Unas semanas antes de salir de gira, Bobby Gillespie y el guitarrista Andrew Innes golpearon las puertas de Creation Records. Declinaron la invitación a sentarse y apoyaron las manos en el escritorio de Alan McGee. Estaban absolutamente decididos: era el verano de 1991. “Alan, tenemos una idea”, dijo Bobby. “Innes es un químico calificado, tiene una licenciatura de la universidad y la receta para hacer MDMA. ¿Nos adelantas algo de plata para comprar los ingredientes en grandes cantidades, alquilar una cabaña en el campo para hacer éxtasis y darle dosis gratis a cada uno de los chicos que vengan a nuestros conciertos?”. McGee, que no era precisamente un careta, abrió los ojos como el dos de oro. Esos tipos hablaban en serio. En una cruzada de orden religioso, Primal Scream había consagrado el matrimonio del rock & roll con el acid house y necesitaba sellar el sacramento con su propia hostia. Quién era capaz de detenerlos.
Publicado por la editorial White Rabbit en inglés y por Contra en castellano con el título de Un chaval de barrio, la aparición del libro de Gillespie no sorprendió a nadie. A esta altura del campeonato, todos y cada uno de los grandes íconos del rock & roll tienen su propio libro de memorias. Buenos y malos, divertidísimos, inexplicablemente virgos, llenos de mala leche, edificantes o aburridos hasta la extenuación. Casi siempre, respetables. Tenement kid, sin embargo, tiene otra clase de estatura. El libro de Bobby Gillespie parece reclamar su espacio mezclado en las estanterías con el Retrato del artista cachorro de Dylan Thomas, los primeros diarios de Piglia y, llegando al final, la evangelización psicodélica de Ken Kesey a bordo del Furthur. Sea como sea, es un poderoso relato de iniciación. No se toman rehenes.
Los dos epígrafes son gloriosos y estrictamente complementarios. Por un lado, un fragmento de una entrevista donde el actor Robert Young lanza una arenga de barricada: “Cuando salimos al escenario, man, es una guerra entre nosotros y el público”. Después, Gillespie incluye una cita de Jean Genet que parece la medida ética de la contracultura: “No quiero que el mundo cambie, quiero estar contra el mundo”. Así, aún antes de arrancar la lectura, el libro traza una línea ética sobre el suelo y revela su programática. Un plan de acción que se extiende como un reguero de pólvora desde un primer movimiento fantasmagórico hasta el cierre triunfal y con los fuegos artificiales de la psicodelia. El tono, sin embargo, no es declamatorio. Gillespie parece saber que un libro, sea como sea, tiene que ganar por puntos.
La tapa no miente. Ahí está Gillespie montado sobre una Triumph, con las zapatillas de lona y una sonrisa de oreja a oreja. Parece el Che antes del viaje por Latinoamérica. Parece Kerouac abrazado a Neal Cassady en el umbral del camino. Es una fotografía entrañable que, al mismo tiempo, irradia una gran determinación. A pesar de las dificultades (que no son pocas ni son sencillas), el tipo nunca condesciende a la autoconmiseración y cada episodio es contado como si fuera la saga mágica de aventuras en busca del Santo Grial. Cada personaje es vital. Gillespie, con un ojo entrenadísimo, los pinta en tres o cuatro trazos para siempre. “Gerry era un tipo apuesto y carismático que iba a la Universidad de Glasgow”, dice en cualquier parte. “Usaba ropa ajustada. Por lo general, sacos sixties en la onda de De Niro en Mean Streets, sweaters de Gabicci y zapatos Pil comprados en la tienda Robot de King’s Road”.
Quién lo hubiera dicho: Gillespie es realmente un gran escritor. No solo encontró la horma de su zapato y descubrió que ese calzado le quedaba perfecto a toda una generación, sino que aún en la selva fluorescente del MDMA logró recuperar el hilo de Ariadna y desandó el camino para contar una historia extraordinaria. Subestimados históricamente por drogones o hedonistas, los Primal Scream acuñaron el otro lado de la moneda de los noventa y siguieron de largo. Así, en el mismo día en que se editó Nevermind, los muchachos de Glasgow publicaron Screamadelica y se treparon al techo de la década. Al otro lado, no vieron el futuro. Encontraron el inasible presente. Algo que no se volvió a ver.
