El cuento por su autor
¿Quién regula el deseo? Seguramente no es la adversidad la que marca su pulso, o por lo menos no lo es para Abu Zamir, el personaje de esta historia.
Hace unos años me contaron un relato, una historia verídica, decían. Cierto, nada más verídico que el deseo. Y ahí me quedé, repasando por unos años ese deseo desubicado, desregulado, fuera de catálogo, y quizás por eso con gusto a genuino.
Construir este mundo lejano, hostil, intuido, me exigió cambiar algunas de las palabras de siempre por otras de sólo a veces, caminar por la frontera sin levantar la sospecha del lector. Nada es mentira. Este es un cuento basado en hechos reales. Un hombre, un deseo desregulado y su empeño en hacerlo realidad.
Abu Zamir sostiene su vida como un equilibrista en un circo, camina sobre el hilo tensado de un sueño que busca cumplir. Uno de esos imposibles que en la desolación alimentan la esperanza, y que el personaje estará dispuesto a cumplirlo corriendo todos los límites.
Cuento incluido en el libro ¿Nunca miraste a un león a los ojos?
DORMIDO COMO CINCO SOLDADOS DORMIDOS
—¿Abu Zamir? —sin duda no era la voz de Nayib—. Mañana a las cuatro a.m. va a tener su paquete en la entrada del túnel cuarenta y siete. Tiene veinte minutos para hacerlo desaparecer.
Después cortó.
Nayib había cumplido con su palabra.
Había pasado un mes desde el inicio de la negociación. Nayib era un hombre influyente, y aunque al principio se había resistido, Abu Zamir le había ganado por cansancio, o por terco.
—¿Nayib, finalmente vas a ayudarme o no?
—¿A conseguirlo?
—Ajá.
—Puede ser. Efectivo, nada de cheques.
—¿Cuánto?
—Mil.
—Los tengo.
—A conseguirlo te voy a ayudar —remarcó Nayib—, tengo algunos contactos en El Cairo. Oíme bien, para entrarlo no cuentes conmigo. Los túneles se usan para pasar armas, no leones.
—Nayib…
Nayib sabía que esto iba a pasar. Metió una mano en el bolsillo de su pantalón y con la otra mano le agarró el brazo a Abu Zamir. Controló que nadie lo viera, y le puso un papel doblado en la mano. Abu Zamir miró el papel de reojo, casi sin abrirlo. Había un nombre y un número.
Nayib se le acercó al oído y le dijo:
—Es el guardia del túnel cuarenta y siete. Cuando te llamen que está el paquete, seguís con él.
—¿Voy de tu parte?
—Ni se te ocurra nombrarme —dijo Nayib clavándole las pupilas negras en el centro de sus ojos—. Ni se te ocurra.
Abu Zamir entendió. Conocía a Nayib desde la infancia. Habían sido vecinos desde sus primeros días, hacía ya cincuenta y cinco años. Abu Zamir se había convertido en agricultor, Nayib en un hombre influyente.
El plan empezaba a caminar. La frontera israelí era impensable, la egipcia más aún. Los túneles eran la única opción. Rafiaj era el lugar. Una ciudad dividida, mitad Egipto, mitad Gaza, manejada por Hamas y llena de túneles secretos.
Ahora tenía que esperar que Nayib moviera sus fichas en El Cairo. Tenía que esperar un llamado.
La plata estaba segura. Él mismo la había guardado. Ahorros de años. Mil de los fuertes costaba su sueño. Y mil de los fuertes estaba dispuesto a pagar por él.
Horas más tarde, Abu Zamir enfrentaba la mirada aturdida de su sobrino.
—Si pensás que estoy loco, no me ayudes. Estoy a un paso de cumplir mi sueño —Abu Zamir hizo una pausa, se le hacía difícil contener la emoción, respiró profundo y lo dijo—, el primer zoológico de Gaza. —Tenía los ojos empapados, Jalil se estremeció. Ese hombre era la única familia que le quedaba.
