Nunca se nos ocurrió pensar que era raro celebrar el año nuevo, raro que hubiera voces y música, raro llegar a esa hora a un sexto piso, justo debajo de la azotea, y que unos veinteañeros estuvieran desgañitándose con “De nada sirve” (escaparse de uno mismo), la canción de Moris. Estaban Marisa, la dueña de casa, su mejor amiga y tres chicos que no conocíamos con el pelo hasta los hombros, botellas vacías y mucho olor a marihuana. Marisa recibió con los brazos abiertos a Fernando, nos convidó una copa para el brindis ritual ya bien pasada la medianoche y una calada para que nos integráramos, mientras ella se metía con su presa a su cuarto, la única puerta a la vista, el resto era la cocina y el baño.

A eso había venido Fernando, por eso me había insistido, seguro que está la amiga, Adriana, ahora me tocaba no quedarme solo y derrotado porque en pocos minutos empezaron a salir del cuarto sonidos y risas preliminares que eran como burlas apremiantes. Adriana me estaba mirando y sonriendo así que me acerqué, hacía mucho le había echado el ojo, nos habíamos visto tres veces, pero en una ciudad tomada por los militares uno se veía de casualidad o en algún evento filtrado o en una fiesta de Barrio Norte disfrazada, protegida por la zona. Vi que los otros tres chicos me miraban con una aturdida desconfianza, demasiada marihuana como para actuar, demasiada para reaccionar a la paranoia de mis intenciones. Yo, en cambio, me tenía confianza, venía de sortear las celadas de la calle en el coche de Fernando, llevábamos una botella de espumante abierta que íbamos consumiendo de a poco, él manejaba despacio y nos reíamos de todo, ni rastros de la cana, así que ese primer salto lo había dado y ahora era yo o ellos, y yo estaba más cerca y no me inmovilizaba el porro, de modo que di el paso adelante mientras que Moris sonaba, ahora en el tocadiscos, cantando, insistiendo, pregonando que “de nada sirve, escaparse de uno mismo, con mil mujeres pueden salir y fumar hasta morir...”

Adriana estaba sentada en el suelo, una rodilla adelantada, otra atrás , un vestido largo y suelto, esos pechos que siempre me habían fascinado, el pelo negro y la sonrisa ancha, ella también me había echado el ojo. A la habitación no podíamos ir porque las risas preliminares se habían transformado en gemidos y gritos que le disputaban el tráfico aéreo a la canción de Moris, así que al cuarto o quinto beso, ya con una calentura que volaba le dije que fuéramos a mi departamento, estaba a cuatro cuadras, de mi vieja ni una palabra porque, aunque fuera año nuevo, ya la mera idea de salir a esa hora era problemática. Adriana me señaló sus pies desnudos: las sandalias habían quedado adentro de la habitación. Para ese momento, en aras del acercamiento, había dado un par de caladas que me habían puesto sorprendentemente audaz, así que fue cosa de dejar que el cuerpo actuara solo y que termináramos besándonos sobre el suelo, yo ligeramente encaramado sobre ella, pero más allá de eso no podíamos porque estaba los otros, por más onda paz y amor que largaran con sus pelos y remeras y pulseras, no íbamos a dar el espectáculo. No me quedó más que insistir y sortear sus objeciones, ¿así, descalza? ¿no es peligroso?, ¿y si aparece la cana?, pero estaba riéndose, era fácil protegidos por las cuatro paredes del departamento y por ese olor de su piel, ese resto de pachuli; habían sido meses de desearla, de desear tantas mujeres y ahora había llegado el momento, todo o nada, así que todo porque ¿qué podía pasar en año nuevo?, además eran calles solitarias, de barrio, las había caminado mil veces, la avenida más cerca estaba a tres cuadras, ¿quién se iba a dar cuenta?, también los milicos y la cana celebraban año nuevo, noche de paz, noche de amor, noche de tregua militar. Adriana se rió y se puso de pie, sin darse cuenta de que tanto franeleo, tanta calentura, había dejado una mancha en mi pantalón blanco: había acabado. Las cosas sucedían muy rápido en aquel entonces, el tiempo era velocidad pura, la muerte esperaba en cualquier esquina, pero por suerte la penumbra ocultaba la mancha, aunque no me protegiera de su humedad y mucho menos de su presencia.

