El cuento por su autor
El origen es una conversación con Sebastián Chilano, en su rol de médico, para saber si la prohibición de tomar alcohol después de la vacuna anti Covid tenía fundamento científico. El chat quedó como un gran chiste que dura hasta hoy. Algo de todo eso fue dando lugar a situaciones y personajes mientras yo escribía (y escribo) un proyecto más extenso con una primera persona del plural. Me gusta esa voz que es muchas, no sabemos cuántas, y funciona como mensajería chismosa: ¿dicen que dijo? ¿Cuentan la posta? ¿Dónde está la verdad? Otras cosas fueron cruzándose hasta que apareció este mundo, bien conocido por mí, pero también muy distante porque la ficción hizo su trabajo. Este cuento es para Chilano, primer lector que, también, me regaló el título.
EL INCIDENTE CALIBRI
Alejandrina recibió por mail una tercera versión del texto tipeado otra vez en Calibri 11. Se levantó de su silla, miró por la ventana. Volvió a sentarse, se paró otra vez. Llamó al autor para decirle que parte de la debilidad de su escritura, de esa anemia que como enfermedad corrosiva la estaba devorando, venía justamente de ahí, de la mierda esa de letrita que no sostenía ni una mayúscula.
Parece que el autor le dijo que ya lo habían hablado, que en ella estaba la opción de cambiar la tipo. Ella le dijo que no se trataba de las opciones del teclado, que la tipo (podemos imaginar la carga de su voz remedando la costumbre de apocopar de él) le había permeado la prosa, que no había que ser muy despierta para darse cuenta. Y antes de terminar, como contraparte de la palabra despierta, él le dijo:
No, tenés razón, no hay que ser muy despierta, basta con ser ridícula.
Ella cortó.
***
El autor hecho una furia mandó al día siguiente un mail escrito en Calibri 9 para los directivos, con copia a ella. Mientras los de arriba no salían de su azoro, ella estrelló la laptop contra el piso de su oficina. Desincrustaron las piezas de la alfombra con el tratamiento que se le da a un herido.
Fueron suaves las voces cuando, más que apercibirla, le preguntaron cómo estaba, qué le estaba pasando y ella balbuceó un enorme cansancio. Y después de una pausa en la que todos esperaron algo más preciso, Alejandrina dijo que se sentía como una jardinera que había descubierto más tarde que temprano no algo rotundo –como una alergia al polen–, sino tenue pero progresivo: una irritación en las yemas que permanecía más de lo debido, o rasguños de ramas que habían empezado a infectársele con frecuencia.
En el relato coral de la escena y en la reproducción de los diálogos, la frase fue repetida como un final triste y hermoso.
***
Sacó su caja de la oficina asistida por el cadete. Sonriente, guiñó un ojo a troche y moche, como para quitarle presión a la despedida. Un simulacro, porque sucedió después de la hora de salida y nos quedó la impresión de que lo hizo para las cámaras, para un registro de seguridad.
El cadete dijo que le tocó una caja que pesaba mucho (¡libros!, dijimos, ¡qué pretende el cadete!), pero todo lo que se veía en la superficie eran saquitos de lana y unos chales para contrarrestar los aires acondicionados.
Con los días, se nos hizo cada vez más difícil entrar y ver su oficina vacía, las cortinas corridas, la luz sobre la madera lustrosa como si nada hubiera sido usado ni vivido. Parecía que le habían borrado las huellas. La recordábamos veterana de todas las guerras: Alejandrina moviéndose entre papeles apilados y leyendo de pie como si practicara una entonación, mientras la luz con sus ocres y sus ámbares iba tiñendo los muebles, la alfombra y los silloncitos de recibir, y ella iba tiñéndose también dentro de lo que parecía un caramelo de miel o el recuerdo de una tarde en el cine. ¿Estábamos creando una leyenda?
***
Entonces fuimos a verla. Nos abrió la puerta, nos indicó que siguiéramos hacia el fondo hasta un jardín desmesurado para la ciudad. Repicaba en nosotros la metáfora final y, cuando ella fue a buscar una bandeja con té y algo para comer, dijimos que la tarde sería como un avispero agitado; no podíamos parar con ese humor idiota. Volvió con la bandeja y una jarra con vino blanco y unas rodajas de limón adentro, se sirvió un vaso y después otro, y otro. El último, que apoyó como los otros en el brazo de su sillón, terminó hecho añicos sobre la laja. Por lo ampuloso de los gestos, parecía que espantara buitres.
***
Limpió sola los restos del vidrio. La vimos ir y venir con pala y escobillón. Trajo después una copa de tallo largo, líquido claro; no podemos asegurar que fuera lo mismo. La dejó en el mismo ángulo del sillón y no tomó ni una gota. La copa parecía una guardiana o una advertencia.
