Hay un fútbol que te come el hígado, el corazón, las entrañas. Que bulle en los gestos, en la intensidad, en los detalles. Lo notas enseguida. Es todo nervio. No tiene porque ser “físico”, ni de contacto. Con la pelota en los pies también se puede crear un fútbol de alta intensidad, de belleza plástica, cardíaco. Era lo que se esperaba en la noche de ayer en el Parque de los Príncipes. En uno de los partidos más importante del año. París Saint Germáin y Real Madrid, dos gigantes del fútbol multimillonario de la posmodernidad. De las grandes estrellas. De las grandes individualidades. De los regates de oro y de petróleo. Fue victoria del PSG, con un tanto agónico en los últimos segundos del tiempo adicionado; poco antes Courtois le había tapado un penal a Messi. Pero ese fútbol que se esperaba no apareció. Se quedó en casa.
Se presentó un Real Madrid desfigurado, que entregó la pelota, el control, los espacios, la ambición, la casta, para refugiarse en un comportamiento especulativo y austero propio de un equipo impersonal, temeroso, sin ideas. Para olvidar. Con su mejores individualidades -Modric, Vinicius, Benzema, Asensio- más preocupados por achicar que por crear, por reducir que por ampliar. Hacía tiempo que no se veía un Madrid tan desdibujado. Son tiempos donde sobrevivir está de moda.
Por su parte el París Saint Germain no hizo mucho más. Obligado a ir en busca del partido por exigencias del guión y de un adversario que se lo regaló desde el primer minuto, se encontró con un presente sin mucha convicción. Sin creérselo, desconcertado, sin precisión, a los tumbos. Con su generosa obsesión por la posesión del balón, por la creación de espacios, por la siempre sugerente convicción de querer la pelota en los pies, para que haga kilómetros, para que adelgace; pero sin profundidad, generando pocas sorpresas. Con Messi y Di María intrascendentes durante varios pasajes del encuentro.
Entre los dos equipos Mbappé. Que jugó su propio partido. Que te mira de frente, sin maquillaje. Este sí te quiere comer el hígado, el corazón, las entrañas. Y te lo come. Él solito. Sin nadie más. Con su intensidad. Con su capacidad para echarse el equipo a la espalda. Con su gol. Con esa personalidad por hacerse visible, para no “perderse”, ni extraviarse, ni desaparecer. Por ese empecinamiento en ser lo más desequilibrante de lo poco desequilibrante que resultó el partido. No realizó una noche memorable, pero fue suficiente para “existir”.
El PSG ganó el partido de ida por los cuartos de final de la Champiosn y le pegó un mordisco a la esperanza. Se va con un resultado positivo, pero mínimo. Con la alegría contenida, y con las cicatrices de siempre supurando. No se lo cree. Una vez más se salvó sobre el final. Es tiempo de que se lo empiece a creer.
(*) Ex jugador de Vélez y campeón mundial Juvenil Tokio 1979.