El cuento por su autor
Este es un cuento que pasó en la realidad. Pasó de verdad. Hay cosas alteradas. El personaje no soy yo. El padrastro del chico no es mi papá. Tampoco Luis es una persona que haya tenido un cuerpo. La chica es un invento. La playa del Marquesado existe, por supuesto. Su anfiteatro fue fundado en 1977 por la dictadura militar, un lugar rodeado de fantasmas. El balneario fue revendido y los compradores de los viejos lotes, de lo que alguna vez fue un barrio privado, fueron estafados. Hay mitos y leyendas urbanas en el lugar que se remontan hasta la dictadura militar. Es un lugar cargado.
Todo lo que se narra está referido, es una energía que circula entre los personajes, son retazos de ideas, de historias, de personas que uno se cruza en el camino, cuando viaja. Eso me gusta de algunas novelas de terror (The fisherman de John Langan, por ejemplo, leanlá, es muy buena) o de Joseph Conrad (salvando la enormidad de la distancia tan inconmensurable), que la experiencia se traduzca en lenguaje no con un resultado sólido sino volatil y ligero. Una bruma que borra las imágenes y deja una marca.
Siempre quise forzar los elementos que hay en este cuento para que tuvieran un vector clásico. Hacer con todo esto un algo que tuviera un principio, un desarrollo y un final. Un cuento de esos que terminás y decís, ah, mirá vos, no me esperaba ese final. Después de escribir crónicas, me di cuenta que no necesariamente hay que hacer eso, que a veces, por la naturaleza misma de los materiales, un cuento puede ser también el intento de ser un cuento. Y eso también está bien.
LA MUJER EN LA ESCOLLERA
La cuarta estrella del hotel estaba partida. El lugar contaba con desayuno buffet, sauna y baño finlandés. Las puertas del ascensor se abrieron. Mundi arrastró las zapatillas de lona viejas hasta la mesa donde Gustavo leía el diario sin dejar de mirar la pantalla del televisor que colgaba de una pared.
En las pocas mesas dispuestas había parejas de tercera edad tomando café. Hacia el fondo del salón, un enorme ventanal tapado con cortinas traslúcidas daba a la Calle Rivadavia. Mundi llevaba anteojos de sol y una boina negra de pana. Vestía un pulóver celeste de hilo con los puños agujereados que había encontrado en el fondo de su casa luego de que cuatro albañiles terminaron la reforma del baño.
- Tenés que servirte vos – dijo Gustavo.
Mundi volvió con café, yogurt, granola, medialunas. Gustavo se puso de pie y dobló el diario.
- Voy un segundo a la habitación y salimos en quince. Se encontraron en el lobby. Las paredes del hotel estaban cubiertas por murales de hombres gigantes.
Dejaron la llave en el mostrador y salieron a la calle. La lluvia había escampado. La ciudad mantenía el color gris, su aspecto portuario. Las fachadas de los edificios revelaban manchas de aceite y de humedad. Los negocios con objetos para la playa estaban tapiados.
Adentro del auto Gustavo puso el CD acústico de Eric Clapton. Subió por Av. Colón hasta la Costanera. El mar hizo su fantasmagórica aparición en el campo visual de Mundi. Parecía una inmensa mancha de petróleo. La avenida doble mano serpenteaba entre piedras y edificios chatos hasta perderse en un horizonte difuminado por una lluvia fina e intensa.
Llegar hasta el Hotel Sheraton, cerca del puerto, les tomó tres canciones. Gustavo había bajado de velocidad porque quería escuchar completa “Lágrimas en el cielo”. La había cantado estirando el cuello hacia delante en un inglés inventado con una emoción contenida. Se detuvo en la puerta del hotel. Había otros Gustavos y Gustavas con tarjetas de identificación y valijas plásticas subiendo por las escaleras de lujo para abrir una puerta espejada.
Antes de bajarse del auto, Gustavo dio varias indicaciones con respecto al auto, breves y concisas, algunas innecesarias. Mundi se pasó al volante.
- Andá despacio. Cualquier cosa me llamás.
- Gracias – dijo Mundi.
Gustavo metió la mano por la ventanilla y le sacó la boina con una sonrisa.
