El cuento por su autor
Este cuento pertenece al libro Ferrocarriles Argentinos (1994). Lo leo hoy como si lo hubiera escrito otro. Es el comienzo de algo, de una relación, hasta de un amor. Pero se interrumpe exactamente en el momento de ese comienzo. El título mismo indica que son esos primeros deslizamientos, ejecutados con la intuición y el conocimiento de un ballet espontáneo, aunque lo que después siga será más complejo. Entrarán el relato a pleno, los amigos de cada uno, y un larguísimo etcétera. Eso vuelve líricos, suspendidos, estos momentos iniciales, esencialmente aún no comprometidos, pero que lo serán (o no) casi de inmediato. Son, esencialmente, mecánicas, gestos, esquives y acercamiento.
Conocí a alguien parecido a la mujer rubia, y a otra mujer que tenía mucho de la morocha. También existían, exactamente así, tanto el teatro, como los troles, como la pizzería de la esquina del teatro. Pero todo por separado, desunidos. Todo lo demás es pura coincidencia mientras se narra más la inminencia, tendida al máximo, que la acción. Es lo que lo vuelve algo tan escurridizo como el entendimiento inicial entre dos.
ANDANTE
Seguía hablando con la rubia, pero miraba a la morocha. La entrada al teatro era como un tubo largo, estrecho. Un momento antes estaba sentado en uno de los bancos de madera adheridos a las paredes recubiertas por un revoque blanco y revuelto, que acentuaba cierta impresión de precariedad. Esperaba para entrar al espectáculo de la medianoche, y la rubia salía de la obra de teatro de las diez cuando lo vio, y lo saludó, y agregó innecesariamente, con fatigada agresividad:
–¿Qué hacés por acá? ¿Posando de joven?
Él se sentía tan bien sin embargo que le sonrió, y se paró, le dio un beso leve en la mejilla, empezó a hablar con ella. Había venido en la noche de verano desde el centro en un trole bamboleante, disfrutando del viento que entraba por la ventanilla después del calor agobiante del día, recorriendo con la mirada las veredas oscuras, otro tubo en la noche, hasta que divisó como en el mar el cúmulo de luces de los bares, la pizzería, el gran kiosco, que rodeaban al pequeño teatro, momento en el que se paró para bajar de un solo impulso los tres escalones hasta la calle, cruzarla, atravesar el tubo blanco, sacar la entrada y sentarse hasta que la rubia le habló y tuvo que pararse.
En cuanto la saludó vio al fondo a la muchacha de pelo renegrido, vestida con una falda sencilla y amplia de color celeste, y una carterita negra que le colgaba del hombro, de una delgada tira de cuero. En el instante mismo en que la miró ella tenía los ojos clavados, tal vez fugazmente, en él, y los apartó de inmediato. Pero los ojos, grandes, líquidos, inquisitivos, lo dejaron ido. Por eso asintió vagamente a lo que la rubia le decía: opiniones pesimistas, forzadas, ingeniosas sobre gente o películas o lugares o sitios de trabajo que los dos conocían, catalogando, criticando, ubicando todo, mientras él miraba ahora la nuca de la mujer de pelo negro, sobre la que caían mechones un poco desordenados, tapándola, aunque cuando ella se dio vuelta levemente hacia un costado captó la piel blanca y la pelusa suave debajo de la oreja.
Había algo levemente desordenado, impropio en la mujer. Pensó en qué edad tendría y no se le ocurrió de inmediato un número. Al fin transó entre los 23 y los 30, algo que la hacía blanco posible de la agresión inútil de la rubia, que podía considerar que ella también estaba “haciendo de joven”, esperando el espectáculo musical de la medianoche.
Para entonces la rubia, a pesar de que gustaba acunarse en el sonido de su propia voz, había captado que él volaba en piloto automático y siguió su mirada pero no pudo precisar dónde la había clavado, porque el teatro había quedado ya vacío y la cola empezaba a moverse para entrar. Él hizo un gesto como de disculpa por tener que moverse, y la rubia otro gesto con la mano que podía traducirse como “entrá, entrá, no te hagas problema por mí”.
Al entrar en la sala pequeña, calurosa, ya ahora con la curiosidad, la expectativa sumándose al bienestar que venía sintiendo en la noche fresca del verano (porque si bien allí adentro hacía calor, y uno podía pensar en un útero de paredes blancas después de recorrer el tubo estrecho anterior, él seguía sin embargo recordando más con la piel que con el pensamiento el fresco del trole, la oscuridad, el racimo de luces apareciendo como en una extensión de agua negra), al entrar a la sala agregó un toque de distinción a ese estado de ánimo burbujeante: no buscó con la mirada a la muchacha, a la mujer. Muchas veces había sentido esa necesidad de permitir que pasara lo que tenía que pasar, de no forzar las cosas.