Crecí en lugares espectrales, dice Gillespie. La flamante traducción de la Editorial Contra decidió titularlo como Un chaval del barrio. Más allá del españolismo, no está exactamente mal. Tampoco está exactamente bien. En buena parte del Reino Unido, tenements son los complejos de edificios que comenzaron a construirse durante la segunda mitad del siglo XIX y devinieron en esa suerte de conventillos populares y suburbanos donde siempre se comparte la escalera y a veces hasta se comparten los baños. Mugrientos, degradados, demolidos. La fotografía incluida en el primer capítulo del libro retrata los patios desolados de Springburn en los tempranos sesenta: los cordeles tendidos de una casa a la siguiente, la piedra victoriana oscurecida por el humo, la ropa secándose en el viento de Glasgow. “Qué le pasó a toda esa gente”, se pregunta Gillespie. “Qué fue de ellos. A dónde se fueron. Esto es lo que me pasó a mí”.
Gillespie nació el 22 de junio de 1961 en el Hospital Maternal de Rottenrow. La traducción gaélica de Rottenrow es “camino de reyes”, pero para entonces esa parte de la ciudad ya era célebre por sus calles infestadas de ratas. “Es el Oliver Twist del rock”, adelanta Courtney Love en la contratapa. Y tiene algo de razón. Durante los primeros cuatro capítulos, Gillespie cuenta sus andanzas entre fábricas abandonadas y casas evacuadas por las políticas de slum clearence del gobierno de turno. Colado en las primeras filas del cine, cagándose a piñas después de la escuela o escapando de las pandillas barriales con el corazón en la boca. Sin embargo, Gillespie no era huérfano. Tenía una familia. Y vaya familia.
Su padre era un imprentero sindicalizado y militante socialista que había protagonizado la serie de huelgas que redujeron las horas semanales de trabajo de 45 a 40. Que introdujeron, en esencia, la semana de cinco días. Como souvenir de su paso por la milicia, llevaba Hong Kong tatuado en sus nudillos. Alguien peculiar. Un tiempo más tarde, trabajando en la editorial Collins, conoció a la mamá de Bobby: una tipografista que siempre tenía listas sus resmas de A4 con el sello de la Campaign Against Racial Discrimination. Juntos fundaron una familia de cuatro que dormía en un mismo cuarto y tenía dos fotografías pegadas en la pared de la cocina: un poster de los medallistas Tommie Smith y John Carlos con el brazo en alto de los Panteras Negras y el icónico retrato del Che tomado por Alberto Korda. “Totalmente heroico y canchero con su chaqueta de la armada cerrada hasta arriba, la barba y la boina negra de la estrella: mirando al futuro con su mirada crística”, recuerda Gillespie. “El Che era nuestro Jesús”.
Si bien había lugar para números pop como Doris Day, Diana Ross & The Supremes o incluso el simple de “Suspicious minds” de Elvis, la banda sonora oficial de la familia era el folk. Joan Baez, los primeros discos de Bob Dylan, las grabaciones presidiarias de Johnny Cash y varias antologías con canciones rebeldes de Irlanda. Incluso, como papá Gillespie regenteaba un boliche de folk, algunas cintas inéditas con el material de la noche anterior. Sin embargo, los primeros héroes de Bobby no tocaban la guitarra: jugaban al futbol.
