EL CUENTO POR SU AUTOR

Escribí este cuento después de una de esas pausas largas que a veces le siguen a la escritura de una novela. Son, creo yo, momentos de vacío o de duelo. No sabía muy bien por donde seguir y el cuento fue un reencuentro con la escritura después de unos meses de silencio; también, con un registro del que me había ido distanciando en los cuentos de mi libro anterior. Creo, por otra parte, que empezó a nacer junto con las consignas que daba en mi propio taller. Una chica había traído un cuento con una escena genial con una mujer que entraba a un bar llevando a un enano de una correa y durante un par de semanas más leímos algunos cuentos que se adentraban en el terreno de lo fantástico con toques surrealistas. Propuse (propusimos) lecturas, posibilidades, ejercicios para que cada uno escribiera su propio cuento. Y al final acabé escribiendo el mío yo también. Creo, de cualquier modo, que si el cuento prosperó fue menos por la idea disparadora  que por la angustia que intuía detrás del absurdo. La impotencia, la imposibilidad de acompañar el dolor ajeno, los esfuerzos inútiles. El abismo que, de golpe, se puede abrir entre dos que estaban tan cerca. 


EL LUGAR DE LAS HERIDAS

Un día mi mujer comenzó a achicarse. Se levantó una mañana, se arrastró fuera de la cama refregándose los ojos y desde el baño, con la voz todavía pastosa por el sueño, me preguntó si no la veía más baja. Salí de la cama, me paré detrás de ella y busqué sus ojos en el espejo. Siempre habíamos tenido prácticamente la misma estatura. Esa mañana no me llegaba al puente de la nariz.

—A lo mejor es algo que comiste —dije.

No le dimos mayor importancia. Tres meses más tarde, Vicky se había encogido hasta la altura de una nena de escuela primaria. Y no dejaba de achicarse.

Nadie fue capaz de darnos una respuesta. Vimos médicos de todo tipo, dejamos que le hicieran estudios de lo más invasivos, probamos terapias y tratamientos experimentales y hasta consultamos al Padre Ignacio, aunque ninguno de los dos tenía mucha fe en nada —apenas, si acaso, en nosotros mismos.

Igual, nunca perdimos la calma y supimos mantener la máxima reserva posible en torno al tema. No siempre era fácil. Había médicos que se empeñaban en querer llevarla a coloquios internacionales, exponerla en revistas científicas, programas de ciencia o de entretenimiento. Pero Vicky se negó de plano. No voy a dejar que me conviertan en la novia del hombre rata, dijo. Se lo dijo a un médico joven que la miró sin entender. Yo supe que se refería a Nelson De la Rosa, un actor dominicano que medía menos de 72 centímetros y que durante la década del noventa había gozado de cierta popularidad bizarra y se paseaba por los programas de variedades de la época. Pero no dije nada. El interés del médico joven me parecía genuino —antes habíamos visto a otro, de apellido irlandés y sonrisa de publicidad de dentífrico, al que se veía mucho más interesado en la rareza del caso que en encontrar las causas y una posible cura— pero entendí que Vicky había llegado al límite. Nadie iba a poder ayudarla. Fue la primera en entenderlo.

—Vamos —dijo—. No sigamos perdiendo el tiempo.

Al principio tratamos de mantener una especie de normalidad. Yo me hacía cargo de todo lo que tenía lugar más allá de las paredes de nuestra casa —hacer las compras, los trámites, conseguir lo que hiciera falta para que pudiera adaptarse a esa nueva y fastidiosa desproporción que le proponía el mundo—; ella se pasaba las tardes navegando en Internet, en busca de noticias de otros que, como ella, hubieran empezado a encogerse. O bien adaptando las prendas de su guardarropa, porque no siempre le satisfacía la ropa de nena que yo le había traído. En la cocina habíamos puesto una escalera plegable para que pudiera alcanzar la alacena, y un cajón de madera sobre el que se paraba para picar las verduras en la mesada o bajar la carne del freezer.