Le había tocado una butaca de la quinta fila. Se sentó, saludó a un par de conocidos alzando la mano. Aguardó con paciencia que las luces se apagaran, se abanicó con el programa en medio del aire húmedo, caliente, rumoroso. En cuanto las luces se apagaron, y se hizo el silencio y el espectáculo comenzó, sintió sin embargo nítidamente la presencia de la mujer atrás, en alguna de las ciento cincuenta butacas. Por momentos la conciencia era tan abrumadora que se desprendía del grupo que cantaba y tocaba en el escenario, y volvía a hacer desfilar la falda, los mechones de la nuca, la carterita, la blusa sencilla, el delicado toque de desprolijidad del conjunto, la pelusa suave debajo de la oreja. Curiosamente evitaba recordar demasiado los ojos, porque sentía una especie de mareo.
Cuando el espectáculo llegó al fin de su primera parte, no se apresuró a salir. Sabía que en aquella sala los intervalos eran largos: uno podía ir incluso a tomar algo a cualquiera de los bares o a la pizzería de la esquina. La mujer bien podía hacerlo, o bien podía haberse cansado y había regresado en la noche fresca y oscura, cosa poco probable, porque a diferencia de él, que había ido con una entrada de favor, había pagado la suya (era la última vez que la había visto, en el momento de entregar el papelito azul –el de él era amarillo– al acomodador, en la entrada).
Salió al tubo estrecho y la vio sentada cerca de la salida, para disfrutar aunque fuera mínimamente del aire que venía de afuera. Leía con atención el programa, alzaba la cabeza, miraba hacia afuera, después iba recorriendo lentamente el interior con la mirada, se cruzaba por una décima de segundo con su propia mirada y volvía a zambullirse en el programa, bruscamente.
Recorrió el pasillo, pasó junto a ella (la falda sencilla tenía una puntilla blanca en el ruedo, entre exquisita y desprolija, cosida con cierto apuro), salió a la calle (que curiosamente estaba un poco más calurosa que al llegar), y fue a tomar una cerveza al bar de la esquina. Los dos conocidos que había saludado estaban allí y se sentaron juntos, a charlar y reírse.
Cuando regresó, la segunda parte estaba por comenzar y la mujer evidentemente había entrado. Una vez más disfrutó de la decisión de no buscarla con la mirada, dirigiéndose rectamente hasta su asiento de la quinta fila. Al apagarse las luces no volvió a sentir la presencia de la mujer atrás, en la oscuridad. No se le ocurrió pensar que se había ido: sabía que era porque sus miradas se habían cruzado por segunda vez y porque había captado el borde de puntilla de la falda. La conocía mejor ahora, y aunque nunca más volvieran a verse (algo que dudaba), había dejado de ser una pulsación numinosa, incitante, para aproximarse más a alguien con quien podía hablar, tocarse.
El espectáculo era bueno y el grupo interpretó tres temas fuera de programa. De modo que cuando salieron a la calle eran cerca de las tres de la madrugada. Ahora sí obró con decisión y rapidez: se paró antes que los demás, pasó ágilmente junto a los dos conocidos saludándolos con un gesto preciso que dejaba ver su apuro, la imposibilidad de seguir riéndose y conversando en alguno de los bares de la esquina, esquivó con ágiles movimientos de cintura los otros cuerpos mientras barría meticulosamente con los ojos el resto de las butacas. No se detuvo hasta ver la nuca de la mujer saliendo, atravesando el límite entre el pasillo blanco y la calle. Aminoró la marcha, lisa y llanamente la siguió.
Maravillado vio que ella se detenía en la parada del mismo trole que él pensaba tomar, porque una zona especuladora, pragmática de su cerebro seguía poco dispuesta a jugarse demoras absurdas, ómnibus poco precisos en medio de la noche, y tal vez decidida a dejar perder todo con tal de estar durmiendo tranquilo en su cama. Subieron juntos a la paquidérmica forma azul y después de pagar el boleto se sentaron en asientos estratégicos desde los cuales podían mirarse a través del espejo que usaba el guarda para mirar a quienes bajaban o mediante el reflejo en los vidrios de las ventanillas.
El interior del coche estaba prácticamente vacío, con un borracho andrajoso en uno de los primeros asientos, y una anciana de cabello gris que vaya a saberse por qué había elegido uno de los incómodos asientos laterales, dándole la espalda a la calle. Eso transmitía cierto aire de intimidad, y ahora se miraron francamente a través del espejo y los vidrios. Él volvió a sentirse un poco mareado por el reflejo de los ojos de ella, pero se atrevió a girar la cabeza y mirarla directamente. La mujer insistió sin embargo en mirarlo a través del reflejo del vidrio, y le dedicó un aflojamiento de los músculos del rostro, una promesa sobre todo de la mirada y la comisura de los labios sólo para él, sólo comprensible por él como una sonrisa de aceptación.
La mujer se paró para bajarse tres paradas antes de la que le correspondía a él. No vaciló en pararse también, pero sin saber por qué caminó hasta la puerta de adelante, y cuando ella bajó los tres escalones, él le siguió el ritmo y pisaron juntos el cordón oscuro debajo de los árboles.