Alejandrina, dijimos, estamos de tu lado, contanos qué pasó. Esperábamos la respuesta sentados en semicírculo.
Su voz no acompañaba los gestos enérgicos. Iba lenta, un sonido de disco de pasta, profundo, embetunado. Dijo que hacía rato se había dado cuenta de que el fulano estaba comiéndose la prosa, su propia prosa, y con ese roer se había llevado la potencia que ella había visto ahí; estaba perdiendo su singularidad.
Me había mandado el texto de un desconocido, había salido de su propia órbita, se volvió un punto en el espacio, pero, ojo, dijo Alejandrina, que en algunos perderse funciona como agente de cambio para bien (extraña la expresión, comentamos a la salida). Aunque este, ahora que lo pienso, aclaró, más que perdido estaba abroquelado: pura certeza, un bloque inaccesible de verdades. Vieron cómo es, dijo, cuando el autor se autoconsagra, se enrula. Veníamos trabajando juntos después de hora, siguió contando, para ver si superábamos el mal momento de su escritura y lo sorprendí, todo un gesto de mi parte, no me digan que no, cuando saqué del mueblecito un bourbon y dos vasos. Él comentó que eso, y señaló los vasos, pasaba en la ficción. Pero al cabo de unas horas, él se puso un poco deslenguado, la voz le salía de ese lugar inhóspito donde creía haberse convertido en alguien, y me dijo algo de la bebida y de mí, no me acuerdo. Y trajo del pasado la escena de una lectura en un bar donde se me cayó una copa al piso. Una copa llena, aclaro, pero yo ya sabía que a él no se le dan bien esos detalles. Qué decirles: todo se volvió incómodo como un mal chiste.
Esa misma noche, me mandó un mail con un adjunto: Test.doc, que abrí más por inercia del clic que por interés.
En el documento había cuatro preguntas, en este orden:
1. ¿Ha sentido alguna vez que debe beber menos?
2. ¿Le ha molestado que la gente lo critique por su forma de beber?
3. ¿Alguna vez se ha sentido mal o culpable por su forma de beber?
4. ¿Alguna vez ha necesitado beber por la mañana para calmar los nervios o eliminar molestias por haber bebido la noche anterior?
Alejandrina dijo que no respondió. Que se quedó un largo rato en ese mismo jardín adonde estábamos, pensando en cosas inconexas pero que cada uno de esos pensamientos traía al autor, su cara redonda y sonriente flotando adentro de un globo, y que el jardín se había llenado de tantos globos que se metió en la casa a las apuradas y apagó las luces.
Se quedó callada y respiró hondo. Se reacomodó y dijo que a la mañana siguiente abrió el correo y marcó su respuesta en rojo al lado de cada pregunta. Frente a nosotros, apretó el dedo índice sobre el brazo del sillón para decirnos con el gesto que se las había enviado. Y se quedó mirando su mano en esa acción quieta.
Retomó: Cuando yo estaba descansando un sábado después de una semana difícil, me llegó otro mail: “¿Sabés quién fue Cage, el creador del test? ¿Te diste cuenta de que hasta ahora solían ser los autores los que tenían problemas con el alcohol?”. Y en la posdata: “¿Seguimos manejando el mismo humor?”.
Larga pausa. Se escucharon unos pájaros, así al pasar. Repetimos la taza de té, encimamos las manos sobre una bandeja. Le dijimos que todo estaba muy rico y ella sonrió, ausente, perdida la mirada en el paredón frondoso detrás de nosotros. Señaló una Santa Rita gigante y otras matas verdes y dijo que tendría que ocuparse de esos desbordes, ella o un jardinero eficiente. Después agregó: Ahora que paso más tiempo en casa, estoy llena de ideas.
Respetábamos sus desvíos y silencios porque solo queríamos más.
Me di cuenta, dijo y subió nuestra atención al máximo nivel, de que no iba a parar; que en realidad ni él ni yo íbamos a parar con el intercambio. Así que le mandé otro mail con una sola línea: “No, no sé”.
***
A esa altura seguíamos un argumento desconcertante cuyo final era un hecho consumado, pero que ahora nos mostraba lo poco o nada que sabíamos de lo que había pasado, y dudamos de que los directivos conozcan toda la historia. En eso que Alejandrina desplegaba ante nosotros como toda la verdad, quizá anidara la posibilidad de recuperarla, de que este descanso no fuera un adiós definitivo, nunca aclarado del todo, pero, por lo que se decía, ya resuelto en el área de recursos humanos.
¿Pero vas a volver o no? preguntamos. Ella no contestó. Las sombras llegaban al jardín y no quiso encender ninguna luz. Sin transición nos dijo que dejáramos todo como estaba, que ella se ocuparía y nos acompañó a la salida.
***
Pasó un mes del escandalete tipográfico. Le preguntamos si podíamos verla otra vez, y Alejandrina aceptó.
