COW - 8 puntos
Reino Unido, 2021
Dirección: Andrea Arnold.
Duración: 93 minutos.
Estreno en Mubi.
Desde la escuela primaria o incluso antes se aprende la máxima: la vaca nos da la leche. Los procesos industriales que llevan el líquido blanco de la ubre al sachet se estudian más tarde, en la secundaria, pero casi nadie en su edad adulta se detiene a pensar en la sufrida vida del gran mamífero, excepto los defensores de los derechos de los animales, veganos y activistas anti omnívoros. El nuevo largometraje de la británica Andrea Arnold –su primer documental luego de las ficciones Red Road (2006), El rebelde mundo de Mía (2009), American Honey (2016) y la particular adaptación de Cumbres borrascosas (2011)– permite acompañar el día a día de una vaca lechera de raza Holstein Friesian llamada Luma, en un notable ejemplo de cine observacional inmersivo, cuya intención última quizá sea que el espectador logre adoptar el punto de vista del animal, empatizar con él hasta las últimas consecuencias. Sin antropomorfismos, pero con los seres humanos en un (casi) fuera de campo permanente. Si se deja de lado el terreno de la animación, Cow tal vez sea la primera película en la historia protagonizada exclusivamente por una vaca.
Todo comienza con un nacimiento: Luma da a luz a su sexto ternero, una hembra, que los hombres y mujeres de la granja extraen del útero gracias al uso de sogas. Tendida en el piso del corral techado donde conviven diariamente decenas de rumiantes, la recién nacida es lambeteada con vehemencia por la madre; el resultado del más simple instinto para la mayoría, un acto de amor para algunos. Tiempo después, la pequeña es separada del ámbito materno y Luma ofrece un recital de mugidos mientras otea el horizonte en busca de la cría; días más tarde, la “desesperación” es olvidada por completo, mientras su cuerpo se prepara para el siguiente apareamiento. Todo ese proceso, como el resto del film, es registrado por Arnold con una cámara cercana, íntima (la vaca patea más de una vez el equipo), y el resultado es un retrato de noventa minutos que resume cuatro años en la vida del animal.
Durante la primera parte, Cow alterna los días de la vaca adulta con el crecimiento de la descendiente. Luma muge mientras atraviesa el proceso de extracción mañanero en los pequeños puestos de la sala de ordeñe, que Arnold ilustra con hits tecno pop aparentemente diegéticos (poco importa si se trata de una alteración de la realidad en el montaje: el documental es registro pero también creación artística). A veces un hombre la levanta en un extraño aparato para limarle las pezuñas. A la pequeña, en tanto, le agujerean las orejas para engalanarlas con etiquetas numéricas, y sus incipientes cuernos son quemados a conciencia para evitar futuros inconvenientes.
A esa altura, más de un espectador imaginará que la película es una diatriba en contra de los procesos industriales de producción de alimentos, su costado más mecánico y cruel. Algo de eso hay, aunque Cow está más concentrada en provocar la reflexión que la bajada de línea, un recordatorio de todo el padecimiento oculto detrás de cada sorbo de leche pasteurizada y envasada en coloridos envases, en ese queso aromático consumido con placer.
También hay espacio para el goce vacuno, como ese primer encuentro de la ternera con un espacio amplio, los saltitos de excitación ocupando todo el cuadro. O la salida a campo traviesa de Luma y compañeras durante un día y su respectiva noche, que le permite a la realizadora construir fresco impresionista con algo de lisérgico. Allí, por segunda vez en la película, Arnold sostiene un plano de la protagonista mirando a cámara durante una buena cantidad de segundos, momento en el cual la audiencia puede depositar en esos ojos oscuros y profundos toda su carga lógica y emocional.
El final de Cow, documental único y notable, podrá parecer brutal e incluso atroz. ¿Acaso innecesario? Definitivamente no: la cadena de producción lechera tiene sus reglas y la película no puede dejar de señalarlas. Queda la imagen de Luma, heroína anónima, un par de partos y cuatro años más tarde, arrastrando a duras penas sus tetas con mastitis, luego de una década de ofrecer productos lácteos a la humanidad sin pedir nada a cambio.