La noche del veinticinco de diciembre cenábamos en el campo las sobras de la jarana cristiana sin dejar desperdicios. El calor nos había llenado más que el humo de unos animalitos que se asaron a la estaca (o al suelo mismo). Un chapón de sábana resguardaba la proliferación de indómitas llamas en la tierra hirviente que buscaban crecer en las colas de caballo de las casuarinas y confundirse con ascuas de unas gravilleas. El almuerzo navideño pantagruélico postergó a última hora la sobremesa y todo lo que comíamos el veinticinco eran los rizomas de la Nochebuena. Yo trataba de ir regulando el día y disimuladamente dejaba olvidada las frutas abrillantadas que quitaba del pan dulce en el largo mantel de muérdago con una esperanza maligna y traviesa, pero sin miedo a ordalías: que el que intentara llevar algunas de estas a la boca tratando de recuperarla la confundiera en la libertad de la noche con un cascarudo abrojo; esos rubios que causaban escalofrío cuando se me metían en el cuello de la remera y trepaban por la espalda.

No recuerdo quién tuvo la iniciativa -quizá para evitar alguna partida rabiosa de truco que enardecía más de lo esperado entre los comensales- o si fue primero el motor de una Ford F-100 que llamaba a rebato. Nos subimos a la chata de Elvio para buscar entre la luz mala las liebres acaloradas. Mi tío Héctor sentado atrás en la caja sobre el canto de la puerta trasera y con el arma alzada (como un soldado de los Granaderos en un desfile patrio) hacía equilibrio al filo de la oscuridad. Yo inerme, al lado, a la altura de la cubierta sobre el lomo del guardabarros; y demás primos y tíos completaban el equipo más temible. Yo todavía algo inestable desconfiaba de mi integridad cuando la chata arrancara y afirmaba las piernas como un jinete de crina limpia en Jesús María; en ese mismo segundo que deshace al público de las gradas con un solo gesto: bajando la cabeza para escuchar desde el palenque el campanazo. Así salimos como un cuento de Quiroga.

Supongo que el conductor se había propuesto desobedecer las huellas de tractor que durante el día respetaba o cuidadosamente esquivaba porque era un día de festejo y se permitían transgresiones. Quizá algo ebrio todavía- o golpeado por la derrota silenciosa en una partida de bocha durante la siesta- agarró un badén en el terreno irregular del campo y al salir ronroneando pocos nos percatamos de que habíamos perdido un guerrero. No recuerdo cuánto tiempo pasó hasta que descubrimos que la retaguardia estaba desprotegida y que a Héctor se lo había tragado la noche. Ante el grito de alarma de los cazadores, la chata se detuvo. La linterna foco que habían colocado como un faro, una corona laureada en las sienes de la vieja chata pertrechada para la ocasión, lo buscaba en la inmensidad del peligro. Barría la luz la humedad del rocío escribiendo un círculo como en un teatro de sombras, deshaciendo luciérnagas y buscando el fondo encendido de un par de ojos salvajes. Los insectos trémulos parecían nadar en el negro océano y chispeaban como larvas de peces Betta que yo cuidaba en el departamento. Pero la pendiente lumínica -a medida que giraba -moría lejos de nuestros pasos, en el horizonte del negro maíz y el azulado pie del cielo. Hasta que de pronto el cono de luz se detiene en una depresión del terreno donde tiempo antes habíamos pasado y encuentra al mejor cazador, mi tío Héctor, espalda en la tierra y los dos piernas semiextendidas, apuntando cada una de ellas a distintos puntos de la Cruz del Sur.

Cuando mis padres me llevaban a Villa María visitaba a mi tío Héctor esperando que me contara anécdotas de su paso como arquero en un club de una liga campesina. Recuerdo que me felicitaba por haber elegido también el mismo puesto y yo sentía que pertenecía a un grupo selecto que nos diferenciaba del resto de los mortales. Era como  tener un secreto que nos distinguía y nos congregaba en una cofradía; al menos algo así lo sentía y esperaba ansioso el jugo de granadina con hielo que nos preparaba para refrescarnos de la acalorada vieja ruta 9. También deseaba que preparara los pochoclos (ellos le decían pururú) porque lo hacía con un caramelo excesivo para la expectativa de mi paladar. Me sucedía como cuando tomaba Seven- up y por error agarraba otro vaso en la mesa que contenía agua. Quedaba a mitad de camino sorprendido, en pausa, y mi garganta intentando entender el cambio brusco mientras en la faringe me caminaban hormigas de gas produciéndome un dulce picor.

Eran los tiempos que en la televisión te retenían los goles o te mostraban durante noventa minutos la tribuna para alentarte a pagar el abono Premium Deport o hacerte sentir un desdichado con la ñata frente al vidrio en algún cafetín. Yo aguantaba despierto que Fútbol de Primera me liberara a cuentagotas las alegrías de la fecha. Eso sí, debía pagar el costo de ver primero los equipos de Buenos Aires y, luego, algunas ráfagas, pestañeos de Rosario Central. Debe ser por eso que deseaba que mi equipo jugara contra Boca o River; para poder ver un resumen de más de veinte minutos comentado por Macaya Márquez y Marcelo Araujo. Y cuando empecé a ir a la cancha, ya a la noche en la televisión no encontraba aquel domingo que había vivido. Era otra cosa, una ficción. Así que dejé de desvelarme los domingos por la noche para evitar padecer por la mañana la somnolencia en la escuela.

Mi tío esa noche del veinticinco se levantó del suelo poco ortodoxo como el Pato Abbondanzieri luego de descolgar una carambola que se colaba por arriba del travesaño. Rengueando sobre una pierna corrió como quién ve pasar el cole a escasos metros de la esquina y se trepó como al paravalanchas a la caja de la F-100. Disimulando el golpe y previsiblemente ahogando alguna que otra gastada familiar, me dijo por lo bajo (como un consejo de camarada del mismo gremio) y casi mascullando las palabras: un arquero siempre saber caer.

*Luna Cautiva, Chango Rodríguez. 

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