Hace 40 años –un minuto antes de Malvinas, antes incluso de la marcha de la CGT del 30 de marzo-, empezaba a caer la dictadura. Un ciclo de conciertos en plena calle Corrientes desafió la censura y la represión y, en el mismo gesto, alumbró una idea estética (e ideológica) que entonces fue fundacional: la transversalidad de géneros musicales. Una mujer sola con su alma, con el dolor del exilio a cuestas, con más miedo del que reflejaba su rostro, socavaba estructuras con el poder de la voz. “Toda la sangre puede ser canción en el viento”, cantaba, con la gente. Repetía: “Todas las voces todas, todas las manos todas”. Era febrero, era el Opera, y la avenida Corrientes entre Suipacha y Esmeralda se encontraba custodiada por carros de asaltos.
Largó el jueves 18. Las funciones se agregaban, una tras otra. Finalmente fueron trece recitales: ceremonias catárticas que combinaba la emoción del reencuentro y el hastío por un gobierno militar decadente, que tiraba manotazos como un boxeador grogui. Los signos de debilidad venían de arrastre, y abría espacios vacíos que ocupaban el Premio Nobel de la Paz otorgado a Adolfo Pérez Esquivel, el ciclo Teatro Abierto, las críticas de la Revista Humor, un artículo de María Elena Walsh, alguna declaración de Jorge Luis Borges, los conciertos de Serú Girán. El último manotazo, demencial, ya estaba planificado en ese febrero. Era cuestión de que, whisky en mano, los asesinos decidieran cómo y cuándo.
El regreso de Mercedes Sosa fue la consumación de una compleja trama urdida en la primavera del 81 por Daniel Grinbank y Fabián Matus. Mercedes vivía en Madrid, minada por la melancolía: necesitaba volver. No le resultaba sencillo vencer el miedo. En noches de insomnio la acechaban historias de bombas y amenazas y persistía el recuerdo del show de 1978 cuando fue arrestada en El Almacén San José de la ciudad de La Plata, junto a más de 300 espectadores, una de las razzias más virulentas de la época. En 1981 no aguantó más: aprovechó unos conciertos en Brasil, interrumpió el exilio y se animó a visitar a su familia en Tucumán. En Buenos Aires la interceptó Mona Moncalvillo y le hizo una entrevista para la Revista Humor. Cuando salió el tema de la prohibición, Mercedes razonó: “Si pudiera cantar los empresarios me habrían hablado. En radio algunas canciones me pasan; acabo de escuchar que Larrea me pasó hoy un tango, y esporádicamente algunas otras cosas. Lamento que esto sea así, porque es muy duro para mí”.
La versión de "Solo le pido a Dios", cantada junto a León Gieco en el Opera.
Un empresario tomó nota de esas palabras: Daniel Grinbank. Había crecido con Serú Girán y fue testigo de cómo la música podía perforar el blindaje del régimen. Canción de Alicia en el país y sus frases “el asesino te asesina” o “un río de cabezas aplastadas por el mismo pie” convertían los recitales de Serú en una caja de resonancia inédita: era un canto colectivo, liberador. El “Se va a acabar la dictadura militar” dejó de ser un deseo y pasó a ser una posibilidad, cuestión de tiempo. En paralelo a su trabajo con Serú Girán, Grinbank había contratado a The Police, trío inglés desconocido para el gran público. En el estadio Obras, el guitarrista Andy Summers defendió desde el escenario a una chica que estaba siendo maltratada por un policía y le voló la gorra al agente de una patada. Ninguna epopeya; simples gestos, evidencias del cambio. No todo era lo mismo: esas actitudes coexistían con espectáculos masivos bendecidos por el poder militar. A comienzos de 1981 Alfredo Capalbo trajo a Queen, que no dudó en reunirse y fotografiarse con el general Roberto Viola, un dictador que intentaba encarnar los modales de un abuelo inocuo.
Pero lo de Mercedes Sosa iba por otro carril. No representaban el mismo peligro canciones o bravuconadas de rockeros como Charly o Andy Summers que el regreso de una militante del Partido Comunista, con conciencia de clase, bandera global de la lucha política, aclamada en Europa. Mercedes y Grinbank se conocieron en 1978. El empresario había organizado un recital de la tucumana junto a Raúl Porchetto en el teatro Premier, que fue prohibido a último momento. Cuenta Fabián Matus en su libro La Mami que Mercedes caminó hasta al teatro para agradecer la jugada de Grinbank. “Me apena mucho que hayamos perdido plata. Lo único que te puedo decir es que cuando vuelva a cantar en Buenos Aires, lo hago con vos”, dijo, y cumplió.
Eslabón generacional entre su madre y Grinbank, puente entre el rock y el folklore, Matus contó con detalles su doble misión en el Operativo Retorno: combinar la logística de los invitados y blanquear el repertorio ante la Policía en la Superintendencia de Seguridad Federal. Su encuentro con los gendarmes ideológicos es una postal de época. “Luego de un sermoneo con voz alta y de mando, con la pistola desenfundada sobre el escritorio, un par de horas de conversaciones, me vi en la necesidad de negociar el repertorio. La mayoría del repertorio de la Mami figuraba en el listado de canciones prohibidas. Se plantaron en dos temas: ‘Fuerza, fuerza’ de José Luis Castiñeira de Dios y Susana Lago, y ‘La carta’ de Violeta Parra. No hubo caso. Sí se podían ‘Fuego en Anymaná’, ‘Canción con todos’, ‘Cuando tenga la tierra’, ‘Guitarra enlunarada’, ‘Sueño con serpientes’ y ‘Triunfo agrario’”.
Mercedes Sosa aterrizó en Ezeiza el martes 16 de febrero y dos días después estaba parada en el medio de un escenario tapizado de claveles blancos, debajo de su poncho negro, algo atónita. Recorrió con la mirada el auditorio encendido. Cuando se hizo silencio, dejó caer una frase genial en su sencillez: “Me llamo Mercedes Sosa. Soy argentina”. Y comenzó a cantar. Y cantó: folklore tradicional y renovador, temas del rock argentino y de la Nueva trova cubana, un tango, con León Gieco, con Charly García, con Antonio Tarragó Ros hijo, Raúl Barboza, Ariel Ramírez, Rodolfo Mederos, Rubén Rada, Julio Lacarra. Se ubicó para siempre en el centro de la música argentina. Unió géneros, ritmos, campo y ciudad, valles y montañas, países de la región. Equidistante entre la represión de los años más densos y la locura que se desataría en el Atlántico Sur semanas después, interpretó la cruel historia argentina cuando finalizaba, una y otra vez, cada noche, con los versos de Tejada Gómez: “Toda la sangre puede ser canción en el viento”. Ese fue su milagro. Catalizar el horror y volverlo canción. Una única y larga canción que ese verano de hace cuarenta años la invistió madre de todos. La Pachamama. La que transitó su propio dolor para señalar el camino.