“Mi vida está contada en imágenes. La pintura me atrae porque pintar es un proceso cargado de sentido para mí. Es como actuar en vivo, por los riesgos impensados que implica y la certeza de que nada podrá repetirse con exactitud. Si destruyo lo que estaba pintando para llegar más a fondo, no habrá forma de revivir la imagen perdida”, empieza el primer libro de la pintora Celia Paul, Autorretrato, traducido por Esther Cross y editado por Chai.
Paul nació en la India en 1959 y estudió en Londres en Slade School of Fine Arts, donde conoció a Lucian Freud que se desempeñaba como tutor visitante. “Cuando era una mujer joven llevaba un diario. Escribía lo que pensaba y sentía, sobre todo por Lucian Freud, con quien estaba en ese momento. Cuando lo conocí tenía dieciocho años y cuando nos separamos oficialmente tenía veintiocho pero seguimos en contacto hasta que murió a través de nuestro hijo Frank Paul y a través de la pintura”, se lee en el libro. Y es que sus 220 páginas se asemejan bastante a un diario íntimo: sus pensamientos, sentimientos, deseos, aspiraciones, ideas y frustraciones se entrecruzan con poemas y fotos de sus cuadros.
Celia cuenta que los poemas la ayudaban a tomar distancia y a darle forma al caos emocional: “formaba un puente hacia el lenguaje mudo de la pintura”. Durante todo el libro, además de contar la historia del origen de sus cuadros, Paul reflexiona sobre su relación con Lucian y deja entrever cómo estuvo atravesada por las imposiciones del amor romántico. “Uno de los mayores desafíos que enfrenté como artista y como mujer es el conflicto entre que me importe alguien, amar a alguien, y al mismo tiempo permanecer íntegramente dedicada a mi arte. A los hombres en general les resulta más fácil ser egoístas. Y hay que ser egoísta. Lo ideal es que ‘te importe y no te importe’. Hay que entregarse de lleno y al mismo tiempo ver las cosas en perspectiva. Los grandes actos creativos encierran siempre esta dualidad de darlo todo y después soltar para que la obra tenga vida propia”.
El libro, escribe su autora, está dedicado a las mujeres artistas que se encontrarán con ese desafío. Celia cuenta que el propio Freud le hablaba con admiración de Gwen John, que abandonó la pintura para dedicarse de lleno a su relación con Rodin: “Yo sabía que en sus palabras había un reproche escondido y que Lucian creía que yo tenía que hacer lo mismo”, se lee. Por eso, escribe, “a lo largo de la historia, las mujeres fueron más reconocidas como temas del arte que como artistas. Muchas mujeres terminaron convertidas en grandes musas de los grandes artistas. Como pintora, hay que inventarse una estrategia. Yo siento la necesidad de levantar barreras para proteger mi soledad. Coincido con Virginia Woolf: lo esencial es tener un cuarto propio”.
Celia escribió esta autobiografía a sus 60 años y ya desde las primeras páginas se encarga de dejar claro que el libro habla de ella: “como escribo sobre mí con mis palabras, mi vida se convierte en mi relato. Lucian, en especial, se transforma en parte de mi relato, y yo no quedo retratada como parte del suyo, que es lo que suele suceder”. Las dificultades para abrirse paso en el mundo del arte siendo mujer, así como gestar y criar un hijo en los 80, también están presentes en estas páginas.
Si bien en ese entonces no se hablaba tanto del puerperio y de lo complejo de reencontrarse con una misma luego de tener un hijo, Celia encuentra en su autobiografía las mejores palabraspara decirlo: “la primera vez que vi la cara de Frank sentí las emociones más fuertes demi vida. No me reconozco. No sé quién soy. Pero él está seguro de quién es. Y esa seguridad, aunque sea tan chico, le da poder sobre mí. Cada cosa que hace, cada movimiento, está bien. A mí me asusta mi torpeza. Él es frágil y es infinitamente valioso. Me gustaría dejar todo por él. Me gustaría que mis ambiciones y mis deseos se ahogaran conmigo. Pero al mismo tiempo hay un instinto que se opone: yo también tengo que salvarme”.