…
Así fueron los días, de lluvia continua. A Mundi le gustaba estirar el asiento hacia atrás del auto, pasar los cambios, sentir el sonido mudo del motor. Miraba la ciudad desde el control de mando. Anduvo por el barrio Los Troncos, entre casas inglesas hechas con piedra y tinglados de madera; por la Av. Colón y por las calles internas; por Av. Saenz, que había sido recientemente remodelada para alejar el centro comercial de la vieja peatonal.
Al segundo día, Mundi y Gustavo se encontraron para almorzar y mirar el resumen del Medallero Olímpico. Caminaron juntos por la calle Entre Ríos y entraron en una librería. Gustavo le compró una novela que Mundi necesitaba para su clase de literatura. Luego Mundi llevó a Gustavo hasta el Sheraton y después de saludarse, bajó hasta la autopista, hacia las playas alejadas.
Cruzó Playa Grande y las avenidas del puerto. La autopista se ensanchó. Había pozos en el asfalto. Se sorprendió de ver cerrado el Acuario. Las fachadas de las casas estaban pintadas con aerosol. Las ventanas daban signos de haber sido violentadas, las puertas tenían marcas de incendios. La ruta se cubrió con pinos.
De mano izquierda, el mar estaba oscurecido por el cielo gris. A su derecha, unas pocas casas de verano revocadas de blanco se extendían aisladas, unas de las otras, en una cuadrícula perfecta. La ruta era de doble mano. Mundi puso el cuerpo rígido, disminuyó la velocidad y bajó a la banquina para dejar pasar a un Renault 19 que le hacía luces desde atrás. Después de mirar hacia ambos lados, cruzó la ruta en un movimiento en U y se metió en una lomada de pasto hasta el borde del acantilado frente al mar. Apagó el motor.
Desde abajo, llegaba el sonido del oleaje al romper contra las piedras. Abrió la puerta del auto. Un viento salvaje y húmedo chocó contra la ventanilla. Se aferró de la boina y acomodó los anteojos negros con las dos manos. El frío le atravesó la tela del jogging.
Dio unos pocos pasos hasta la barranca. Una escalera bajaba cuarenta metros hasta dejar suspendidos los hierros y los escalones percutidos por el yodo y la sal. La estructura de un viejo ascensor se había mimetizado con la pared de rocas del acantilado.
Mundi se alejó del auto para sentarse en el pasto con vista al mar. Sacó un atado de diez de Phillip Morris y fumó su primer cigarrillo después de dos días. Cada tanto, caía un poco de lluvia que se mezclaba con la brisa fría.
- ¿Qué? – dijo Mundi.
A su lado, la chica señalaba algo. Mundi miró hacia donde se dirigía el dedo y se encontró con el auto de Gustavo, estacionado en el borde del barranco.
- ¿Qué tiene?
- ¿Es tuyo? – preguntó la chica.
- Del novio de mi mamá.
La chica exageró el movimiento de mirar por arriba del hombro de Mundi.
- Le va bien.
- Es cirujano cardiovascular. Opera corazones. Se especializa en pediatría.
Mundi arrancó un manojo de pastos y los tiró hacia el acantilado.
- Le va bien – dijo la chica -. Es un auto joven.
La chica se puso de pie. Tenía el pelo corto cubierto por la capucha gris de su buzo. Los brazos delgados y las piernas flacas, poca espalda y nada de cintura. Los ojos eran de un verde agua.
- ¿Me convidás uno?
Mundi vio el cigarrillo en su mano. La chica se sentó a su lado. Él intentó prender el cigarrillo usando las manos de ella para proteger la llama del viento. Movieron los cuerpos y las cabezas buscando la mejor posición, resguardados del frío. La chica le sacó el cigarrillo y con la brasa prendió el de ella.
- ¿Cómo te llamás?
- Mundi – dijo y aclaró, como solía hacer a desconocidos. - Por Raymundo.
- Es un nombre de abuelo. Me gusta, Mundi – repitió su nombre varias veces hacia adentro, como si lo estuviera masticando -. Yo me llamo Cata. Por Catalina, claro.
Arrojó el cigarrillo a medio terminar por el acantilado.
- ¿Hace mucho que no hay playa? – preguntó Mundi.
- El mar se la comió.
La chica se puso de pie. Él miró la hora. Se puso de pie e incómodo, al ver que ella lo miraba con curiosidad, le dijo que tenía que pasar a buscar a Gustavo en veinte minutos. Ella se acomodó la capucha.
