Después de ese día las cosas no volvieron a ser como antes. Su madre le aseguraba que debía amar y honrar a su padre, pero él, más allá de las inexplicables razones que le dio, no podía evitar sentir escalofríos o paralizarse de miedo cada vez que le pedía que lo acompañara en una tarea por el monte, o algo lo alejara de la mirada de su madre.

Sus pesadillas no lo abandonaban, se despertaba transpirado y con el corazón que le explotaba. Mientras intentaba que su respiración volviera a la calma, tenía la imagen vívida de su padre, con un puño sujetándolo por el cuello, con el otro apretando la daga en lo alto y sus ojos repletos de delirio, listo para degollarlo.

Aquella mañana, luego de su cumpleaños número doce, esperaba que amaneciera, mientras el sol se colaba por entre los pliegues de la carpa. Los sonido de su madre preparando el desayuno anunciarían que ya debía levantarse, luego ella le pediría que ordeñara algunas de las cabras, al tiempo que los panes se apilaban sobre la mesa y que salían del gran horno. A veces se sumaba su padre, que llegaba de cargar leña o alimentar el rebaño y desayunaban.

Era consciente que sus padres tenían edad de abuelos, y él era algo así como la bendición de Dios, la concreción de un milagro. Resultaba imposible para su madre, haberlo gestado a edad tan avanzada, pero así había sido. Comparándose con otros niños, se sentía mimado, especial.

Aquella mañana, su padre lo sorprendió despertándolo antes que a todos para que lo acompañara al monte. Le llamó la atención cierto reparo ya que no había dicho nada el día anterior, pero como no compartía mucho tiempo con él y le gustaban las aventuras, se incorporó sin hacer mucho ruido. Mamá no tenía que despertarse, le aseguró haciendo muecas y hablando en silencio. Salieron con sigilo de la carpa. ¡Cuánto misterio! Aunque el semblante ensombrecido de su progenitor no se condecía. No se animaba a preguntar pero lo seguía a pocos pasos, en dirección al monte, mientras el sol comenzaba a hostigarlos.

-Papá ¿Adónde iremos?

-Iremos al monte para hacer un sacrificio en ofrenda al Señor, nuestro Dios...

“¡Ah, un sacrificio!”, se dijo para sus adentros excitado, nunca había presenciado uno. Se sentía grande, un adulto.¡Qué felicidad que su papá lo invitara a compartir un ritual como ése! Pero, algo faltaba...

-Papá, ¿y el cordero?

-Primero hay buscar la leña y armar la pira- explicó evasivo.

-¿Pero por qué no trajimos el cordero?

-Ya aparecerá- aseguró hosco.

El niño buscó los leños según las escuetas indicaciones de ese hombre que cada vez se  veía más ensimismado, quizás orando, vaya a saber. Él ya sabía cómo había que construirla, no era ninguna ciencia. Pero lo raro de todo esto era que el animalito no aparecía. Guardaba recuerdos de otros rituales, en los que lo primero que se hacía era elegir al pobre animal. Sin embargo acá ni siquiera había rastros. Y su padre que no largaba prenda. “Tal vez sea otro tipo de ritual, más importante” pensó. Cuando hubo juntado los leños, él solito comenzó a armar “la camita”, por así decirlo, donde se ubicaría al cordero, que no veía por aquél lugar, ni daba señales de vida.

Todo sucedió muy rápido, alguien lo tomó por sorpresa, inmovilizándolo por la espalda y tumbándolo sobre el suelo. Pensó que un grupo de bandidos los estaban atacando ¡Mi papá! Lo habrían sorprendido, pobre, aprovechándose de que oraba con su dios y él entretenido con la “camita” para el cordero. Pero el desconcierto fue tal cuando vio a su propio padre que lo inmovilizaba, mientras lo envolvía con una cuerda. Buscaba desconcertado algún gesto en ese rostro enajenado, que le hiciera pensar que era un juego, que el terror que lo paralizaba desapareciera. 

Éste lo levantó, como se hacía con los corderos y lo colocó sobre la pira. Sus ojos ciegos de muerte, le confirmaban que ¿él era el pobre animalito? Que él le dijera que “Dios se lo había ordenado” le costaba mucho entenderlo. Cuando tomó conciencia del engaño de su padre, se le habían ido las fuerzas, no se resistió, se dejó, abatido. ¿Que lo quería sacrificar para satisfacer a un dios que no conocía? No le entraba en la cabeza.

Con tanto tiempo que pasó desde ese día, está convencido de que hubo algo que distrajo a su padre. Le pareció oír su nombre a lo lejos, tal vez lo buscaban porque hacía mucho tiempo que no estaban en casa. Seguramente los buscaban temiendo lo peor, pero no esa escena. La cuestión es que nadie apareció, pero el anciano patriarca se detuvo, como volviendo en sí y arrojando el cuchillo lejos con las manos temblorosas y balbuceando un “gracias Señor”, que todavía le resulta incomprensible. Se arrodilló y elevando los ojos al cielo continuaba agradeciendo, mientras él seguía en “la camita” con las ramas que se le incrustaban en la espalda y un dolor que se le partía la cabeza, hasta que todo se oscureció.

Cuando abrió los ojos, la noche había ganado el cielo, había estrellas. Lo despertó el crepitar del fuego y el rostro de su padre que lo observaba tras las llamas, asignándole una tonalidad siniestra. Volvió a estremecerse. Ya no estaba atado, podía salir corriendo, pero la verdad es que no sabía qué hacer. La noche despertaba todos sus temores. Cambiar miedos no era buen negocio. Al menos el hombre que lo quiso degollar parecía calmado, ahora ordenaba las brasas, y él seguía vivo. Cuando advirtió que el niño estaba despierto, se incorporó y le alcanzó una sopa que había calentado y le servía en uno de sus cacharros de cerámica. Le acarició la cabeza mientras bebía.

-De esto ni una palabra a tu madre. Lo que ocurrió hoy es un milagro, pero prefiero que esto quede entre los tres.

-¿Los tres?

-Dios, vos y yo- el niño volvió a estremecerse, y asintió con la cabeza.

 

Isaac estaba seguro que si había un Dios, era el que había obrado el milagro de su nacimiento, para que pisara la tierra en este tiempo. No el que había ordenado su sacrificio. Estaba convencido que Dios lo había salvado de la demencia de su padre. O tal vez los gritos de su madre que le pareció escuchar. La cuestión es que alguien había detenido aquel brazo asesino.

Hace poco recibió noticias de que Abraham está muy enfermo y que le quedan pocos días en este mundo. Su madre -en el mensaje- le suplica que vaya para allá, que su padre necesita que lo acompañe en su lecho de muerte y que la voluntad de un moribundo siempre se respeta. Volvió a estremecerse y partió.

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