Fanatizado con el Celtic hiperbólico y generoso de Jock Stein, vertió sus primeas lágrimas de ira en la célebre Batalla de Glasgow contra el Atlético Madrid del Toto Lorenzo. A pesar de que su familia era atea y socialista, Gillespie buscó revancha y se metió en la iglesia solo para jugar en su equipo de futbol. El fin, como es fama, justifica los medios. Un fin de semana fue reclutado para ir de campamento hasta Berwick-upon-Tweed y se lo pasó mirando a través de la ventanilla del colectivo: era la primera vez que dejaba Glasgow. Armaron las tiendas y, en medio de una gran excitación, los chicos más grandes salieron a la disco del pueblo. “Estuve bailando con una chica preciosa con el pelo teñido de color zanahoria y el mismo corte que David Bowie en el video de 'The Jean Genie'... tendrías que haber visto su cara: era el cielo”, le dijo el capitán del equipo, la mañana siguiente. “El chico se veía tan puro, tan honesto, tan inocente y tan apuesto. Siempre recuerdo su mirada de dicha mientras me contaba su aventura. Ese es el gran romance del rock & roll: bailar con una chica que te gusta y luce igual que una estrella de pop masculina. La androginia en acción”.
Sin lugar para los débiles. A mediados de los setenta, el horizonte de Glasgow era una película post-apocalítica de ciencia ficción. Gillespie podía elegir entre pasar sus horas escondido debajo de un auto mientras las hinchadas se demolían a piñas con los caballos de la policía, evadir los reglazos sádicos de los profesores o encerrarse en su cuarto a fingir que no escuchaba la pelea de sus padres. Por fortuna, la expectativa de vida en el barrio apenas si superaba los cincuenta y pico de años. Parado frente al espejo del baño con una navaja, maldijo a sus padres por haberlo traído al mundo y sintió el impulso tanático de cortar su cara impoluta de adolescente.
“Me consumía un dolor indescriptible, tanto espiritual como psíquico”, dice. “No podía hablar con nadie al respecto. Empecé a cuestionar el amor y las personas que decían que me amaban. No confiaba en los demás: tenía miedo de las relaciones, de comprometerme con la gente y decir ‘te amo’ (todavía tengo un gran problema con esta frase). De manera que esta realmente es la vida, pensaba. No existe tal cosa como el amor, las personas no se aman. Toda vida es confrontación, compromiso y violencia. Así que, para cuando apareció el punk, yo ya estaba listo”.
Llamado por esa frustración de orden metafísico, el alumno Gillespie pidió permiso para ir al baño y encontró un cartel pegado en la pared. Una fotocopia casi ilegible con la invitación a un debate: Punk, ¿qué significa? La foto de Johhny Rotten lo paralizó. Nunca antes, en el reality que se le había ofrecido como cultura británica, había visto un tipo con esa intensidad poética. Bobby se quedó colgado de la aleta. Aún antes de escuchar una sola nota, ya amaba apasionadamente a los Sex Pistols. “Estoy de acuerdo con Guy Debord: el mundo es imagen”.
Finalmente, una gloriosa noche de 1977, John Peel puso “God save the Queen” en su programa de la BBC y se quemaron todos los papeles. Al día siguiente, juntó la guita necesaria y caminó hasta la disquería como si fuera a cometer un delito contra la corona. La compra del simple, en ese sentido, es uno de los grandes momentos del libro. No solo porque concentra el zeitgeist en la piel de unos adolescentes perdidos en Glasgow, sino porque logra capturar toda esa electricidad intransferible que se acumula en orgones de cada epifanía. Las manos y el dinero. Las letras rotas del disco. La bolsa de papel marrón. La paranoia y la excitación. El camino de regreso a casa. ¿Lo conseguiste? El volumen a diez. Una vez. Diez veces. Cien veces. “Mamá y papá no estaban en casa y nosotros estábamos en éxtasis”, dice Gillespie. “Realmente creo que, en ese preciso momento, mi hermano y yo experimentamos nuestra fuga psíquica de la cárcel”.