Ninguno de los dos tenía familia. Sus padres habían muerto hacía mucho y los míos vivían lejos. No teníamos demasiada relación con los vecinos y como Vicky trabajaba desde casa, tampoco la extrañaron en ningún lugar. Hubo algunos amigos que llamaron durante un tiempo. También llamaron del gimnasio —había pagado tres meses por adelantado y apenas llegó a usar uno y medio, ¿había habido algún problema? ¿El programa de entrenamiento satisfacía las expectativas?— y un día llegó un e-mail del coordinador del taller de poesía: en el grupo la extrañaban y extrañaban, también, sus poemas en verso libre, «elegíacos y líricos», sobre los «enigmas de la cotidianidad y la nostalgia», aunque Vicky decía que no había hecho más que escribir dos o tres poemas en base a las consignas propuestas por el profesor. A todos les decíamos —les decía yo: ella se resistía a hablar, colgaba el teléfono sin contestar o negaba con gestos firmes desde el sillón, el ceño fruncido y los pies colgando en el aire— que Vicky sufría una enfermedad rara y algo incómoda, que por el momento no podía ver a nadie pero en cuanto se sintiera mejor no demoraría en contactarse. Creo que en el fondo no nos creían. Creo que muchos lo tomaron como una afrenta, un desinterés o un desprecio que no les cayó nada bien y dejaron de llamar.

Era extraño verla. No tenía esos cuerpos inarmónicos de los enanos, que suelen tener la cabeza siempre más grande que el resto del cuerpo, ni tampoco parecía una nena a pesar de su tamaño infantil. Tenía el cuerpo con las mismas proporciones y los mismos rasgos pero encogido, como una especie de efecto visual. Como cuando uno superpone, en una fotografía, un plano cercano y uno distante para crear la ilusión de distorsión de tamaño —los dedos que atrapan la luna, las manos que empujan la torre de Pisa— pero al revés: lo que aparecía en el fondo del campo se ampliaba y Vicky se reducía.

Hubo una publicidad, hace un tiempo, en la que aparecía una mujer sentada al borde de una cama. Cuando la cámara se alejaba, el espectador notaba que el tamaño de la cama era inmenso, escandaloso: la mujer pendía al borde de la cama como ante un abismo. Así, dijo una tarde, se sentía ahora: pendiendo ante los abismos de la casa.

Cuando Vicky todavía no pendía, a veces intentábamos sostener nuestra vida sexual. Pero sus pies no tardaron en dejar de tocar el suelo y también esto se volvió impensable. El hueco que dejó en la cama se abrió como una galaxia entre los dos. Éramos civilizaciones distintas en planetas distantes. Y esa oscuridad interminable en que nadaban las estrellas.

***

Al cabo de poco más de un año medía treinta centímetros. Andaba por la casa cubierta con retazos de telas que había tenido guardadas para emparchar o cosas así, y que ahora usaba en torno a la cintura, sujetos con un alfiler de gancho. Un día fui y compré un montón de muñecas Barbie y las desnudé para darle la ropa a Vicky. Quitarle la ropa a las muñecas, ver sus tetas lisas, sus piernas flacas y sus pubis ausentes, me produjo una insólita incomodidad. ¿Cómo era el cuerpo desnudo de Vicky entonces? Había dejado de verla hacía meses y ese gesto, ese desnudamiento de muñecas, me resultó a la vez oscuramente erótico y perturbador. También había comprado una cama y una bañera y las puse en la caja que le había armado encima de la mesa del living. Era una casa en módulos hecha con cajas de archivo y cajas de zapatos. De lejos tenía un aire modernista, como esas casas de líneas rectas, divididas en volúmenes rectangulares, que suelen verse en los barrios privados o en los suburbios. Pero cuando uno se acercaba era una cosa bastante precaria y vacía.

Un día el gato se subió a la mesa y fue como si un huracán o un tornado hubiera arrasado con todo. Yo había salido a comprar algunas cosas y cuando volví me encontré con las cajas desparramadas por el suelo, a Vicky escondida debajo del sillón y al gato agazapado, tratando de alcanzarla con una de sus patas. Cuando alcé al gato, Vicky salió de debajo del sillón. Tenía el pelo revuelto y la ropa hecha un lío. Los ojos le brillaban con una furia sin nombre. Quiero a ese gato fuera de la casa ahora mismo, dijo. No puse ningún pero. Además, lo de tener un gato había sido idea de ella.

