El cuento por su autor
"Podrías haber llegado" es el cuento que da título y tono a mi primer libro de relatos, publicado por Alción en 2021. Hacía meses que venía trabajando sobre una escena y un universo sonoro. La escena: una sobremesa de asado en la noche villamercedina, una cruel noche invernal, en donde las sobras de carne y el vino en demasía iban fermentando una conversación. El universo sonoro: las voces de mis juntadas de adolescente, cargadas de una ironía excesiva que pasaba de un chiste efectivo a una gastada a menudo violenta; todo en nombre de la amistad. Mis anotaciones no cobraron forma hasta uno de mis regresos a Villa mercedes. Esa vez me crucé con un ex compañero y cacé al vuelo cómo cuestionaba a Robert, mi futuro protagonista, por abandonar una oportunidad de éxito, retornar al pago chico y forjar una vida provinciana. En ese cruce breve él deslizó la expresión "Podría haber llegado". Me pareció una definición formidable del fracaso. Ese fue el germen de mi historia.
PODRÍAS HABER LLEGADO
Todos rieron. Coria también pero se mordió por debajo del labio inferior y sacudió la cabeza Se limpió la boca con su propia remera y dejó al descubierto sus abdominales marcados. Ese ademán lo repetía una y otra vez en la cancha en los partidos con los veteranos de Pringles: él era el más joven de los viejos y dominaba. Se sentía bien conduciendo el grupo.
Robert llenó su vaso y le sirvió a Pablo que lo tenía al lado. Éste lo tomó y su gesto no podía pasar inadvertido; en parte por su metro noventa y en parte por su constante indiferencia. Cuando no contaban una historia donde Pablo era el protagonista hablaban de una anécdota compartida por todos menos por él, como ahora. Pero el Enano captó el gesto al vuelo y no perdió oportunidad para reclamárselo a Robert.
—Eh Gordo servinos a todos. No seas porquería. Siempre cortándote solo.
Robert cedió bajo la mirada controladora del Enano.
—Mirame nomás —le dijo—; a ver si empezás a hacer bien las cosas. O capaz que la Ceci no te deja.
Sobre el tablón sin mantel había corchos desparramados, servilletas sucias hechas un bollo y pequeños trozos de grasa blanca endurecida. En el centro, una tabla de madera repleta de huesos pelados. Por todo el ambiente permanecía el olor a cerdo asado que se mezclaba con el rocío de agosto en Mercedes. Era el olor de la helada provocada por la lluvia en los rebordes de las sierras.
Coria había imitado la presunta conversación entre Robert y su representante, quien le ofrecía un buen contrato y le aseguraba jugar en la primera. Pero Robert rechazaba la oferta para venirse a Mercedes a trabajar con su padre en la ferretería. La frase que resolvía la conversación era «quedate con los millones, para qué los quiero si la tengo a la Ceci». A Coria su voz le salía parecida a Robert pero le agregaba una dilación y la repetición de una y la misma frase: eso acentuaba la falta de capacidad intelectual para decidir algo muy simple.
Cada tanto recordaban la época de la pensión en Rosario. Era el fin de la adolescencia para todos. La residencia que los alojaba se ubicaba en una casona que antes había sido una escuela de pupilos, en la periferia de la ciudad, donde ya no se veían edificios cercanos. Tenía las paredes descascaradas y una humedad en los ambientes comunes. Solo las piezas eran totalmente blancas y ciegas. Compartían espacio hasta nueve chicos en una misma habitación, en cuchetas de tres pisos y con un placar grande. El Enano, Coria y Robert habían pasado por las inferiores de Rosario Central. En realidad jugaron en un equipo paralelo, Defensores de Santa Fe, de menor nivel, desde el cual tenían que hacer mérito para pasar al club principal y después, en el mejor de los casos, salir de las inferiores.