La vida seguía siendo la misma, pero el punk puso todo patas para arriba. Gillespie dejó la escuela y, a través de su padre, consiguió trabajo en una imprenta. Se proletarizó, se unió al sindicato y, en el receso de cada almuerzo, empezó a leer con desesperación las páginas de Sounds o el New Musical Express. Ramones, Buzzcocks, el Patti Smith Group, the Clash, Siouxie, The Fall. Una noche asistió a un concierto de The Clash y, aunque sus amigos le preguntaron qué tal había estado, no había relato posible. “Cuando pienso en esa noche, todo lo que puedo ver en mi mente es una luz blanca”, dice. “Estaba más allá de la música, más allá de las palabras y más allá de las reglas aceptadas de la actuación y el entretenimiento. Era energía, pura energía, y me absorbió en su vórtice”. Una tarde, de regreso de la imprenta, puso la radio y agarró una entrevista empezada. "¿Qué tipo de música escuchas, John?", le preguntaron al líder de los Sex Pistols. “Cantitos de cancha y canciones rebeldes irlandesas”, respondió. Ok, pensó Gillespie: ese soy yo. Esta es mi nueva familia.
El big bang no tiene botón de pausa. En un abrir y cerrar de ojos, a bordo de los trenes o en la cola del dole, Gillespie reclutó a sus camaradas por el outfit o los discos bajo el brazo. Un muchacho llamado Alan McGee –a la postre, fundador de Creation Records- lo llevó a la casa de un estudiante de química que podía tocar todo el cancionero punk de atrás para adelante. Se llamaba Andrew Innes. “Yo no podia tocar ningún instrumento, así que empecé a cantar”, explica, como si hiciera falta. Como diseñador, roadie o músico ocasional, Gillespie se subió a la cresta subterránea de la new wave e hizo sus primeros pinitos con Altered Images y The Wake. Una mañana, en su casilla de correo, se encontró una carta con un casete. Ahí, sobre el demo con las primeras canciones de Jesus and Mary Chain, había un número de teléfono garabateado en lápiz. “[El bajista] Douglas Hart dice que en esa primera llamada su madre me preguntó: '¿Eres famoso?' y yo le respondí: 'Todavía no, pero voy a serlo'. Honestamente, no lo recuerdo. Pero ey… podría ser cierto”.
Amontonados en el asiento trasero de un taxi, los Primal Scream estaban perdidos en la noche profunda de la campiña británica. En algún lugar del East Sussex había una fiesta secreta, pero nadie tenía la dirección exacta. Cada tanto escuchaban un ritmo lejano y le pedían al chofer que detuviera su coche en el medio de la nada. La secuencia se repitió un par de veces y, llegado un punto, advirtieron que la música venía de la radio de su propio taxi. Finalmente, en el preciso momento en que estaban por desistir, divisaron un tumulto en medio de un monte. Estaba por amanecer.
“Nos abrimos paso por el bosque y nos recibió la visión de estas enormes tiendas blancas que parecían Iglesias”, dice Gillespie. “La nueva iglesia: la Iglesia del Acid House. Éramos como peregrinos en una cruzada psicodélica hacia un santuario sagrado, una invocación primigenia, una compulsión religiosa que no podía ser cuestionada. Era un deseo más allá del sexo: una convocatoria pagana. A medida que nos acercábamos, podíamos escuchar los ritmos que nos llamaban. Ya estábamos bajo el hechizo, listos para el baile, listos para el trance. Ahí estaba Andrew Weatherall pasando música y así fue que nos conocimos: en un campo, a las seis de la mañana, absolutamente colocados con éxtasis”.
Después de un disco de jangle pop deliberadamente robado a los Byrds, los Primal Scream habían decidido mudarse a Brighton. En el camino habían perdido a uno de sus miembros fundadores y radicalizaron su dieta a base de anfetaminas y discos de MC5. Así, mientras se dejaba crecer el pelo y leía Mierda de carburador de Lester Bangs, Gillespie se permitió una especie de doble vida. Por un lado, era el líder de una banda de killer rock que huía de su propio pasado con riffs monstruosos y letras de mierda. Por el otro, era el soltero recién llegado a la playa que descubría la escena del acid house en las playas y las estaciones de trenes. “Recuerdo que la música era extraña, no se parecía a nada que hubiera escuchado antes. Apenas llegué al primer depósito pensé ‘esto es interesante’, porque a diferencia de la escena del indie estos chicos parecían más bien hooligans”.