- Mundi por Raymundo – dijo, le extendió la mano derecha -. Un gusto conocerte.
La chica caminó por el pasto. Cruzó la ruta corriendo.
…
Al día siguiente Mundi dejó a Gustavo en la puerta del hotel y volvió a Acantilados. Quedaron en reencontrarse con su padrastro por la noche, al finalizar la jornada del congreso. Mundi daba vueltas por las calles de arena. Las casas se mantenían vacías, muchas de ellas tenían carteles de venta, las paredes estaban cubiertas con graffitis y pinturas chorreadas.
A lo lejos vio el cuerpo flaco de Cata caminando calle abajo hacia el mar. El cielo era de un gris intenso y la lluvia se había vuelto protagonista otra vez. Mundi se puso al lado de Cata y bajó la ventanilla.
- Mundi por Raymundo.
Ella le preguntó qué hacía otra vez en aquel pueblo fantasma, él no supo qué responder: estaba dando vueltas.
- Matando el tiempo – dijo ella.
- ¿Querés dar unas vueltas?
- Mundi por Raymundo en su auto joven – Cata miró hacia el mar, luego hacia la calle. Hizo un gesto con los hombros hacia arriba. Por qué no.
Abrió la puerta y tanteó la textura del tapizado.
- Huele mejor de lo que pensaba.
Cerró la puerta. El hermetismo dentro del auto fue total. Aislaba la situación por completo. Era estar dentro de un paréntesis.
- Esto es increíble – dijo ella -. ¿Cuántos años tenés?
- 17.
- Yo tengo 14.
Avanzaron por las calles del barrio. Cata le indicaba las esquinas y recovecos, hablaba de los detalles de las casas. Mundi le preguntó si ella había nacido allí. No, era de la ciudad. Pero ahora estaba viviendo en la casa de su tía, hasta que las cosas se arreglaran. Mundi no quiso preguntar mucho más.
- Yo vine a esta playa hace unos años – dijo Mundi -. Vinimos con mi mamá y papá. Y mi hermano.
- Sin tu padrastro – dijo ella, aunque el chiste apenas tuvo efecto.
- No me puedo acordar donde estaba la casa.
- ¿Cómo era?
- Tenía una puerta azul, de chapa. Un largo pasillo al costado que llevaba hasta un patio en donde había limoneros y naranjos.
- La casa de la señora Páez – dijo Cata -. Ya no vive más. Murió hace cuatro años. Y la casa no la pueden vender. Mi tío le alquilaba un cuarto.
Cata movió la cabeza hacia un costado como un gato, y preguntó:
- ¿Conocés El Marquesado?
…
La playa quedaba a kilómetros de los Acantilados. Cata le dio direcciones precisas de cómo llegar. En el trayecto, por una ruta interna, sin señalizar, bajo un cielo gris plomo, cargado de humedad y de agua, Cata le contó por qué había pensado en esa playa. Cuál era la historia entre la señora Páez y su tío Luis y qué relación guardaban con esa playa de nombre medieval.
Luis, dijo Cata, había hecho las prácticas de Guardavida en Chapadmalal. Nacido en Miramar, el mar fue el arenero del parque en donde jugaba. Había crecido y quemado etapas nadando maratones entre boyas lejanas. Era capaz de internarse por horas mar adentro sin ayuda de un chaleco. Conocía las correntadas secretas, los pozos en donde crecían los remolinos. Se había salvado en tres ocasiones de una muerte certera.
A Luis le gustaban las playas abiertas, el agua helada llena de sal y el oleaje de dos rompientes. Había elegido el Marquesado para trabajar en verano. Estuvo durante siete temporadas, hasta que una ola lo tiró contra una escollera. Cata fue a verlo con su mamá al hospital, pero no la dejaron pasar. Alcanzó a ver un cuerpo desde la ranura de la puerta que se cerraba. Eran dos ojos rojos filtrándose entre las vendas moradas y amarillas que cubrían un manojo de órganos.
Según la madre de Cata, Luis había perdido la noción de estar en el agua un día de sol y poco viento. El chico que logró sacarlo del agua, arrastrándolo por la orilla como a un lobo marino muerto, le contó a la mamá de Cata que Luis se había levantado de su silla de vigía y se había metido al mar. Ningún ahogado lo había llamado. Una corriente lo había llevado hasta el muelle de piedra, y una ola fuerte, de esas que aparecen en los días mansos, lo había levantado por el aire para hacerlo chocar contra las rocas.
