No, en eso hay que ser justo, que era lindo era lindo, tampoco es cuestión de andar desprestigiando porque sí. Sin embargo, como todo el mundo sabe, el Petaurí almizclero de cola rosada, más allá de sus indudables virtudes musicales, tiene sus bemoles y, por qué no, sus desafinaciones ¡Ojo! esto lo digo aunque el mío tenía oído absoluto, por eso lo bauticé Beethoven, sin ir más lejos. Pero es justamente por las peculiaridades que tiene esta especie que quiero dejar testimonio de mi triste experiencia.

Yo lo había hecho traer de los bosques de Borneo cuando todavía la importación estaba permitida, antes de la catástrofe de las polillas ventrudas, esos bichos inmundos que ellos contrabandearon desde su tierra porque les encantaban para comer en el desayuno. Ya por esa época la población de los de cola rosada había disminuido mucho. "Y qué quiere, con lupa lo tuve que buscar, amigo", me dijo el importador cuando protesté por el aumento del precio. El tipo me entregó unas instrucciones para su alimentación a base de serpientes en escabeche, me hizo firmar el registro de adopción responsable y después me metió en el bolsillo de la camisa, como haciéndose el distraído, un papelito tan enrollado y rotoso que parecía un pergamino antiguo 

-¿Y esto? pregunté sorprendido, 

-Esto, amigo, es el Manifiesto de los Petauríes Almizcleros de Cola Rosada en el Exilio.

- ¿Qué?-

-Nada grave, amigo, léalo más tarde ¿sí? Y ahora disculpe, pero tengo que cerrar- Y de un manotazo me empujó a la calle mientras con la otra mano cerraba la puerta dándomela con violencia en el culo.

La vida junto a Beethoven fue un infierno, para qué mentir. Apenas llegamos a casa y le mostré su cucha –que, indignado, se negó a ocupar- me dejó muy en claro que la plataforma mínima para la convivencia en el exilio con los humanos era la que estaba detallada, con puntos y comas, dijo, en el manifiesto. De aquel momento perturbador recuerdo su entrecejo negruzco pletórico de ira enmarcando el brillo malicioso de sus ojos verdes.

Desde entonces todo fue de mal en peor. Las discusiones exaltadas, las miradas oblicuas cargadas de incomodidad y la mutua desconfianza eran lo habitual. No había antídoto para aquel pésimo comienzo. De todas maneras, teniendo en cuenta sus virtudes y mi paciencia, yo apostaba a que algo pudiera mejorar. Pero nada podía compensar aquel desastre, ni la música celestial que cada día componía y cantaba con su voz de barítono con reminiscencias de gorjeos de pájaros de pantano, ni el aroma del almizcle con que perfumaba la casa en época de celo, ni su magnífico torso color zanahoria iridiscente. Nada era bastante.

Y la cosa se fue poniendo más y más insoportable. Un día se apropia de mi cepillo de dientes, otro me lo encuentro en el parque recorriendo el mismo circuito aeróbico que yo, otro se embriaga con mi tequila y estropea la etiqueta de la botella con sus garras, en fin... Pero lo peor de todo fue cuando robó mis raquetas y sedujo a mi profesora de tenis. Este asunto, yo lo sabía, no sería pasajero. Me había comprado un problema para toda la vida. Como lo decía claramente el Manifiesto la adopción era hasta que la muerte nos separe.

No sé si fue aquel abominable asunto de las polillas, una peste transmitida por ellas que provocó la muerte de casi todas las cotorras bilingües existentes en el país (incluida la mía) y que decidió a las autoridades a prohibir la importación de los petauríes, o el hartazgo por sus propias fechorías, la cuestión es que en cierto momento tomé la decisión y, a partir de ahí, ya no tuve dudas. Sólo tenía que esperar la oportunidad adecuada.

Aquella noche, enmascarado, por las dudas, abrí la puerta de la que fuera mi habitación y antes de que pudiese reaccionar lo tomé del cogote y apreté con todas mis fuerzas. Al principio se resistió, pataleó un poco, gimió, se meó, se cagó, pero después de una breve convulsión quedó inmóvil. Al fin había terminado con la pesadilla. A esta altura, si descubren mi crimen, ya no importa si me absuelven o condenan, el hecho auspicioso, ejemplificador para la humanidad toda, es que acabé con él, que eso, aunque a muchos les cueste creerlo, fue posible.

 

Ahora su cuerpo momificado adorna el living de mi hogar. Soy feliz, ya no hace falta alimentarlo, nadie me amenaza ni me roba, he vuelto a dormir entre mis sábanas y, como si todo esto fuera poco, el sensual aroma del almizcle inundará la casa mientras, como hasta ahora, tenga yo la precaución de preservar su cuerpo ya que las glándulas que lo fabrican no cesan su producción con la muerte. 

Claro que no puedo negar, nada es perfecto, que es justamente eso lo que más me preocupa, sí, eso, ése aroma, la persistencia, para ser más preciso, de ese aroma a almizcle mentolado que a veces me hace pensar con terror que todavía conserva un resto de vida, que no es posible, aunque la ciencia criptozoológica diga lo contrario, que el aroma exista sin el aporte de su aliento vital, por eso no puedo pasar a su lado sin experimentar un gélido temblor, por eso todos los días al levantarme y antes de acostarme reviso sus orificios nasales con ayuda de un espejo siempre temiendo que su respiración lo empañe. Pero son preocupaciones vanas, me digo, al fin, después de tanto trabajo y sufrimiento, ahí, sobre la mesita ratona, quedó lindo el petaurí.