***

Después del episodio del gato la relación entre los dos se volvió todavía más tirante. Algo se había roto sin remedio. Como si ese momento en el que no pude protegerla hubiera marcado un punto sin retorno a partir del cual nuestros planetas habían saltado a órbitas divergentes que no volverían a tocarse. Ya no mirábamos tv juntos porque el ruido le parecía demasiado fuerte, o porque temía que me durmiera en el sillón y la aplastara sin darme cuenta. Había días en que apenas hablábamos. Ella no hacía más que navegar en Internet en busca de menguantes —sé que había encontrado algunas referencias sueltas, pero todo estaba envuelto en un halo de duda o misterio, como si nadie se atreviera a revelar demasiado— y yo me limitaba a cambiarle el agua dos veces al día, a dejarle comida, a cuidar que no tuviera demasiado frío o calor.

Me sentía culpable de ser normal, de tener la misma altura de siempre, de no depender de otros para los ritos cotidianos más básicos, y hacía cuanto estaba a mi alcance para adaptar el entorno de Vicky y transformar una parte de nuestra casa en un ambiente acorde a sus necesidades. Le armé una casa de muñecas preciosa que encargué a una juguetería de Berlín y la equipé con lo mejor que se podía conseguir en el mercado. Medía más de un metro y medio de alto y cuatro metros cuadrados de superficie. Tenía una cocina que era de adorno pero una mesa estupenda que le servía para sentarse a comer; un estudio con una biblioteca llena de pequeños libritos individuales de lomos azules y rojos y un sillón mullido; una sala de entretenimientos con un celular que podía usar para sus búsquedas en Internet o para ver series; un living bien equipado; una sala de té con una mesa redonda al lado de una ventana; un baño con bañera; un dormitorio amplio. Las puertas de los muebles abrían, las sábanas eran de verdad, las cortinas corrían. Era una belleza. Vicky la recorrió en silencio, sacó un libro de la biblioteca, me mostró que no se abría —era una cosa sólida, un bloquecito integral, como un ladrillo pintado— y me lo arrojó con furia.

—Sigue siendo una casa de adorno —dijo. Su voz sonó lejana, finita. Tenía que gritar para hablarme—. Yo no quiero ser un adorno.

Aunque no siempre era así. En ocasiones dejaba que la cargara hasta la mesa de la cocina y le armara su pequeña mesa en el lugar de la mesa que alguna vez le había correspondido, y comíamos juntos. Yo le separaba una cucharadita de puré y una pizca de una albóndiga, y las dejaba sobre su pequeño plato. Ella lo comía con las manos y decía que le gustaría tener cubiertos. Lo decía como un reproche. A veces decía que comer conmigo era aterrador. Los ruidos que hacía al masticar, el movimiento de mandíbulas, le resultaban intimidantes. Otros días, en cambio, algo secreto e inaccesible se ponía en marcha y esa noche nos encontrábamos el uno al otro como antes de que nuestros tamaños empezaran a distanciarnos. Hablábamos en voz baja del pasado, nos reíamos o nos poníamos tristes, tejíamos hipótesis absurdas, nos preguntábamos si habría más, nos preguntábamos por qué a ella.

Una de esas noches tomó un poco más de vino de lo normal. Te llevo a tu casa, le dije, como si fuéramos novios, o viejos amantes que se reencuentran. Se sentó en la palma de mi mano, su brazo rodeando mis dedos recogidos, mi pulgar sosteniéndole la espalda. Sentí el roce de sus tetas diminutas contra la tercera sección de mi dedo índice. Creo que ella también lo sintió. Cuando llegamos a la casa bajó de un salto.

—Te invitaría a pasar. Pero dudo que la casa resista.

Nos reímos. Nos quedamos ahí, inmóviles los dos. Pensé en el roce de la tela áspera contra mi piel, en la mínima tibieza que irradiaban sus piernas en mi palma. Ella parecía expectante y temerosa a la vez. Sin decir nada, acerqué los dedos y empecé a desvestirla. Vicky cerró los ojos y se dejó hacer. La blusa cayó al suelo y las pequeñas tetitas de Vicky saltaron, libres. Después cayó la pollera. La acaricié, recorriendo su cuerpo minúsculo con delicadeza. Abrió las piernas y se sentó en la yema de mi dedo. Era una superficie demasiado grande, pero se frotó contra él con una serie de movimientos pélvicos que primero fueron suaves y, después, cada vez más intensos. Luego la llevé hasta el sillón, me desabroché los pantalones y saqué mi pequeño descomunal pene. Ella se sentó frente a él y lo adoró como a un tótem y abrazó como a un amante. Lo besó y yo sentía sus pequeños y diminutos besos, y su piel y su pelo y sus manos. Después se montó a horcajadas, como a un caballo salvaje. Valkiria de mi sexo, mi pequeña Brunilda, cabalgó en un crescendo de trompetas y violines wagnerianos hasta las puertas del Valhalla y después, rendida, se quedó abrazada a ese moribundo animal latiente que se le apagaba entre los brazos y las piernas.