- Allá fue – dijo Cata, señalando la escollera -. Y ahí fue donde lo encontró el chico. El cuerpo se había cortado por las almejas incrustadas en las piedras. Imaginate miles de cuchillos.
Cata se sacó la capucha, prendió un cigarrillo. El cielo seguía negro y Mundi vio que la chica se había pintado las uñas de verde.
- Yo lo vi en la casa de la señora Páez. Ahí fue donde hizo su rehabilitación, en el cuarto del fondo que año a año le alquilaba para hacer las temporadas.
La Señora Páez se hizo cargo de la rutina de rehabilitación. Lo atendía y Luis gastaba sus últimos ahorros en los cuidados, en analgésicos y ansiolíticos, en los cambios de vendajes y en las visitas semanales que hacía al médico para los lavajes. Cata llegó una vez para visitarlo, y se encontró con un rostro que nunca había visto en su vida. Era como contemplar el cuerpo de un hombre quemado.
De su voz no salían sino ráfagas de algo humano. Brotaban sonidos de su cuello. Las cuerdas vocales estaban hacia fuera, como un piano roto. Cuando Cata se acercó, movida por la imagen de ultratumba de su tío que la llamaba, una mano la tomó del codo y le dijo con una voz que no sonaba de este mundo algo que no pudo entender.
- Era como un animal descuartizado – dijo Cata.
Mundi miró hacia la escollera. Una larga hilera de piedras pegadas por el asfalto y el cemento viejo, tapadas de musgo verde y aceite de pescados muertos.
- Luis vio a una persona ahogándose. Eso fue lo que le pasó. – dijo Cata -. La veía cada día.
Luis cruzó la rompiente a gran velocidad, movido por la imagen de una mujer arrastrada por la corriente. El agua se volvió espesa, de un color verdoso. Algo se acumulaba, una forma se desplazaba y le rodeaba el cuerpo. Eran algas, o eso le parecía. Los gritos de la persona llegaban desde lejos. Mientras avanzaba a las brazadas, dijo Cata que Luis le contó, tapado por las algas verdes que se pegaban a su cuerpo, la mujer se alejaba cada vez más. Entendió que no estaba nadando sobre un mar sino que su cuerpo se había enredado con las algas que lo arrastraban hasta la escollera. Perdió el conocimiento y despertó en el hospital.
Cata hizo un silencio. Ella y Mundi habían subido al auto y habían regresado a Los Acantilados. Le había contado la historia de su tío y lo había guiado hasta la casa de la señora Páez. Se habían bajado del auto y miraban la fachada. La puerta azul estaba oxidada, las persianas de la ventana se mantenían clausuradas. Había crecido pasto en el techo.
- Esta es la casa - dijo Mundi -. Acá vinimos. ¿Qué pasó con tu tío?
Desapareció. La madre de Cata recibió el llamado de la Señora Paez diciendo que lo había escuchado a Luis a los gritos durante toda la noche. Sentía, le dijo la señora Paéz, que Luis le gritaba a algo que lo ahogaba. Por la mañana, su cuerpo no estaba más en la cama. Fue buscado por El Marquesado y por Los Acantilados, y nada. Alguien dijo que había visto a un hombre vestido de blanco, la piel cubierta de gasas, la mirada perdida como una momia por la ruta que va a Chapadmalal. Un cuento urbano vuelto niebla.
Cata sonrió. Miró a Mundi.
- Me gusta tu boina.
El se la sacó, la miró entre las manos. Era un regalo de su padre.
- Te la regalo. Es tuya.
Cata la aceptó con una sonrisa parcial, sorprendida e incómoda. Mundi le puso la boina en la cabeza.
- Gracias – dijo -. Tengo que irme. ¿Volvés a Buenos Aires?
- Mañana – dijo él. Lo había borrado de su cabeza.
- Buen viaje, Mundi por Raymundo.
Cata le dio un beso en el cachete y caminó calle abajo. Antes de llegar a la esquina se sacó la boina y volvió a ponerse la capucha. Mundi esperó a que ella girara para mirarlo pero no lo hizo. Él subió al auto y volvió a la ciudad.
