No sobra material visual, pero sí memoria. Memorias. Clavado en el imaginario de la generación que vivió el retorno a la democracia está, de hecho, el recuerdo. La emoción. El latir rápido y la respiración entrecortada, difícil, de Mercedes Sosa cuando un día como hoy, cuarenta años atrás, volvía a cantar en la Argentina tras más de tres años de exilio. Ese día fue el jueves 18 de febrero de 1982, primera fecha de trece repartidas en diez noches. Claro, no se la harían fácil a la “Negra” que se había le atrevido más de la cuenta a la dictadura.
Durante la prueba de sonido del debut no dejaron de llover mensajes turbios, amenazantes, hasta que el jefe de la custodia -un comandante de Gendarmería- puso el grito en el cielo: “Bajo mi responsabilidad, este recital se hace”. Y se hizo, nomás. Con mucho nervio, mucha tensión. Con mucho policía vigilando cada detalle -incluso con dos agentes pegados a la consola de grabacións- pero el concierto se hizo. No había podido ser en el Premier. Tampoco en el Coliseo. Pero sí en el Opera. Fue la tercera y la vencida para Daniel Grinbank, el productor que arriesgó repatriar a Mercedes.
Miles de claveles rojos cayeron entonces esa noche sobre un cuerpito que se cargaba toda la América mestiza en su voz, mientras caminaba -sin mirar- desde los camarines hasta el escenario. “O salgo ahora o me voy al carajo”, dicen que dijo la Negra, segundos antes del corto y largo tramo que mediaba entre la soledad y la multitud. La primera canción que cantó fue “Yo tengo tantos hermanos”, de Yupanqui. Y estalló el teatro. Y enfurecieron los servicios... "¿Qué hace esta mujer cantando una canción sobre la libertad?", se escuchó en los pasillos. Pero pasó. Y pasó una noche inolvidable multiplicada por trece.
Todo está guardado en el audio Mercedes Sosa en Argentina, vinilo doble que quebró en ella aquello de cantar solo músicas de raíz, con esto de abordar otras estéticas. Otros mundos. El de Charly García, por caso, junto a quien la cantora se zambulló en la nostálgica y premonitoria “Cuando me empiece a quedar solo”. El de José Luis Castiñeira de Dios, su audaz director musical. El de León Gieco, en favor de la más inolvidable versión -por emotiva- que se haya hecho de “Solo le pido a Dios”. El de Rodolfo Mederos, que por entonces aún se mimaba con el tango progresivo, tal como sonó la versión en Mi de “Los mareados”. Y también el de esas músicas telúricas que Mercedes traía desde el origen de su canto. “Alfonsina y el mar”, con Ariel Ramírez presente; “Canción con todos”, de Tejada Gómez y César Isella, o la censuradísima “La carta”, de Violeta Parra, que sumó millas para motivar un prudente y transicional retorno de Mercedes a Europa, al menos hasta que la cosa aclarase. Aún faltaba Malvinas y la retirada final de los militares que les habían hecho el trabajo sucio a los magos civiles de las finanzas.
Odisea y exilio
La odisea de Mercedes había comenzado en 1975. La Triple A, envalentonada tras la muerte de Juan Perón, la había amenazado varias veces. Pero bancó la Negra los aprietes iniciales. Bancó y grabó el nodal En dirección del viento que, además de “Las estatuas”, junto a María Elena Walsh, y “Drume negrita”, con el legendario Linares Cardozo al lado, arriesgó con una sutil versión de “Cuando voy al trabajo”, de Víctor Jara. Resistió Mercedes también en 1977 -año en que anunció que sufría la enfermedad que la llevaría a su muerte 32 años después- en su disco sobre versiones de Atahualpa Yupanqui. Sonaban en él “Zambita de los pobres” y “Duerme negrito”, mediante la pertinaz e intrépida inclinación a no separar crítica y compromiso de su canto.
De ahí la génesis de su época más oscura, agravada por la muerte de Pocho Mazitelli, su compañero del alma, y la detención -previo cacheo policial ¡arriba del escenario!-que tuvo que soportar durante un concierto en el Viejo Almacén San José de La Plata, junto a más de trescientos espectadores. Esto sí fue demasiado para la paciencia de Mercedes. Tras pensar en suicidarse, bajo constantes amenazas de muerte, y otro concierto suspendido en un teatro de la costa, comenzó su exilio. Luego de publicar Serenata para la tierra de uno, el del sintomático tema epónimo -“Porque me duele si me quedo / pero me muero si me voy”-, Mercedes se fue a París con lo puesto, 42 años y su hijo Fabián, y se acomodó como pudo en la casa del guitarrista uruguayo Omar Espinoza.
