“En Aysén hay más ríos y lagunas que pobladores. Es un destino que no está sobreexplotado, un lugar en donde generalmente vas a estar solo", dice Sebastián Barceló, que conoce cada rincón de la región y es nuestro guía en esta incursión otoñal por el tramo sur de la Carretera Austral, desde Cochrane hasta Villa O'Higgins.
Es verdad, es difícil cruzarse con gente en esta ruta, la columna vertebral de la Patagonia trasandina. A veces, también, resulta incluso excepcional toparse con animales. Que los hay, los hay: pero sucede que los más emblemáticos, como el huemul, especie protegida del lugar, son huidizos. Y el cóndor, ave insignia de estas latitudes, es siempre un enigma, habrá que otear al cielo de tanto en tanto.
Durante largos trayectos por infinitos caminos de ripio, a la vera de paisajes bestiales, uno puede cruzarse con algún arriero solitario y parejas de motoqueros o ciclistas errantes; la Carretera Austral es un imán para los andariegos. Los pueblos son páramos, pequeñas aldeas con casitas de chapa acanalada o madera, pintadas de colores pastel y pobladas por unas pocas centenas de habitantes que no salen de sus refugios a pesar de las cálidas tardes otoñales con que somos bendecidos en esta travesía austral.
CHONOS Y TEHUELCHES Aysén está ubicada en la XI región chilena, que limita con las provincias argentinas de Chubut, Río Negro y Santa Cruz. Tiene unos 100.000 habitantes repartidos en sus más de 100.000 kilómetros cuadrados, superficie que la convierte en la tercera región más grande del país, sobre alrededor del 15 por ciento del territorio de Chile. La capital, y su ciudad más poblada, es Coyaique.
Una ráfaga de colonos pobló la región entre 1905 y 1940; Aysén era una zona prácticamente desierta. Tehuelches y chonos, las dos etnias nativas, se habían extinguido. Los tehuelches, que habitaban en el continente, fueron explotados por las grandes compañías de europeos que trabajaban con el ganado. “Los trataban como animales e invasores, siendo que ellos invadían su terreno -afirma Sebastián, mientras surcamos el primer tramo del viaje desde el aeropuerto de Balmaceda en dirección a Cochrane. Los chonos, como buenos nómadas y canoeros, navegaban, deambulaban por fiordos y canales. Las ordenes jesuitas, con la excusa de evangelizarlos, se los llevaban hacia Puerto Montt y Chiloé, con el objetivo, según los mismos representantes eclesiásticos, de que tuvieran una mejor vida”. “Pero ese choque cultural acabó con un pueblo que tenía cuatro mil años de antigüedad en menos de quince años”, apunta el guía.
La región aysenina es una de las zonas más bellas de esta delgada franja de tierra comprimida entre el océano y la cordillera que es Chile. Es un área de geografía irregular, atravesada por los cerros de los Andes y salpicada de islas e islotes, glaciares y fiordos sobre el Pacífico. Una ruta escénica que es, en todo sentido, excusa y esencia del viaje. Un viaje que permite disfrutar cada kilómetro recorrido a través de este vergel de paisajes deslumbrantes, un sinfín de escenarios que se suceden a medida que avanzamos por los caminos de ripio, que de tanto en tanto obligan a detenerse para estirar los pies, para tomar fotos. Un paisaje que la singularidad del otoño embellece aún más, en esta época en que sus bosques de notofagus repletos de coihues, lengas y ñires se oxidan y tiñen de rojos y anaranjados furiosos los faldeos de las montañas.
Aysén es ideal para el turismo aventura –rafting, kayak, montañismo, trekking– y para avistar y caminar sobre glaciares, además de la práctica de pesca con mosca, razón por las que miles de fanáticos de esta modalidad desembarcan en este rincón patagónico. Y la Carretera Austral es una ruta indómita que nos permite recorrer la región de punta a punta, sin tregua para el aburrimiento.
LOS CALLUQUEOS Por las noches Cochrane –a 330 kilómetros de Coyaique, seis horas de andar en ripio– es un pueblo fantasma. El tibio sol de la tarde y el cielo diáfano que nos cobijó durante el extenuante y precioso trayecto cedió paso, hace rato, a una noche gélida y plagada de estrellas. El restaurante Ada's ya cerró, pero igual abre sus puertas gentilmente a este grupo de viajeros famélicos, al que agasajan con cerveza artesanal de la buena, ensalada mixta y fresquísima en la que no falta la palta en buenas dosis, y un delicioso y suave salmón a la plancha, que de tan grande la pieza resulta imposible de terminar.
