha distinguido su ropa, el barro, el cielo, el amor, la escritura y la casa. Ha traspasado las advertencias y no cumplirá con el orden de las cosas, otras urgencias la avivan. Distingue el pequeño cúmulo de lodo, la tumba pequeña con su uña enterrada. Solo resta levantarse del suelo. Su cuerpo late apremiante con lo que no murió.
Después, se para.