Detrás dejaba una historia de hitos. De grandes discos que la habían convertido en la mejor cantora argentina de músicas de raíz. Ahí quedaban, incómodos, atrapados por la censura, trabajos estupendos como Canciones con fundamento, El grito de la tierra o Traigo un pueblo en mi voz. También se alejaba, geográficamente al menos, de las resonancias del Movimiento del Nuevo Cancionero que había fundado en Mendoza junto a su exmarido Oscar Matus y Armando Tejada Gómez. De la Montevideo que tempranito abrió sus oídos atentos y celestes para escucharla. Del Cosquín que a instancias de Jorge Cafrune tembló al escucharla cantar en noche de hechizo “Canción del derrumbe indio”, de Fernando Figueredo Iramain. De la tremenda versión de “Canción con todos”. De la trilogía que grabó con Ariel Ramírez y Félix Luna (Mujeres argentinas, Navidad con Mercedes Sosa y Cantata Sudamericana). Del homenaje a Violeta Parra y la aparición a dúo con Joan Báez para cantar juntas “Gracias a la vida”, en 1974, en el Luna Park.
Un compendio de lo dicho se traduce en lo que Mercedes era cuando se instaló finalmente en Madrid, el 2 de febrero de 1979: una enorme cantora de folklore. Pero Europa la deslumbró. La modificó. La corrió de su eje vernáculo. Ubicó su alma y su canto en tensión. Mucho operaron en la transición las músicas brasileñas que incorporó a su repertorio, vía Chico Buarque o Milton Nascimento, robustecidas por la maratónica gira que realizó con ambos por el Brasil, en 1981. Mucho más aún gravitó el choque frontal con otras culturas y estéticas. Con el rock de acá y de allá. Vio el film Yellow Submarine en un cine Madrid, y escuchó varias veces Peperina, flamante disco de Seru Giran, viajando en auto de París a Madrid. También con la concepción de A quién doy, disco grabado en París bajo el timón de Castiñeira de Dios. Allí, Mercedes se le atrevió a dos tangos: al que ejecutaría en los Opera del retorno junto a Mederos (“Los mareados”) y a “El día que me quieras”, además de contener “Cuando me acuerdo de mi país”, pieza del chileno Patricio Manns, que amainaba nostalgias, pesares y tristezas. Fueron esos -y más, claro- los factores que devolvieron a Mercedes en copa nueva.
Segundo y definitivo retorno
El vuelco estético en que la voz de Latinoamérica abrazó el nuevo cancionero hecho de folklore, tango y rock no solo quedó plasmado en los nombres y hombres que la acompañaron en los trece inolvidables Operas citados, sino también en la doble apuesta que llegó en diciembre 1982, en el Estadio de Ferro. Las primeras imágenes de Cómo un pájaro libre, temprano documental que Ricardo Wullicher hizo sobre ella, brillan por su elocuencia en este segundo y definitivo retorno de la cantora a su tierra.
De tal sí hay imágenes. Luce Ferro -se ve, se escucha- colmado como pocas veces. La algarabía popular es indescriptible. Pocas veces vista en un concierto de “folklore”. Remeras que se revolean al aire como en uno de rock; banderas que rezan “Fuerza, Negra”; pibes y pibas a cococho -mucho sub 20 cansado del terror azul-; canciones de cancha y Mercedes que sale cual contemporáneo “Beto” Márcico desde el túnel, provocando una ovación. Ella no lleva la diez verde, claro, sino poncho rojo y negro. La secundan unos gauchos de celeste y blanco, y la popular brama: “Que de la mano, de todo el pueblo, la dictadura se va a acabar”.
Mercedes mira desde el escenario. Se le nota, igual que en el primer Opera, cierta dificultad para respirar. Pero esboza una sonrisa. Escucha otra de la popular (“Negra no te vayas, negra vení, quedate en Argentina, que este es tu país”), cierra los ojos como en un rito ancestral, y canta “Guitarra enlunarada”, fina gema de Marcos y Paulo Valle. La canción es calma y baja la espuma. Pero sobre todo sirve para hacer un alto y reflexionar que hubo un bien que por mal vino.
Ferro ratifica lo que habían mostrado los Opera. Más allá de conservar el talante telúrico que durante esas noches también mostraría en piezas como “Cuando tenga la tierra” o “Canción con todos”, el cobijo de su amplio poncho contenía también la punta del iceberg de una convivencia de géneros musicales que, hasta entonces, las músicas de raíz habían resistido aceptar. Y entonces se vio subir otra vez a Charly con su Yamaha para compartir con ella otra vez “Cuando me empiece a quedar solo”, y sorprender a propios y extraños con otra de “Inconsciente colectivo” por vez primera. Y entonces volvió a aparecer León Gieco. Y entonces la música popular toda se pegó un abrazo flor porque, claro, también se los vio por ahí a Tarrago Ros, a Piero, a Ramírez.
Como un pájaro libre empezó a vivir entonces Mercedes… Y bien merecido que lo tenía.
*Nota publicada originalmente el 17/2/22