—No pienso que estés loco, pienso que la jaula no entra en el túnel, tío. La mayoría son muy estrechos, se pasa en fila. Hay horarios de ida y horarios de vuelta. —Jalil sabía que su tío nunca había entrado en un túnel.
—Para eso llevaremos un carro. Por eso estoy acá.
—¿Querés que construya el carro?
—Solo si es tu voluntad.
—Tendrás el carro. —Jalil suspiró, no podía negarse a ayudarlo. Su tío le hacía acordar a su padre, con otros sueños, pero con la misma testarudez.
—Excelente. Sabía que podía contar con vos, sangre de mi sangre.
Zamir soltó el vaso de té y apretó fuerte la mano de su sobrino. El entusiasmo del tío asustó a Jalil. Algo se le escapaba.
—Pero tío… —se sobresaltó Jalil—. ¿Vamos a llevarlo atado?
—Dormido, Jalil. No te preocupes. Dormido.
***
Pasó un mes hasta que su teléfono sonara.
—¿Abu Zamir? Mañana a las cuatro a.m. va a tener su paquete en la entrada del túnel cuarenta y siete. Tiene veinte minutos para hacerlo desaparecer, o desaparecen usted y el paquete.
Abu Zamir temblaba. Temblaba.
Fue al patio trasero y abriéndose paso entre los yuyos, encontró el montículo de piedras. Una a una corrió las cien piedras hasta llegar a los billetes. Estaban envueltos en una bolsa negra. En la mesa de la cocina los volvió a contar. Mil de los fuertes. Envolvió el dinero en papel de diario y lo metió en su bolso. Salió de su casa y caminó por las calles de tierra, unos muchachos con fusiles lo saludaron. Salamalekum. Alekumsalam. Todos tenían armas. Él también. Pasó por casa de su hermano muerto a buscar a su sobrino.
—Jalil, llegó el día.
Jalil salió arrastrando el carro. Sin decir nada. Sin hacer preguntas. Era largo y angosto. Pasaba justo por la puerta de la casa. Abu Zamir pensó que el animal debería encoger las patas para entrar ahí.
Por el arma no le preguntó, era obvio que llevaba. Todos estaban armados.
Caminaron juntos. Jalil seguía a Abu Zamir. El carro seguía a Jalil. Cuando llegó a la puerta de la farmacia, Abu Zamir se paró. Estaba cerrada. Dieron la vuelta en la esquina y caminaron por una callecita angosta hasta llegar a una puerta de madera oscura, con restos de pintura celeste. Abu Zamir golpeó con fuerza su puño contra la puerta de la casa del farmacéutico.
—¿Abdul, no vas abrir hoy?
—Saben dónde encontrarme —dijo Abdul, y se encogió de hombros.
Tenía razón. Todos sabían dónde encontrarlo.
—¿Es una urgencia? ¿Heridos?
—Es una urgencia, pero no hay heridos.
Abu Zamir le dijo que buscaba algo como para dormir a un león.
—¿Como para voltear un camello? —le replicó Abdul.
—Más o menos, más león que camello.
—Mejor que vinieron a casa. Las cosas fuertes las tengo acá conmigo.
Abdul cerró la puerta y quedaron los dos parados otra vez frente a la puerta de madera oscura, al rayo del sol de la tarde y de la tierra seca.
Un chico pasó pateando una pelota de trapo. Una mujer gorda lo corría atrás a escobazos mientras maldecía a toda su familia.
Abdul salió, se acercó, y mientras metía una jeringa en el bolsillo de Abu Zamir, le dijo:
—Con esto podés dormir a medio ejército israelí.
Abu Zamir lo miró serio.
—Está bien, solo a cinco —dijo y cerró la puerta.
Sin preguntas, sin pago.
Favor con favor se paga. Así eran las cosas con Abdul. Probablemente el hombre más rico en favores de todo Gaza.
—¿Jalil, estás listo?
Jalil asintió. Estaba listo. Sabía los riesgos y estaba dispuesto a correrlos. Alá lo protegería o lo esperaría junto a su padre en la otra vida.