Un par de novedades nos mantenía agitados: una, nos pareció verla de lejos cuando entraba a un edificio de estilo francés en el Once; otra, escuchamos que el autor estaba esperando una respuesta institucional porque Alejandrina no había respondido a su pedido de disculpas. Pero de este último coletazo, nadie sabía nada; los nombres de ambos parecían haberse acallado en las bocas, en los oídos y hasta en cualquier material escrito que pasara delante de nuestros ojos. En ningún lugar se podía leer la palabra Alejandrina y tampoco el nombre de él.
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Llegamos más temprano en la segunda visita. Antes de sentarnos, preguntamos:
¿Estabas bajando de un taxi frente a un edificio en el Once el miércoles pasado a eso de las cinco? ¿Eras vos?
Y ella, con tono de reproche amable: Pero me hubieran pegado un grito.
Y nada más.
¿Por qué dejábamos en sus manos el control? ¿Por qué veíamos cómo sabía saltar los cercos y huir por los fondos con la misma elegancia con que dejaba una reunión o nos echaba de su casa y nadie resistía ese dominio? Alejandrina sabía permanecer en una conversación sin dar explicaciones de ninguna clase ni parecer cortante. Decía sus líneas oportunas, manejaba los tiempos. O por lo menos así había sido desde siempre, hasta el episodio con Calibri.
***
Volvieron las tazas, las bandejas. Ella se trajo otra vez su copa de tallo alto; ofreció un vermú y nadie quiso, y la copa quedó sin tocar y presente. La fumadora que juega con el cigarrillo y no lo enciende.
Dijo que él le había mandado un mail larguísimo donde le contaba de un tal Richard A. T. Cage, médico, investigador, cuya carrera científica había florecido en los años cincuenta, con fotos adjuntas de internet de un afroamericano. Criado, aseguraba el fulano, por descendientes de esclavos que se bebieron toda la libertad una vez conseguida, y seguían haciéndolo. Estas últimas palabras, Alejandrina se las adjudicó por completo al autor. Dijo: Todo el mail era farragoso y sentimental, como un despertador de conciencias dormidas. ¡Miren qué sufrimiento! ¡Qué resiliencia!
En ese momento se levantó y echó el contenido de la copa al césped. Llevó la copa vacía a la cocina. Volvió con un vaso de plástico verde, de esos que les dan a los chicos en las fiestas, con una bebida imposible de identificar, y dijo en un tono muy bajo, como si la expresión tuviera que ser inaudible de tan grosera: Si será pavote.
Una pausa brevísima y siguió: Por supuesto que era pura fantasía, un juego en el que quería que yo entrara. Con un poco de aquí y otro poco de allá, se había inventado algo. Para eso sí parecía disponible, pero para escuchar algunas verdades sobre cómo se estaba desbarrancando su novela, se hacía el compadrito ilustrado.
Después tomó el vaso como para beber, pero de nuevo no lo hizo.
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Supimos días más tarde que en ese edificio francés bien conservado donde la habíamos visto, está el consultorio del Dr. Cho. La noticia era una infección que nos latía de boca en boca. Dr. Cho: médico filipino, de los buenos, no de los que meten las manos para revolver vísceras y arrancar tumores como naranjas. Pero alguien detuvo la marcha de la conversación: Cho no es un apellido filipino. La bandera que está enmarcada en la sala de espera sí lo es, dijimos.
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El Dr. Cho hacía naturismo para tratar adicciones y trastornos de ansiedad y comida. ¿Quién no tiene algo así? Mal no nos podía hacer. La secretaria era oriental y nos pusimos a hablar en inglés entre nosotros y a ella le produjo un pestañeo continuo como si los párpados tuvieran el poder de subir el volumen. Estábamos convencidos de que en algún momento dejaría el escritorio para ir al baño o hacer una diligencia para el doctor e íbamos a abalanzarnos a mirar la computadora, buscar un fichero, cualquier cosa. Nada de esto pasó.
Finalmente lo conocimos: el doctor era mucho más joven de lo que habíamos imaginado, voz suave y castellano bien hablado, sonrisa más cerca del tic que de la simpatía. Sacó cuestionarios impresos del primer cajón, se acomodó los anteojos y dijo que era el momento de las preguntas. De quién, dijimos mirando esos papeles, y el doctor Cho dijo que los nombres no significarían nada, a menos que fuéramos del rubro. La palabra nos quedó picando. El primer cuestionario era el de Aaron T. Beck. Las respuestas tenían que caer en alguno de estos casilleros que graduaban los síntomas: En absoluto; Levemente; Moderadamente; Severamente.
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¿Dónde se ajustaba mejor el verosímil? ¿Cómo deberíamos alternar entre el nunca y el siempre para que el trastorno aconteciera realmente en la cabeza del doctor y pudiera vernos como un caso más? ¿Cuál era la respuesta? ¿Nunca, un poquito, con frecuencia, siempre?