 

Nos fuimos en silencio, dejando atrás el humo de marihuana y a los tres lobitos que me miraban con bronca pero sin voluntad de nada, hundidos contra la pared y la madrugada. Desde ya que no nos iban a avisar, si queríamos salir a la selva para celebrar el año nuevo con un polvo, allá nosotros. Y la verdad que quizás no sabían lo que iba a pasar; de hecho en las primeras dos cuadras no sucedió nada. Había una calma de año nuevo a las 6 o 7 de la mañana, la gente exhausta de los festejos, actividad nula y nosotros dos, un melenudo con pantalón blanco y camisa a cuadros, con un andar un poco extraño, como rengo, para que no se notara la mancha, para que se secara lo antes posible, y una despampanante descalza caminando solitarios por una lateral perdida. Pero eran otras épocas, era fácil reencontrarse con el cementerio en cualquier momento. Envidié a Fernando que estaría dormido con Marisa, a los tres melenudos que roncarían con la boca abierta contra la pared, a todos los que estaban a salvo. El patrullero avanzaba muy lentamente, como paseando, vigilando, escrutando, siempre en nuestra dirección. Los canas no solían distraerse mucho en aquellas épocas, siempre les gustaba mostrar su imperiosa autoridad armada, así que dos transeúntes que avanzaban por la vereda a esa hora les iba a llamar la atención, aunque esta vez no estuvieran enseñando las Itakas a todo el mundo, la noche de paz algo debía de haberles afectado. En todo caso no me confiaba. Apenas los vi, apenas supe que era la yuta, temblé. No sé cómo tiemblan las hojas, pero yo estaba tiritando en pleno diciembre. Ella, en cambio, estaba tranquila, con esa calma budista o hippie, la sonrisa confiada o segura de que el orden de los planetas no iba a alterarse por un minúsculo coche. Me tomó la mano, me tapó los pelos que me caían por los hombros con su cara un poco más adelantada, con su boca ancha y soñadora. Quizás para no mostrarle mi terror y tapar el temblequeo, me puse a tararear a Moris: “de nada sirve, escaparse de uno mismo”. Ella la siguió como si fuéramos un dúo ensayando para nuestro primer concierto, “con mil mujeres pueden salir y fumar hasta morir”, los dos mirando al frente, pero era fácil notar de reojo que los canas estaban mirándonos, por suerte ella estaba más cerca del cordón de la vereda, era nuestra carta de presentación, los canas no le podían ver los pies descalzos, ni le podían sacar sus ojos de los pechos, la cara, la ropa, la asombrosa, relajada felicidad. No se atrevieron a mucho, apenas a decirle “no querés un paseíto, nena” antes de reírse como chicos traviesos, casi dándose codazos uno al otro. “De nada sirve”, seguí cantando, porque el patrullero seguía deslizándose como sobre el agua, no frenaba ni nosotros acelerábamos, todos hacíamos como que no pasaba gran cosa hasta que lo sentimos tomar velocidad en la esquina. Nos apretamos la mano, ella dio un suspiro de alivio que le hizo flotar un poco el flequillo, yo miré esa sonrisa confiada que parecía desmentir la voluptuosidad de su cuerpo, la sensualidad de los labios, y le canté, “de mucho sirve... rajarle a la yuta”. Ella lanzó una carcajada muda alzada al cielo, una carcajada contra la yuta, contra la dictadura, contra ese miedo que había en las calles y que ella volvía a desafiar mostrándome sus pies descalzos antes de decirme: “feliz año nuevo, amor mío”.