—Hiciste un trabajo grandioso —dijo Abu Zamir mirando el carro.
Jalil agradeció el halago. Le había llevado una semana entera armarlo. Un carro a la medida justa para llevar un león, y que pasara por el estrecho túnel. Estructura de hierro que había conseguido entre restos de autos quemados, unas maderas que encontró tiradas por la calle, escombros de algún bombardeo, y cuatro llantas cruzadas por dos ejes. En los dos extremos había soldado unas barretas de hierro para poder tirar de él con fuerza. ¿Cuánto pesaría un león?
Caminaron varias horas hasta llegar a Rafiaj. Pasaron la línea que divide Gaza de Egipto por un cruce clandestino. Jalil iba adelante, no era la primera vez que caminaba esos pasos. Los túneles solo se usaban para contrabando, de armas en general, y de todo tipo de cosas en particular. Nunca tan particulares. El silencio fue acompañándolos. Cada uno viajó su viaje. Abu Zamir ya no pensaba en el león, Abu Zamir era un león.
Abriría un zoológico aunque no tuviera más que un león. Sería el zoológico del león. Del león de Abu Zamir.
A las tres y treinta de la madrugada habían llegado al lugar indicado y esperaban, de pie, la llegada del animal. Tres hombres muy armados hablaban por radio, parados en la puerta de una casa. Adentro de esa casa estaba el túnel.
—Está llegando —dijo uno de los tres—. Dicen que viene nervioso.
Nervioso. Nervioso como un león.
—¿Adónde lo consiguieron? —era la primera vez que hacía esta pregunta. ¿Sería silvestre, o vendría de algún circo o zoológico?
Los tres guardias se miraron y largaron una carcajada que parecía ensayada.
Abu Zamir espiaba el interior de la casa con curiosidad. Con pavor y curiosidad. Iban a recorrer tres kilómetros por un túnel, con un león dormido.
Dormido como cinco soldados dormidos. Así había dicho Abdul.
Jalil conocía los túneles, era joven y luchador. Abu Zamir nunca lo hubiera cuestionado. Así eran las cosas. Pero él, él nunca lucharía esa guerra, porque no estaba dispuesto a matar a nadie, ni al enemigo, que bien sabía culpable de tanto sufrimiento y de que no hubiera zoológicos en Gaza. Abu Zamir salteaba la causa, luchaba sólo por la consecuencia. Su lucha era el zoológico, su lucha era el león.
Y llegó.
Era el hambre de toda la tierra, pero también los desiertos amarillos, y el viento.
Llegó como si hubiera brotado del suelo, como si la tierra ya no lo soportara.
Jalil manejó la situación con rapidez. Nadie ahí quería perder el tiempo. Uno de los hombres, que había traído al león, se le acercó.
—La plata.
—Sí, la plata, claro. Acá está —contestó Abu Zamir, sacó el paquete de su bolso y extendió al hombre la pila de billetes envueltos en papel de diario.
El hombre lo abrió y le echó un vistazo.
—¿Está todo?
—Todo.
—¿Un león? Qué…
—Sí, un león. Qué animal hermoso, ¿no?
—Como usted diga. Alá tendrá sus razones. SalamAlekum.
Jalil, unos pasos más adelante, le hizo una seña con la mano. Se acababa el tiempo, era momento de la jeringa. El león daba vueltas en la jaula. Rugía, mostraba desde los dientes hasta las amígdalas.
—Espere un momento que voy a ayudarlo —dijo el hombre que había recibido la plata.
Abu Zamir esperó.
El hombre volvió con una bolsa de nylon y sacó algo, un pedazo de algo, algo así como una pata de perro, llena de moscas y pelos, y se la tiró al león.
El león se prendió a la carne y Abu Zamir no desaprovechó la oportunidad, metió la mano entre los barrotes de la jaula y clavó la aguja con fuerza en una pata trasera. El cuero del león era más duro de lo que hubiera imaginado.
—¡Qué piel! ¡Qué animal!
Todos los presentes miraban fascinados.