Usamos un continuo intercambio de miradas para que la escena se armara con cierto grado de verdad. En esos intercambios se podía leer tanto el rol de quien da un aliento –como si dijera vamos, no mientas, esto es por tu bien–, como el de quien necesita ayuda y se abre de a poco a esa zona propicia para ser curado.
El nombre del último cuestionario era M. Hamilton. Y parecía que si el Dr. Cho lo había dejado para el final era porque conocía bien el paño. Los ítems iban de mal en peor: humor deprimido, sensación de culpabilidad, idea de suicidio, insomnio en tres variantes: precoz, medio y tardío.
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Repasamos la experiencia del consultorio mientras almorzábamos. Nos sentíamos revisando la línea de tiempo de los implicados en un crimen. Se generó una discusión sobre dos ítems que nos interpelaban: “problemas en el trabajo y actividades” e “inhibición”.
En ambos, podíamos poner tilde de check en todas las opciones: lentitud de pensamiento y de palabra; empeoramiento de la concentración; actividad motora disminuida; agitación; ansiedad psíquica, somática; síntomas gastrointestinales, genitales; hipocondría; pérdida de peso e insight. (¿Entendido como conciencia de la enfermedad o caída a lo interior profundo? La pregunta quedó dando vueltas).
Nada nos distrajo hasta que entraron al bar el autor de la tipografía despreciada y uno de los directivos. Cabeceamos a manera de saludo y pedimos la cuenta.
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La siguiente vez que la visitamos, en el fondo del jardín un hombre trabajaba sobre el muro ahora pelado, impúdico, sin nada de verde ni flores. Pasó a nuestro lado y le dijo a Alejandrina que dejara donde estaba el rollo de alambre tejido, que él volvería con el camión de césped nuevo.
Lo nuestro fue un ensamble de gestos casi imperceptibles, cejas en alto y miradas al piso. Cuando Alejandrina regresó después de acompañarlo hasta la puerta, dijo: Me compré unos pavos reales, vamos a ver cómo me va con ellos.
Preguntamos si el jardín alcanzaba para criarlos.
Ella dijo: Me sobra.
Lo único que nos sacó del desconcierto fue seguir escuchando qué había pasado. Después del mail con el test, ella lo invitó a comer una noche y él aceptó, pero la comida fue apenas el último paso de un programa más completo. Un concierto del verdadero Cage, dijo ella, y en ese momento notamos que se había inclinado hacia el borde de su sillón, las rodillas un poco abiertas, las manos apoyadas sobre los muslos: Cage, insistió, the real Cage, mirá si me va a correr ese flacucho porque tuve la gentileza de invitarle un trago.
Siguió contando que habían entrado juntos a un sótano penumbroso, que ocuparon sillas de un semicírculo en torno a un piano iluminado, que el pianista abrió la tapa, puso el timer, cerró la tapa y, así, sin tocar, tres veces para iniciar cada movimiento. Él, contó, rozaba el piso con las suelas como si no hubiera encontrado dónde hacer pie.
Después de eso, cenamos, dijo Alejandrina. Tomamos una botella de vino. Lo único que nos dijimos fueron dos o tres cosas sobre el silencio y la música y lo difícil que se le hace al público entender ciertas obras, pero todo con frases bien cortas, concluyentes, más para pasar el tiempo que para tener una conversación.
Yo estaba en mi propio cielo, dijo y se dio palmaditas en las piernas.
Lo dejé con el taxi en la puerta de su departamento, y cuando llegué a casa encontré un mensaje de él con el teléfono del Dr. Cho. Podría haberlo leído como una amabilidad, como un gesto de cuidado al estilo: si te pasa algo, este médico es de mi entera confianza. Pero no. Se puso enfático con lo que él había diagnosticado como tu problema.
La mención del Dr. Cho hizo que nos acomodáramos de nuevo en las sillas.
***
No volvimos. Nos sentíamos cansados, inestables. Pensamos que la causa era esa época del año en que cada cosa mínima duplica su peso al ser sostenida.
Nos reencontramos con Alejandrina de casualidad. Usaba un bastón, pero no había nada en su postura que indicara necesidad. Igual le preguntamos por qué lo llevaba, y dijo que se lo había comprado por la empuñadura. Tomó la caña con una mano y develó la cabeza de un animal. Dijimos: pavo. Dijimos: cuervo. Nos parecía tanto uno como otro. Fuera de quien fuera el pico, sí le brillaban los ojos. Y cómo. Piedras falsas, seguro. Cuando volvió a agarrarlo, cubrió por completo la cabeza del animal, pero el pico sobresalió entre el pulgar y el índice. La mano de Alejandrina, con los nudillos gordos, temblaba leve.