Desde Río de Janeiro
Dora María Téllez, la “Comandante Dos”, figura histórica de la Revolución que en 1979 tumbó la dictadura de la dinastía Somoza que por décadas sofocó a Nicaragua, fue condenada hace pocos días a ocho años de cárcel. El juicio que la condenó fue una farsa grotesca: a ella le dieron cuatro minutos para pronunciarse.
En el mismo juicio para otra figura de relieve en el desaparecido sandinismo, Víctor Hugo Tinoco, la condena fue de trece años.
También hace poco se supo del fallecimiento del comandante Hugo Torres, quien llegó a general cuando existía el Ejército Sandinista. Había sido detenido por el gobierno de Daniel Ortega.
Un detalle revela de manera absolutamente nítida en qué tipo de gente Ortega se transformó: el entonces comandante Torres y Dora encabezaron en 1979 la acción que liberó al hoy dictador de la cárcel somocista.
Exiliados y detenidos
Son muchísimos los que fueron figuras de especial relieve en el periodo en que el sandinismo existió – desde la victoria en 1979 hasta la derrota electoral de 1990 – y que hoy están exiliados, aislados o detenidos.
Lo que era inicialmente una ávida sed de poder de la pareja Ortega-Murillo se transformó en una copia brutal de lo que fue la dictadura de dinastía de los Somoza. Y si en un primer momento esta constatación me abrió un tajo en el alma, ahora me cubre de indignación.
Recuerdos de la revolución
Recuerdo bien que el 24 de enero de 1980 había sido jueves. Ese día viajé por primera vez a la Nicaragua sandinista. La revolución que tumbó a Anastasio Somoza llevaba exactos seis meses y cinco días.
Hasta entonces yo había mantenido contacto a la distancia con el escritor Sergio Ramírez, con quien me une hasta hoy una cálida amistad.
Todavía guardo en la memoria la emoción de aquella primera de una larguísima serie de visitas mientras duró el sandinismo que liquidó a la dinastía que hacía décadas saqueaba y sofocaba aquel hermoso país.
Eran mis años jóvenes, y junto a un puñado de extranjeros que respaldábamos y tratábamos de colaborar, pude tener bastante contacto con varios de los integrantes del gobierno.
En esas reuniones informales, muchas veces largas cenas que se extendían por horas, estuve, siempre al lado de más sandinistas, con Daniel Ortega.
Me pareció un hombre cerrado, de mirada desconfiada, que se quebró por única vez: en 1986, cuando me habló de su hermano Camilo, muerto en combate con las fuerzas de Somoza cuando era muy joven. Ese día me contó también que de los 15 a los 34 años él, Daniel, no tuvo casa: vivió en la clandestinidad, vagando de un sitio a otro.
Por la primera y única vez sentí algo de humano en aquella figura de piedra.
Nuestro último encuentro fue en Río de Janeiro, a mediados de 1990, en una reunión con artistas e intelectuales meses después de la derrota electoral frente a doña Violeta Chamorro.
Piñata y después
Nunca más volví a Nicaragua. De lejos, supe de la “piñata”, el despojo que llevó a parte de las más altas figuras del sandinismo, Ortega entre ellas, a transformarse en millonarios.
Confieso que junto a otros amigos extranjeros que habíamos vivido tan de cerca la Revolución tardé en aceptar como verdad lo que verdad era.
Hasta en ese aspecto los traidores se hicieron copias redondas de los somocistas.
La de los sandinistas ha sido la última Revolución de mi generación y, en su modelo, quizá la última de la historia.
En muchos momentos sentíamos que ellos conducían a los nicaragüenses a algo muy cercano a realizar sueños imposibles, a rozar el cielo con las manos.
Guardaré para siempre en lo mejor de mi memoria momentos vividos en aquellos años de esperanza, que parecían ser de una luminosidad real.
Luego de perder las elecciones, como consecuencia de la brutal agresión armada llevada a cabo por Washington con apoyo de los sectores más reaccionarios de Nicaragua, el sandinismo empezó a ser destrozado.
No tardó mucho para que lo que había sido una Revolución viva y hermosa empezara a ser traicionada de manera vil, imperdonable.
Aquella esperanza que derrotó la dinastía de los Somoza fue sucedida por otra dinastía, igualmente perversa, abusadora, asesina.
Desde 2006, es decir, hace 16 años, la pareja presidencial manipula elecciones de manera absurda para permanecer en el poder más absoluto.
El peor traidor
Daniel ahora encabeza esa nueva dinastía que reprime, persigue y mata hasta jóvenes estudiantes como lo era su hermano Camilo cuando fue asesinado por la dinastía anterior.
Un traidor es y siempre será un traidor, una figura abyecta y depreciable.
Pero hay traidores de peor calaña.
José Daniel Ortega Saavedra pertenece, con méritos y brillo, a esa segunda especie.