No lo supe entonces, pero era una despedida.

***

También la casa pequeña le empezó a quedar grande. Medía menos de diez centímetros y a veces me levantaba por la noche para ir a buscar algo a la heladera y de golpe me asaltaba una especie de angustia o terror porque me daba cuenta de que no había mirado el suelo que pisaba. La idea de aplastarla en un descuido no me dejaba dormir bien. Una tarde se lo dije. Le dije que no me parecía prudente que anduviera por el resto de la casa sin avisar, y me dijo que eso la hacía sentir como una prisionera en su propio hogar. O una mascota. Le expliqué que tenía miedo de lastimarla. No sé si lo entendió. Me miró de una forma rara, una mirada larga y opaca, como enturbiada, y dijo algo pero en una voz tan baja que no alcancé a oírla. O a lo mejor estaba llorando. Por un momento pensé en agacharme hasta ella y fijarme bien pero Vicky me dio la espalda y se fue. Se sentó frente al celular y empezó a escribir quién sabe qué, seguramente algo relacionado con su búsqueda de menguantes otra vez, con las dos manos eligiendo letras de la pantalla como quien aplasta mosquitos contra una pared.

***

Le hice una cama con una caja de fósforos Tres Patitos. Con la grande, la de 400 fósforos. Estaba pintada a mano, para tapar el rojo original y el logo de los patos y las letras. Ahora era una cosa de un celeste pálido uniforme, y le pinté unas flores delicadas y pequeñísimas con un pincel de punta muy fina. A Vicky siempre le gustaron los diseños con flores, no sé por qué: a mí me parece algo cursi. Se abría en forma lateral, como una tapa, gracias a un corte con una trincheta, y estaba rellena con gasas y algodones. A veces me llevaba la caja conmigo a la cama y, bajo la luz lánguida de la luna que entraba por la ventana, me acercaba a ella y trataba de estudiar sus rasgos diminutos, su cara tan pequeña y fugaz, como perlas de rocío en el primer sol de la mañana. No estés triste, no estés sola, le decía en voz muy baja, la noche allá afuera se hace interminable e inmensa y yo estoy con vos. Ella forzaba una sonrisa pero después se daba vuelta y se refugiaba entre los algodones de su cama como si algo la retuviera ahí, en ese breve espacio inalcanzable para mí. Y yo no podía seguirla. Era un territorio imposible. El lugar de las heridas, de la distancia, de todo lo que ya nunca volveríamos a ser. El lugar donde empezábamos a ser el uno sin el otro.

***

Un día volví del trabajo y ya no estaba. La casita del living, vacía y silenciosa, parecía, paradójicamente, un juguete abandonado por una nena que había crecido de golpe. Pensé en deshacerme de todo pero no pude. En los pequeños ambientes quedaba una huella de su paso por ese mundo en miniatura, tal como en la casa grande queda la huella de la mujer que supo ser antes de todo esto. Todavía hay prendas suyas en el ropero de la habitación, los libros que solía leer, fotografías en las que aparecemos juntos, papeles con su letra en el fondo de los cajones. La ausencia de Vicky es ausencia y espejo: una en la casa grande, y una réplica a escala en la casa de muñecas.

A veces creo que finalmente encontró a otros como ella. Que encontró el modo de salir a la calle y anda allá afuera, sorteando peligros y azares, en busca de su pequeño mundo feliz. Realmente me gustaría que fuera así. Otras veces, en cambio, creo que se encogió tanto que ya ni siquiera puedo verla. Que todavía está aquí, pero su forma es inalcanzable. Tal vez, incluso, observándome como a un dios o un monstruo lejano, asistiendo en silencio a mis tristes rutinas, mis pasos enormes y vacilantes, mi modo de habitar la casa en soledad, mientras sigue menguando sin pausa. Día tras día, hora tras hora. Hasta hacerse mancha, punto, nada.