La mañana siguiente nos encuentra camino al glaciar Calluqueo, ubicado a unos 50 kilómetros del pueblo. Son cerca de las 11.00, hay un sol generoso y un cielo diáfano, condiciones que ayudan a resaltar las tonalidades que ofrenda el otoño. Poco después de pasar por la Laguna Esmeralda –donde nos apuntan que se puede bucear– nos detenemos frente al Calluqueo, una lengua de hielo que serpentea ladera abajo del cerro San Lorenzo, la montaña que con 3700 metros de altura se erige como una de las más altas, icónicas y codiciadas por los escaladores de la región. El cerro que desveló al cura Alberto de Agostini, misionero, aventurero y fotógrafo excepcional que anduvo por estos pagos en la primera mitad del siglo pasado.
Nos separa del glaciar la laguna Calluqueo, que se alimenta de las aguas del río Calluqueo. Todos estos calluqueos le deben su nombre a don Calluqueo, quien habitara estas tierras hace unos cuarenta años. Los Calluqueo son una de las tantas familias mapuches que venían de la vecina isla de Chiloé. Al principio el lugar fue bautizado como el Valle de Calluqueo, pero después todo el sector quedaría como Glaciar Calluqueo, según nos relata el guía. Alguien pregunta entonces cuál fue el hito, qué fue lo que hizo don Calluqueo para que su nombre quedara inmortalizado, identificando estos pagos. “Vivía acá, nomás”, respondió el guía. “La importancia de ser colono”, agregó Sebastián.
La idea es caminar sobre este glaciar que pertenece al Campo de Hielo Norte. Pero Jimmy nos tiene malas noticias: a pesar del clima espléndido que tenemos hoy, las lluvias previas desmoronaron el sendero, y en consecuencia no podremos hacer el trekking glacial. De todas maneras –aclara Jimmy ante nuestra desazón– haremos una caminata de aproximación.
Bajamos entonces por un senderito hasta la laguna, donde embarcamos para navegar de frente y rumbo a la lengua glacial. No hay viento y el sol, vertical, está que arde. Es un día espléndido para estas latitudes, a esta altura del año. Diez minutos después, estamos al otro lado, y una caminata corta desde la costa nos separa del sendero que nos llevará frente al glaciar. Desde aquí encaramos un minitrekking –sencillo, con leves dificultades– hasta llegar a un lado de esta inmensa y gélida lengua de hielo. Mientras contemplamos, el guía describe la caminata que no podremos hacer por obra y gracia de las inclemencias del tiempo. Se trata de un recorrido de dos horas y media con almuerzo incluido glaciar adentro. Aquellos que se animen, o que tengan cierta experiencia, podrán también hacer escalada en hielo.
Poco después, saciada la sed glacial, desandamos camino, pero antes de encarar la vuelta completa, navegar la laguna y almorzar al otro lado, nos desviamos hacia una inmensa cueva de hielo encastrada entre las rocas. Es hora del descanso, y de un buen trago de agua pura, fresquísima, un chorro exquisito del deshielo.
EL LAGO DE LOS GLACIARES Son las ocho de la mañana y una bruma espesa flota en los senderos de la Carretera Austral. Una bruma que invita a adivinar si lo que vemos ahora, allá abajo y al lado del camino, es un bosque o es un lago. Nos detenemos brevemente; no hay mucho tiempo que perder, debemos llegar a tomar la barcaza en Puerto Yungay antes de las once de la mañana. Sebastián nos quitará la duda: allí abajo, oculto entre la niebla, hay un bosque de notofagus, pero más adelante, y también oculto, está el lago Juncal.
Llegamos a Puerto Yungay con tiempo, media hora antes de la partida, y suspiramos aliviados, tenemos lugar en la barca. Resulta que hay dos embarcaciones por día –en verano hay más servicios– y el lugar se consigue solo por orden de llegada. La próxima saldrá recién a las seis de la tarde. Pero estamos bien, nuestro vehículo está en el séptimo lugar y caben unos quince. Poco después la barcaza, única forma de atravesar el fiordo Mitchell con destino al río Bravo para desde allí continuar rumbo a Villa O'Higgins por la ruta 8, estará repleta: no cabrá ni un scooter. Y en 45 minutos de un viaje apacible nos encontramos al otro lado.
En este sector la carretera, en curva descendente, discurre pegada a la montaña y serpentea a la vera de lagos solitarios y turbales dispersos al otro lado. El paisaje varía lentamente; ahora la vegetación responde a un suelo más húmedo, estamos más bajos y más cerca del océano; hay atisbos de selva valdiviana o de montaña que se alternan con bosques de coihues, lengas y tupidos grupos de ñires, que tapizan las laderas de un intenso rubí.