Como en el Mundo Bizarro de Superman, los dos universos aún se repelían. Una noche, su hermano y el tecladista de los Scream decidieron armar una fiesta en el departamento que compartían. Tomaron speed, pusieron un disco de Johhny Thunders y se pusieron a charlar con las universitarias que llegaban cada año a la ciudad. De pronto McGee, que estaba en éxtasis, sacó el disco y puso algo de house. El enroque se repitió un par de veces y terminaron agarrándose literalmente a las piñas. La tensión sedujo a Gillespie. El salto evolutivo, parecía decir la época, sería la criatura que lograra controlar el cortocircuito. Un buen día, leyendo un fanzine, encontró que el by-pass firmaba con pseudónimo. Camuflado como Audrey Whiterspoon, Weatherall elegía “todas las baladas del segundo disco de los Primal Scream” como su música favorita del año. Para cuando Gillespie se enteró que el DJ atesoraba un autógrafo de Thin Lizzy, lo consideró lisa y llanamente un hermano. De qué otra manera podía ser.
Para un hermano, solo lo que importa. Urgidos por un lado B para su single, Gillespie le entregó a Weatherall la única canción de la que se sentía realmente orgulloso: “I’m Losing More Than I’ll Ever Have”. Era buenísima, pero nadie le había dado ni cinco de bola. ¿O acaso quién quería escuchar, en el fulgurante nacimiento del grunge y la movida Madchester, una balada de espíritu blusero escrita en el estilo de Hank Williams, tocada con el abandono de Exile on Main St y coronada con un arreglo de vientos? Weatherall probó dos veces y falló. Estaba siendo demasiado respetuoso. Innes dio un paso al frente y, mirándolo directo a los ojos, pronunció su amenaza para la posteridad: “dejate de dar vueltas… solamente tenés que destruirlo”. La tercera fue la vencida.
Inspirados por la ética del hip hop y el cut-up de Burroughs, Primal Scream y Weatherall barajaron sus propias cartas y dieron de nuevo. No era un juego: era como una sesión de tarot. Tomaron el monólogo de Peter Fonda en The Wild Angels, un pirata italiano de Edie Brickell, el beat invocante de “Symphaty for the devil” y quitaron todos los versos del camino. A diferencia del Dr. Frankenstein, no perdieron el alma en el que camino sino que la encontraron. ¡Voilá!
“Loaded” abrió la veta de oro. Así, mientras se colgaban hasta cualquier hora tomando éxtasis o mirando un VHS con los goles del Diego, los Primal Scream comenzaron a drenar el repertorio que sacaban a paladas de ese mismo pozo. De pronto, todas las líneas de fuga confluían en el ojo de la cerradura. Todos los rayos caían en el mismo sitio. Las películas de forajidos. La música como invocación. Los cantitos de cancha y las canciones rebeldes irlandesas. La androginia en acción. El Celtic hiperbólico y generoso de Jock Stein. El brazo en alto de los Panteras Negras, el disco como delito y, en el centro de la corona, el rock & roll como la conspiración que se puede bailar. Más no se puede.
Andrew Innes organizó el orden de las canciones como si fuera un trip, con sus correspondientes picos y caídas. Alucinado con la obra de Paul Cannell, Gillespie lo llamó por teléfono y solo le ofreció el título de una canción como gatillo: “Higher than the sun”. Para terminar de ponerse en el mood correcto, Cannell se metió un poco de heroína que maridó con un puñado de hongos y se puso a pintar. Ahí estaba su sol. Ahí, en algún punto de esa explosión de colores, estaba la tapa. Así como había dado un paso al costado en “Loaded”, Gillespie decidió no solo quitar el nombre de la banda de la portada sino incluso el título. Guiado por discos de su altar privado como Metal Box de PiL y el Tago Mago de CAN, colocó el sol basquiatiano ligeramente corrido del centro y clavó la bandera en el piso de los noventa: Screamadelica. “Si nunca más volvemos a grabar un disco, no me importa”, dijo Gillespie. “Este es nuestro testamento. Esta es la mejor banda. En este momento, este es el mejor puto disco del planeta”.
Como diría Juan Forn: ¿nadie va a decir amén?