El león cayó dormido de inmediato. La pata del perro muerto se salvó de desaparecer por completo.
—¡Jalil! ¡Está listo!
Feliz. Una orquesta de vientos y platillos. Lo tenía.
Jalil buscó un par de hombres y abrieron la jaula. Ocho. Ocho hombres hicieron falta para pasarlo al carro. Lo ocupaba todo. Cada centímetro de ese carro estaba lleno de león. De león dormido. Dormido como cinco.
Entraron a la casa. Los guardias corrieron una cortina de tela. Ahí empezaba el túnel.
Era frío, oscuro. Empezaron a caminar sin demorar ni un segundo. Todo era acción, había que avanzar. Llevar a casa al león. Cada tanto había una luz colgando de un gancho clavado en la pared lateral, que no era más que tierra apisonada. ¿Podría desmoronarse el túnel? Sin duda una forma horrible de morir. ¿Habría algo peor a que te entierren vivo?
Jalil iba adelante, tirando del carro. Abu Zamir empujaba de atrás. En el medio, el león.
La cara del león iba del lado de Abu Zamir, la cola hacia el lado de Jalil. El túnel en ese horario funcionaba de ida hacia Gaza. Eso explicaba que no se hubieran cruzado con nadie. Llevaban agua. Agua, armas y un león. El piso de tierra no estaba tan apisonado como las paredes y cada tanto el carro saltaba por alguna roca y el león se zangoloteaba, y Zamir tenía que frenar a cada rato para acomodarle las patas. Jalil caminaba rápido. Cada roca era una montaña. Cada pozo un cráter. El león se sacudía en el carro destartalado. ¿Cuánto habrían caminado ya? ¿Había poco aire o no entraba a sus pulmones?
—Jalil, necesito descansar.
—No hay tiempo, tío.
—Me falta el aire.
—Con más razón, hay que salir de acá, ya debe faltar poco más de un kilómetro.
Jalil miró a su tío, estaba pálido como un papel. Entendió que no había opción.
—Cinco minutos, no más.
Los dos se sentaron en la oscuridad. Uno a cada lado del carro. Tan sólo veían sus propias sombras, sus pupilas brillosas y sus dientes blancos al hablar. Abu Zamir estaba bastante agitado, tan agitado como feliz. Tomaron agua. Abu Zamir acariciaba la pata del león. Suave. Feroz. Fascinante.
Así estuvieron. Los tres. Las respiraciones iban intercalándose, las pupilas, los movimientos lentos, los dientes blancos de los tres.
De los tres.
Hubo un momento de confusión hasta entender. Los ojos amarillos del león iluminaban cada vez más la cara de Abu Zamir. Iluminaban su saliva en la comisura de la boca, su transpiración. Iluminaban las arrugas de su cara. Su piel, que era un mapa, el mapa secreto de un tesoro escondido, bajo tierra, bajo piedras.
Nunca había estado tan cerca de cumplir su sueño. Estaba frente a un león, frente a su león, despierto. Abu Zamir lo miró a los ojos ¿Era cierto que el león lo estaba mirando, así, directo a los ojos, medio dormido, que es igual que decir medio despierto? ¿Puede acaso un león mirarte al centro del miedo y de la lujuria a la vez? ¿Era eso posible? ¿Justo ahí en ese hueco de mundo, sin aire, ni luz, ni espacio, casi sin aliento?
—¿Jalil, nunca miraste a un león a los ojos?
Se escuchó un ruido. ¿Vendría de afuera? Jalil se impacientó.
—Tío, tenemos que seguir.
El ruido venía de adentro, de adentro del león, un rugido como de un túnel adentro de un león, en un túnel.
—¿Jalil, nunca miraste a un león a los ojos?
A los ojos abiertos de un león, abiertos como una boca al besar, al comer.
Jalil agarró el arma con rapidez. Abu Zamir también la agarró. Hubo disparos, rugidos, disparos. Furia. Confusión en la penumbra y en la polvareda.
Al final del túnel ya se veía la luz tenue del día que venía, y recortaba en sombra las piernas del guardia de la salida.