Coria había sido el primero en volverse desengañado de la promesa constante del DT de ser uno de los tres seleccionados para la reserva el semestre próximo. Cuando se dio cuenta de que el tipo —un porteño de pelo largo y entrecano que vivía mascando chicle— también le endulzaba el oído al resto de los residentes, optó por el regreso. El Enano se había quebrado el codo nomás ir en una escapada al boliche. Él tenía dos años más que Coria y Robert y para cuando ocurrió la fractura pisaba los dieciocho. Todos, incluido él mismo, sabían que un error así lo dejaba sin chances, lo cual había llevado a pensar a más de uno que quizá el incidente fue autoprovocado; el Enano era un ser dependiente de sus padres y después de cualquiera que lo tolerara. Pero al Gordo Robert no le había costado pasar a la reserva con un par de meses de prueba. Permanecía en la pensión pero, a diferencia de la mayoría, lo trasladaban al predio de Rosario Central en una combi pintada con los colores del club. Si bien los entrenadores, para evitar los celos del resto, aclaraban que su puesto de centro delantero con proyección era poco habitual y que sólo lo mantenían a prueba, no había peor indicio de su superioridad que el hecho de que lo hicieran ver como uno más. Sobre todo porque lo contrario era una constante en los seleccionadores: al momento de buscarlos en sus lugares de origen, a todos los comparaban con grandes jugadores y los colocaban en un imaginario en donde la consagración en primera era cuestión de tiempo; la gloria nunca venía con esos cantos de sirena. Coria lo había visto a Robert demorarse hablando con hombres de traje en el ingreso de la pensión y la vieja a cargo le daba un trato predilecto: le ofrecía un segundo plato, le hablaba en voz baja todo el tiempo y le ofrecía usar el teléfono fijo para comunicarse con su familia. Sin embargo Robert había desistido mucho antes que Coria. A los meses de la vuelta se había puesto de novio con Cecilia Aguilera, una peluquera estudiante de obstetricia, y apenas cumplidos los dieciocho se habían casado.
El Enano no aceptó que nadie le siguiera la corriente.
—Ya te empezás a parecer al Coria —dijo—. Este miserable que se hacía a la vieja de la pensión pensando en que lo iban a pasar a la reserva.
—El olor ahí en las piezas, te la debo —saltó Coria—. ¿Te acordás, Gordo?
Coria no paraba de reír con su dentadura grande y pareja. Alrededor de sus ojos se le formaban dos pliegues que se afinaban hasta perderse. Se sentó. Quedó apoyado contra el respaldo de la silla. Robert acompañó con una sonrisa débil.
Por un momento todos se pusieron a ver el celular. Pablo se levantó a juntar las brasas con el atizador. Sobre la parrilla quedaba el hueso de una costilla apenas recubierto de carne. Lo tomó con la mano y se puso a rumiarlo.
—Pablito convidá.
—Callate un poco Enano —dijo entre dientes—. Mirá que yo no soy tu vieja.
Coria le festejó la respuesta con una risa afectada.
—Vos ni estabas así que callate. Mientras nosotros jugábamos en un club vos estabas acá chupando vodka de cinco mangos y dándole a todo lo que se te cruzara.
Pablo le hizo señas de que viera su bragueta.
—¿Ahora somos nosotros Enano? —reprochó Robert.
—Sí hacete el macho —dijo—.Y vos qué te metés pollerudo —gritó apuntando a Robert—. ¿Qué sos la novia ahora?
Colgado por el fuego restante y harto de la perorata del Enano, a Pablo se le vino a la mente Carlitos. Si bien no formaba parte del grupo también había estado con ellos en las inferiores. En el primer año de la carrera Carlitos le había escrito, desde Rosario, para preguntarle sobre la Tecnicatura en Sistemas que él había comenzado a cursar. Pablo le había respondido que estaban en mayo y que las inscripciones en la facultad se abrían a fin o a principio de año. Sin embargo, él no había vuelto a contestarle. Un par de años después se lo cruzó por el centro de Mercedes vestido de ambo gris y corbata. Había perdido masa muscular pero todavía conservaba la presencia. Se habían abrazado y Carlitos le contó que trabajaba en una funeraria.