…
Gustavo apagó el televisor. En la cama de al lado, Mundi a su lado leía la novela que habían comprado para su clase de literatura. Habían comido en silencio en un restaurante de comida al peso en el puerto.
La luz del velador alumbraba las palabras. Para Mundi no tenían significado. No había relación entre lo que leía y la historia que contenía el relato. Las palabras lo llevaban hacia esa mañana; hacia Cata, Luis, la casa. Hacia la escollera y la mujer. Podía imaginar la secuencia narrada, como en una película, por la voz áspera de Cata.
Dejó el libro sobre la mesita. En la pantalla se anunciaba que Estados Unidos había obtenido más medallas. Una chica china saludaba desde arriba de un podio. Gustavo roncaba a pocos metros. Mundi agarró las llaves del auto y salió de la habitación.
Subió al auto. Empezó a sonar Eric Clapton. El señor del estacionamiento sonrió, lo había visto varias veces salir y entrar con el auto. La noche era cerrada y el frío aún más cortante que durante el día. Anduvo por Rivadavia, empalmó hacia Colón. El mar era una masa negra, más negra que el sueño, en donde se reflejaban las luces de los hoteles y el Casino. Avanzó por la costanera hacia las playas del sur.
La ciudad quedó atrás, la ruta se volvió ancha, había pocos autos. Unas mujeres paradas en las esquinas del puerto, hombres que salían de los bares, las 4x4 recorrían a baja velocidad con las ventanillas polarizadas.
Llegó al barrio de los Acantilados. Dobló en la entrada. Manejó hasta la casa de la señora Páez y estacionó. Se acordó de una historia de terror que su padre le contó a él y a su hermano menor. Un hombre había matado a su mujer y la había descuartizado. La había llevado hasta el muelle y la había tirado al mar. Para deshacerse de toda evidencia, había prendido fuego su auto, un Renault 12 azul, en las afueras de la ciudad. Al día siguiente, el hombre encontró el Renault 12 en la puerta de su casa. A todos los lugares a donde iba, estaba el auto. Era un cuento clásico que ilustraba la culpa, pero fue la imagen lo que había impresionado a Mundi. Un auto incendiándose en un descampado decía mucho más que las acciones.
Las casas de veraneo estaban vacías, tapiadas por el paso del tiempo, el desgano. ¿Cuál era la necesidad de construir una casa y dejarla sola durante el año? ¿Qué se acumulan en esos espacios cuando la vida está pasando en otros lugares? Mundi recordaba la sensación que tuvo cuando entró por primera vez a una casa de veraneo, el olor a humedad, los muebles viejos, las sábanas manchadas.
Sentía la presencia de Cata a su lado, indicando el camino a seguir. Ahora tenés que seguir por allá, acá doblas a la derecha, allá está la playa, ¿la ves? Eso es el Marquesado. Bajó del auto, hacía un frío glacial. Se tapó el cuello con el buzo y caminó por una pared que se alzaba delante del mar. Una placa incrustada en el cemento carcomido decía que ese lugar era en verdad un anfiteatro. Las butacas de hormigón habían sido destruidas por la erosión. La misma placa de cemento, lo único sobreviviente entre grafitis y ruinas, señalaba el nombre de la playa y el año de su fundación, 1977.
Bajó del auto y caminó hasta el borde del acantilado. Se sentó como un espectador anónimo en los terraplenes del anfiteatro con vista a una obra eterna e infinita que se extendía delante de él. A lo lejos, en la costa, pudo ver que había un grupo de chicos sentados en la arena. Eran tres chicos y una chica. Le llegaban unos sonidos mezclados con el ruido del mar y del viento. Mundi alcanzó a ver que uno de los chicos tenía puesta una boina.
Los chicos se pusieron de pie. Creyó ver a Cata a lo lejos. El corazón se le aceleró, la sangre le subió a la sien. Se puso de pie para correr detrás de ellos, pero se detuvo al ver que los chicos se alejaban por la costa hasta perderse en una nube de bruma. Mundi se quedó de pie por unos minutos. El oleaje golpeaba contra lo poco que quedadaba de playa y la escollera, una línea delgada de color plateado y gris se metía como una lengua afilada en el agua espesa.
Caminó hasta el auto, lo puso en marcha. Después de dos camiones, subió otra vez a la ruta que lo llevaba a la ciudad.