Villa O'Higgins, fundada en 1966, es el último rincón de la Carretera Austral, un páramo de 500 habitantes, el paso obligado en la ruta mochilera de montañistas y aventureros que van rumbo al Chaltén, en Santa Cruz, del lado argentino.
Luego del extenso viaje, cerca de las cuatro de la tarde, desensillamos en el Hotel Robinson Crusoe, un lodge boutique con habitaciones vidriadas dispuestas en dos naves enfrentadas.
Allí nos recibe Daniel Jimenez, encargado del hotel, guía de turismo, capitán del barco que nos llevará al día siguiente al Glaciar O'Higgins, y piloto de la empresa TAS (Transporte Aéreo del Sur), que ofrece como singular atractivo un sobrevuelo al glaciar, que podemos admirar en un video que Daniel nos muestra entusiasmado. “Villa O’Higgins tiene todo lo que tú puedes buscar. Los campos de hielo, ríos puros, lagos, muy buena pesca, senderos, trekking, miradores maravillosos. Es un Torres del Paine chico –exagera–. Todavía no se desarrolla, pero tiene un tremendo potencial turístico. Todas las actividades de outdoor se pueden desarrollar aquí”, asegura Daniel, que es oriundo de Coyaique y lleva seis años en este paraje.
En verano el pueblo colma su capacidad pero hay muy buena variedad de ofertas aventureras. Aunque el atractivo de la localidad es, sobre todo, el impresionante glaciar O’Higgins. Y hacia allá vamos, en otra gélida y brumosa mañana.
La excursión parte desde el puerto Bahamóndez, a pocos kilómetros del pueblo, el final del camino, literalmente. Partimos muy temprano, tanto que aún está clareando y la niebla recién comienza a ceder. Y la nave va, dócil, por este espejo de agua inmenso, conocido también como el lago de los Glaciares, ya que ostenta la mayor cantidad de glaciares en suelo chileno. Ubicado a la altura del pueblo argentino de Los Antiguos, donde toma el nombre de lago San Martín, divide aguas: a la izquierda la Argentina, a la derecha Chile. Es, también, el único lago bizonal en Aysén y uno de los más hondos del mundo: tiene novecientos metros de profundidad. Además está en un sitio estratégico: el Campo de Hielo Sur y el Campo de Hielo norte representan la tercera reserva mundial de agua dulce del planeta, después de Groenlandia y la Antártida.
Un par de horas después de zarpar, llegamos a la primera parada, el paraje Candelario Mansilla, paso fronterizo hacia el Chaltén. Acá descienden buena parte de los mochileros, muchos con sus bicicletas a cuestas. Deberán caminar o pedalear un buen trecho. En Mansilla hay un camping para hacer noche que está a diez minutos del muelle, y nada más. Luego serán 22 kilómetros hasta el Lago del Desierto –un sitio limítrofe que fuera disputado con Chile y hoy pertenece a la Argentina– y finalmente 33 kilómetros más, en ómnibus, hasta El Chaltén.
Para quienes seguimos, la historia es otra. Si bien no escalaremos el Fitz Roy, el cerro icónico de El Chaltén, podremos ver sus famosas agujas desde la embarcación, merced a un nuevo y despejadísimo día. Pasado el mediodía, el barco se detendrá finalmente frente a la mole de hielo, el tremendo e imponente glaciar O'Higgins.
Jiménez, el capitán, enumera algunos tecnicismos por el altavoz, y enseña los dos glaciares linderos: a un lado el Chico, cuya lengua se hunde en el agua pero alguna vez estuvo pegadito al O’Higgins, y al otro lado el Gaea.
Dos marineros se alejan en un zodiac en busca de hielo para el tradicional brindis glacial on the rocks. Los pasajeros contemplamos, atónitos, la bestia blanca, inerte y agrietada, que se yergue ahora frente a nosotros, que flota en estas aguas desde hace miles de años, que se derrite, muy lentamente, con el paso del tiempo. “Estamos esperando un desprendimiento que tenemos contratado, debería estar en unos minutos, a las 14:22”, bromea el capitán. No corre una gota de viento, el cielo está despejadísimo y sol se refleja intensamente en las torres de hielo que dibuja el glaciar. “Son muy afortunados, disfruten, no hubo un día así desde el 6 de noviembre”, dice el capitán a los pasajeros, antes de llamarse a silencio, dejar la proa de frente al glaciar e invitar al brindis colectivo.
Los faroles de whisky tintinean, pero hay una excitación contenida, medida. El glaciar impone silencio, respeto admiración. Al fin y al cabo estamos frente a un gigantesco pedacito que forma parte de los 13.000 kilómetros cuadrados del Campo de Hielo Sur. Un recurso que podría saciar buena parte de la sed de nuestro planeta.