El cuento por su autor
Como muchos relatos, sueños y situaciones de la vida, este cuento es un cruce de varios hilos que vienen desde lejos. Por un lado están las imágenes, que quedan prendidas en el momento sin que se entienda bien por qué. En este caso la imagen principal es la de un sacerdote que hace muchos años recorría estudios de televisión con un mensaje y una cruzada, que curiosamente surtía un efecto paradojal. A veces, con el tiempo, esas imágenes vuelven como vuelven los famosos sueños recurrentes. Y cuando les doy vueltas y no aparece nada, una manera de indagarlas, de ver qué tenían, por qué picaron tan fuerte, es ampliar el campo de visión y recordar, en la medida de lo posible, qué había alrededor.
En otro plano, se cruzó un tema que me inquieta y ya se me presentó con distintas caras: el daño que muchas veces hace alguien cuando quiere desengañar a otros o la manera, más bien, en que eso también puede convertirse en otra cosa.
Y por último, tengo que reconocer, alegremente, que por suerte hay un tercer elemento, ya más imponderable, que unió los materiales: algo que no sé de dónde vino pero surgió mientras escribía sobre esa imagen y lo que la rodeaba y ese tema que me inquieta. Se plantó con tanta fuerza que todo parecía una excusa para que apareciera.
UNA NOCHE NORMAL
Hacía tiempo que venía siguiendo al padre Quevedo, o que él se aparecía a la hora de quedarme dormida y no podía evitarlo, ya no sé. Esa noche estaba en la cama mirando televisión y el cura, vestido de saco azul con clériman, desarmaba un alfiler de gancho mientras hablaba con su voz cavernosa mirando a la pantalla. Frotó la aguja varias veces contra la suela de su zapato “para desinfectarla”, la calentó entre los dedos, se estiró la piel del cuello y se pasó la aguja de un lado al otro del pellejo. Sentí una puntada en la garganta, el filo de una enfermedad mortal pinchando por primera vez, mientras el padre decía: “No se asusten, a mí no me duele, les duele a ustedes, es una técnica, todo es técnica. No se dejen embaucar, la magia no existe. Miren, parece que toco el acordeón”. Y a mí me dio más susto. Mi marido estaba en la ducha y quise llamarlo para que viniera pero él no me escuchaba, como en un sueño, creo que un poco por la voz del padre que resonaba entre las paredes y también por el sonido continuado y absorbente del agua.
La conductora del programa quería y no quería ver, quería y no quería que el padre siguiera con el número, le habían asignado esa función espantosa. Quevedo dijo: “Es un asunto de habilidad y rapidez” mientras se apuntaba a uno de los ojos con otro alfiler de gancho que había sacado del bolsillo como si fuera lo más normal del mundo y ella gritó: “Niños, no hagan esto en casa”. Era uno de esos alfileres que se usaban hace años para abrochar pañales y mantitas, con un botón de plástico rosa. Y yo pensé como siempre en Basilio aunque ya no era un niño y hacía tiempo que no estaba en casa y ni siquiera sabíamos dónde estaba. El padre Quevedo se había cerrado el ojo con el alfiler y miraba sonriente a cámara. Dijo de nuevo: “Sólo hay que tener cuidado con la vasoconstricción” y se reía. “Es pura técnica” dijo y se metió la patilla de los anteojos por la nariz. “No lo hagan en casa, niños, porque van a estornudar y además mientras uno lo hace no puede hablar”. No podía dejar de mirarlo y me saqué los anteojos de un manotazo.
Cambié de canal. Mi parte sana quería salvarme como cuando era joven y no iba a al cine a ver películas de terror que después no me dejaban dormir, pero soñaba con películas de factura propia como una borracha del miedo. En los otros canales, daban Hora clave y El pueblo quiere saber, con personas hablando en una especie de ingravidez eléctrica, susurrada, contra un fondo negro. Volví a cambiar de canal. El padre Quevedo se había clavado alfileres de gancho en la muñeca y no sé en dónde más mientras yo no estaba. Qué habría pasado cuando no miraba.
