“(…) Darás, aunque tu sol te quede trunco
Darás un tono que te viene de lejos
Y cuando no te quede ya que dar
Darás la muerte”
Y dio la muerte nomás, Hamlet, tal como lo previó en el Poema Doce. De arriba no le hicieron caso cuando había pedido –once poemas antes-- que no lo dejaran morir, que no tenía tiempo. El deceso ocurrió el jueves 21 de febrero de 2002, plena crisis neoliberal, cuando el poeta, compositor, periodista, pintor y obrero se encontró con ella a causa de un cáncer de pulmón. Hacía dos meses una metástasis se le había extendido al cerebro, y hubo poco por hacer. Hamlet Lima Quintana tenía 78 años. El cuero le había dado hasta las últimas horas del milenio anterior y las primeras de éste, cuando su pluma emergió en dos cantatas: la del Che (Diario del regreso), que se estrenó con Jairo en voz, en el memorial que guarda del Che, en Cuba. Y otra dedicada al sacerdote Jaime Francisco de Nevares, a la que Naldo Labrín le pondría música para orquesta, coro y solistas, y la estrenaría en Neuquén, un año después de la muerte del poeta.
Hace hoy veinte años se cumplió lo que tanto temía Hamlet, entonces. No la muerte en sí, sino lo abismal y desconocido de su devenir. Porque como había previsto en “Temores” cuando ella llegara, él ya no podría volver a partir el pan, a tomar el vino, a encender una lámpara en invierno, a darle los buenos días a la gente y a pisar el pasto de la tierra que amaba.
Fue la muerte, y viene bien al caso, uno de los tópicos principales en el inmenso corpus narrativo del vate nacido en Morón y criado en Saladillo. Tanto lo fue que no pocas veces pensó, concibió y escribió la vida a partir de ella. Algo así como una vida que renacía cada amanecer, tras retazos de muerte que imperaban en la noche…
“Uno se va a la muerte de a pedazos”, escribió por caso. De a pedazos imaginarios o reales, claro. Pero reales sobre todo. En rigor, una de las primeras veces que colisionó su pluma ante una inesperada aparición de la parca fue con Lelia Carmen Quintana, su madre, a quien recodaría como una mujer “con gestos de algún cacique en la sangre”. La muerte de Lelia --que le había asegurado al poeta que Jesús fue el primer comunista--, sucedió en 1956. Apenas le había alcanzado el tiempo para saber del Hamlet que montó caballos, arreó ganado y cosechó maíz en los campos de Saladillo, mientras se sumergía en estilos y coplas en ranchos con piso de tierra. En fogones y enramadas. En llanura y vegetal entrelazados. También se enteró ella del hijo que, hacia fines del la década del 40`, se inició profesionalmente en la Compañía de Ariel Ramírez y luego se plegó a Los Musiqueros, cuarteto vocal que completaban el Chango Farías Gómez, Mario Arnedo Gallo y Antonio Rodríguez Villar. Apenas supo Lelia, asimismo, del primer libro de poesías de Hamlet: Mundo en el rostro. Y de no mucho más. “Estás agonizando como un canto, cuando te extingas no llevaré una flor de olor a muerte”, escribió él recordándola, en trance de elegía y dominado por otra idea cíclica en sus escritos: la de morir de olvido por las noches, y resucitar cantando por las mañanas.
Su padre Romeo Ventura Lima, “bueno como una mariposa”, tendría más estrellas a su favor. Para cuando se fue en 1965 --nueve años después que su mujer-- su hijo ya había compuesto “La amanecida”, con Arnedo Gallo, y estaba en eso con “Zamba para no morir”, su más grande creación en forma de canción, con música de Norberto Ambros y Alfredo Rosales. Había escrito también una tríada de libros más que sugestiva (El octavo pájaro, Pampamapa la huella del sur y La isla), y tres años distaban desde el origen del Movimiento del Nuevo Cancionero, del que Hamlet fue parte nodal junto a Armando Tejada Gómez, Tito Francia, Mercedes Sosa y Oscar Matus, que incorporaría al sujeto colectivo, al hombre común, pobre y asalariado, como protagonista de las música de raíz, de ahí en más.
A través de su padre, pianista, guitarrero y poeta vocacional, Hamlet también murió un pedazo más, como fluye de “Viaje de retorno”: “Se fue en San Antonio de Areco durante un mediodía dulce (como quien) se sumerge en el centro del gozo”. Diez años después, con La armonía de los cuerpos, Edad del asombro, Los juegos, Taller del resentido, y Cuentos para no morir –justamente— ya editados, otro mojón doloroso enfrentó al rapsoda con la muerte. La de Agustín Tosco, el combativo sindicalista cordobés, en 1975. En él se inspiró para escribir: “Mientras uno y sus muertes reviven todavía”.
Otro trozo de muerte penetró en Lima Quinana cuando una bomba explotó en la Casa Latinoamericana, donde solía dar charlas y talleres, y lo forzó a iniciar su exilio hacia España. Fue en febrero de 1978 y se instaló en Tenerife, junto a Tejada, su hermano del alma. Luego vivió en la casa que Horacio Guarany, otro amigo, tenía en Castro Urdiales, y arriesgó una vuelta en noviembre de ese año. Intrépido, se la siguió jugando aquí, pugnando por la aparición con vida de Haroldo Conti, participando de las marchas de las Madres de Plaza de Mayo, o sublimando otra muerte, la de la hija de Carlos Alonso, compañero pintor que había conocido durante el breve exilio. “Y lloraba, les juro que lloraba”, escribió sobre sí, en “Canción para Carlos Alonso” –con música de Enrique Llopis-- cuando se enteró del secuestro y posterior desaparición de “Paloma”, hija de Alonso y militante de la Juventud Peronista, ocurrida en julio del 77’.
Años después, bien entrada la democracia, otra muerte se transformó en poesía: la de Alfredo Zitarrosa. La sorprendió al moronense, mientras escribía la biografía de Osvaldo Pugliese, e hizo un alto en honor al cantor oriental. “Procedía del pueblo, la luz de Zitarrosa / dolorosa y precisa, de su Montevideo” (“Canción para Alfredo”)
Cuando finalmente llegó la suya, en ese verano del 2002, no solo quedó detrás un tipo que creyó resucitar cada vez que moría dando una puñalada de alegría “en el centro feroz del sufrimiento” (“Cada vuelta que doy”), sino un hombre común con alma de poeta, que supo llevar los conceptos del manifiesto del Nuevo Cancionero hasta las últimas consecuencias Que nunca olvidó aquella autosemblanza inserta en el maravilloso cuento-poesía “Crónica de un semejante”, de andar entre la gente, sin plata, viajando en trenes atestados “apretado entre cuerpos doloridos”, vaciando la vida pero a su vez entusiasmado con llegar a ver la pelea de la noche por televisión, y pensando si pagar la luz o comprarle zapatos a sus hijos.
También quedó para la historia el poeta con asombro cotidiano –tal como le gustaba definirse-- que le cantaba chajá, al tero y a los gorriones, que exigía abrir los manicomios, y que instaba a las gentes a jugarse. “Hay que elegir señoras y señores, nadie puede hacerse el distraído”.
Y él eligió la vida, (des)trozando a la muerte con sus versos… reviviendo cada mañana en una historia que, como dice su zamba inmortal, lo recordará vivo.