—Cierro y sueldo los cajones. Tenés que venir a verme un día.
Pablo se volvió a la mesa y quiso contarlo. Le pareció gracioso y que nunca se los había dicho.
—Coria, Gordo. ¿Se acuerdan del Carlitos?
—Carlitos el que le gustaba escaparse de la pensión para ir con un trava —comentó Coria— ¿O no Enano?
—Me acordaba de cuando lo encontré la última vez. Trabajaba en una funeraria y me pidió que fuera a verlo cerrar los cajones. Me dijo que se ponía la máscara de soldar para darle los puntos al cajón. Ahí delante de todos los familiares.
—Y hubieras ido a aplaudirlo —dijo el Enano—, a vos que te gusta quedar bien con todos.
—Este Enano se va a comer un bollo en cualquier momento —dijo Coria.
Los grillos se juntaban en las enredaderas que cubrían el patio. Pablo recordó cómo los había extrañado cuando se fueron a Rosario; a los tres. Con Robert habían ideado un proyecto de criadero de chanchos; de Coria extrañó propiamente las juntadas, podía mearse de risa con una sola anécdota contada por él. Incluso había sentido la falta del Enano. Porque era denso solo cuando tomaba. Después era el que más agitaba para reunir al grupo.
—Pobre Carlitos —dijo Robert—. Yo hace poco me lo crucé también en el centro. Dice que el viejo no lo saludó más.
—Por —preguntó Pablo.
—Por volverse.
—Qué viejo de mierda.
—Le dijo que tendría que haberse quedado y de última no volver.
—Y claro, Robert —el Enano se acercó a las brasas a encender un pucho.
—Claro qué.
—Y, si fuiste no te podés volver —sentenció—. Aprendé de los que saben.
—Vos también te volviste. Además eras un perro, Enano.
—Pero vos no. Y te viniste acá porque la otra no te dejó, decilo.
Pablo le golpeó el brazo al Enano que se tomó y comenzó a quejarse. Pajero, decía una y otra vez.
—Es cierto que eras bueno, Gordo.
Pablo lo dijo con un tono reflexivo y gozoso por el golpe dado.
—Hay que reconocer –repitió— que eras bueno, posta.
—Pero yo no quería quedarme. Extrañaba bocha y además me cansé de comer fideos un año seguido. Aquél otro —señaló a Coria— estaba chocho porque la vieja se los hacía probar.
El Enano regresó a su lado de la mesa.
—Bueno muchachos pero no llegó ninguno —dictaminó haciendo otro fondo blanco —. Ni este pollerudo ni aquél otro que se acostó con la vieja a ver si lograba algo.
—Enano vas a cobrar de nuevo— dijo Coria.
—Hubiera sido lindo, la verdad —. El Enano se levantó la remera y se rascó la panza. Eructó.
—Eso sí —asintió Coria.
—Pero vos, Gordo —insistió Pablo—, podrías haber llegado. Era cosa de intentarlo un año ponele. Después veías. ¿O no?
—Es que la Ceci me lo tenía cagando —Coria se paró de nuevo y lo abrazó por detrás a Robert para evitar su reacción—. Le dijo venite o me voy con otro. Bonita, yo si estaba acá la hubiera cuidado hasta que el Gordo volviera.
—Callate Coria —dijo Pablo—. Todos sabemos que te gustan las viejas. Además vos sos el peor: te quedaste más que todos. Ni siquiera pasaste el acto de fin de año ni la colación con nosotros.
—Hubiera sido lindo, Gordo —Coria le hablaba a sus espaldas.
—Puede ser —respondió mirando la hora en su celular.
Robert tomó las llaves del Fiat Uno y preguntó cuánto había que poner para los gastos del asado. Saludó a cada uno, incluido al Enano, con un abrazo y un golpe débil de puño en el hombro. Dejó el dinero en la punta de la mesa y esa fue la última vez que se reunió con todos.