Con luz baja, y la cabeza lustrosa, el padre se puso de pie, observando como un clínico a una chica muy joven, de la edad de nuestro Basilio, acostada sobre una camilla. Era una chica de Capital, tenía el pelo espeso, lacio, largo. Y yo pensé “qué sentirá tu madre al verte así” porque hasta yo, que no la conocía, me daba cuenta de que algo no estaba bien. Y también quise saber como siempre dónde estaría Basilio con ese frío a esa hora de la noche. Y pude ver su dormitorio, que estaba solo a unos metros del nuestro, como si estuviera parada frente a ese hueco en el pasillo en vez de encontrarme tirada en la cama, pensando en él. “¿Dónde estarás, Basilio?”, murmuré y oírme me dio ánimos como si además de nosotros dos fuéramos muchos los que pensábamos en él y eso pudiera protegerlo. Como si el eco de mi voz formara un grupo buscándolo y lo encontrara. O de tanto preguntar la duda se pudiera resolver.
El padre, alto y fuerte, levantó una mano y le dijo a la chica: “Oh, te escucho en tu silencio” . Y la chica empezó a elevarse un poco, no mucho, solo un poco, con el cuerpo levemente arqueado, pero parecía que si se caía desde ahí, desde esa mínima altura imposible, algo en ella se iba a romper para siempre. Lo más impresionante era su cara de vértigo, y de susto. El pelo, como toda ella quedaba planchado en el espacio, un poco eléctrico, envuelto en un halo traslúcido y maleable. La chica movía los brazos torpemente. Hacía unos minutos estaba sentada en el público. Se había ofrecido con una sonrisa desafiante, levantando la mano. Podría haber sido una de las compañeras de Basilio de la facultad. Llamé de nuevo a mi marido, quería que viniera a ver eso. No sé si iba a mostrarle un milagro o un crimen. A la chica quizá no le pasaría nada, nada que pudiera comprobarse al menos, pero yo sabía que estaba en peligro, o que ya le había pasado algo. Y no había vuelta atrás. Tanto era así que la conductora del programa le dijo al padre: “Bueno, ya está, bájela”. Pero el cura, sin mirarla le contestó: “Voy a darle un consejo, no dé consejos”. En ese momento oí los dos golpes bajos en la puerta del dormitorio. Hacía tiempo que en casa no usábamos esa clave pero la reconocí enseguida. Y aunque habíamos quedado con mi marido en no aflojar por el bien de Basilio y por el nuestro, fui a ver.
En el pasillo estaba Basilio de espaldas, yendo hacia su cuarto. Era típico de él haber llamado a nuestra puerta y después salir caminando. Lo hacía de chico, cuando tenía pesadillas o quería pedirnos algo, lo hacía en la adolescencia también cuando tenía que hablarnos. Había adelgazado tanto que hasta dudé de que fuese realmente Basilio. Le pregunté qué le había pasado, por qué estaba tan flaco, mientras me daba cuenta de que no tenía que decirlo. Las palabras se me escapaban de la boca. La razón se vacía en algunas ocasiones o no es que vacíe, se aleja simplemente de nosotros. Su cuerpo es su cuerpo, su vida es su vida, me dije repitiendo los lemas de terapia donde también nos decían que teníamos que “sacar el cuerpo” y “corrernos del lugar” como si fuéramos toreros. Pero Basilio me dijo que me quedara tranquila y me dijo “no prendas la luz” con una voz bastante parecida a la que tenía de chico cuando nos pedía que dejáramos las luces prendidas a la hora de dormir. Lo dejé revisando sus cosas en su dormitorio, a lo mejor escondiendo algo como la última vez en todo caso, con un gesto un poco frenético, y volví corriendo al nuestro. Cerré la puerta y le dije a mi marido: “Basilio está en casa, qué hacemos”. Y él empezó a vestirse. Se puso una remera y un pantalón de gimnasia y fue hasta la puerta. Pero no lo dejé pasar. Él me miró asombrado, y en ese momento me di cuenta de que quizá esta vez no iba a darle un levante, a lo mejor ya habíamos superado esa etapa y habíamos alcanzado otro nivel más descansado y verdadero, donde ya no importaba explicarle cuánto nos importaba, o lo preciosa que era su vida, quizá esta vez iba a abrazarlo sin decir nada. Le dije “esta también es su casa” como si estuviera diciendo, en realidad, que además era la mía. “No lo espantes. Que se quede y haga lo que quiera. Mirá si lo están siguiendo”. Y mi marido asintió y se tiró en la cama, vestido como estaba.
Al rato, se quedó dormido. Parecía que justo en ese momento algo dentro de él había entendido qué significa sacar el cuerpo o correrse del lugar. En la televisión el padre Quevedo ya no se hacía el gracioso. Miraba fijo la pantalla y retaba a duelo a alguien que andaba vendiendo curaciones milagrosas. Hablaba como un iluminado y un poseso. Tenía los ojos brillosos y una mirada demasiado penetrante para venir de alguien que se burlaba de los milagreros pero por suerte yo estaba sentada en la cama, cruzada de brazos, y de alguna manera podía bloquearlo. No me quería distraer. Por una noche, por un rato, estábamos todos de nuevo en casa: mi marido dormía, Basilio estaba en el dormitorio de al lado. Parecía una noche normal. Dejé pasar un tiempo respetable, bajé a la cocina, preparé un poco de comida y un termo con café y se lo llevé. Nos quedamos hablando de temas sin importancia y le conté del programa del padre Quevedo. Basilio me habló de una novela que había leído en la facultad, en la que un hombre decía que un sacerdote que conoce del sufrimiento de las personas, de sus miedos y sus creencias, y anda por la vida riéndose, es alguien de temer.
Hay casas que cambian de noche. La nuestra es una. Cuando oscurece y cerramos las cortinas parece otra casa. Yo creo que nosotros también debemos cambiar. Si no, no pasarían estas cosas, ni tendríamos los sueños que tenemos, ni tomaríamos nuestras grandes decisiones mientras nuestros vecinos duermen. Cuando oímos el coche que se acercaba a baja velocidad por el camino, Basilio me dio un abrazo y se escondió en el baño. Al rato oí el crujido del mosquitero de la cocina, y el golpe seco de la puerta que se cerraba. Bajé las escaleras sin apuro como si Basilio me acompasara en voz baja o con su callado pensamiento. De la cocina llegaba una luz débil. Había dos hombres entrando en la sala. Por la forma de caminar y tocar nuestras cosas, no podía adivinarles la vida pero entendí que estaban acostumbrados a hacer esto.
Siempre pensé que los pájaros cantan para llamarse en el cortejo, o simplemente porque están vivos. En ese momento me acordé de los jilgueros que cantan más lindo y afinado cuando tienen miedo o no pueden ver. A veces se confunden cantos y gritos, como decía burlonamente mi marido cuando Basilio y sus compañeros de la facultad ponían sus discos en el equipo de la sala. Cuando les grité a los hombres que se fueran, me salió una voz fina, desencajada, como si cantara. “Deje pasar, señora”, me dijeron. Ya habían llegado a la escalera. Me preguntaron por Basilio y les dije que no estaba. Cuando me empujaron, me agarré de la baranda. Me amenazaron pero no me asusté. Me mostraron sus placas, como si hiciera falta, pero tampoco me achiqué. Después de todo la amenaza es una técnica, sólo una técnica. Y cuanto más me empujaban más me estiraba y contraía yo, como si de pronto mi cuerpo tuviera fuelles en vez de articulaciones y yo me hubiera convertido en acordeón. “A él no le importa, le importa a usted, no se engañe”, me dijeron. Pero yo ya me había avivado. Y cuando me dijeron “recapacite, señora, no se meta, esto no es con usted, es con él”, yo les dije: “Voy a darles un consejo, no den consejos”.