El comienzo del año escolar es un buen pretexto para replantear el sentido de la educación y, en ese marco, la relación entre comunicación y educación. Porque según lo señalaba el maestro brasileño Paulo Freire (1921-1997) el proceso de enseñanza-aprendizaje no puede acontecer en aislamiento, sino en y por la comunicación entre los sujetos involucrados en el mismo y en interacción con los contextos, con la realidad circundante. De su enseñanza se desprende que el papel del docente, entendido como educador-educando, no es transmitir su visión del mundo, muchos menos intentar imponerla, sino dialogar con sus interlocutores e interlocutoras estudiantes partiendo de la visión que ellos tienen y aportando la propia. De esta manera, la interacción entre ambas miradas, que también se ponen de manifiesto en diversas formas de acción, permite elaborar un estado de situación en el que educadores y educandos se constituyen y, en consecuencia, generar también conocimiento crítico que redunda inevitablemente en acción política.
Ya en su obra maestra, la “Pedagogía del oprimido” (1970), el pedagogo brasileño sostenía que la educación cobra sentido si su fuente es la “acción sobre el mundo, el cual mediatiza las conciencias en comunicación”. Porque, agrega, “solo la comunicación da sentido a la vida humana” y “los quehaceres de educador-educando y educando-educador ganan autenticidad, si esa interacción dialógica fuese auténtica y ellos fueran mediatizados por la realidad vivida, por lo tanto, en la intercomunicación”.
Mucho más recientemente, el hispano colombiano Jesús Martín-Barbero (1937-2021), sostenía que Freire “propone una pedagogía de la pregunta para la liberación de los oprimidos, es decir, de la mayor parte de la población del planeta. La educación se plantea como un proceso dialógico de ida y vuelta, orientado a romper el silencio esclavizante y recuperar la palabra negada”. Y asumiendo que el brasileño sostenía que educador y educando, a través del diálogo franco, aprenden, enseñan y reinventan la historia, advertía que “en nuestra realidad actual donde un puñado de medios de comunicación se han apropiado de las palabras y los sentidos (también de nuestros sueños), la propuesta de reconquistar la voz para nombrar el mundo sigue tan vigente como siempre”.
Esto sin perder de vista que más allá de la importancia de la educación formalizada, la vida cotidiana, la historia, los ámbitos de interacción y participación, deben ser entendidos también como espacios educativos en tanto y en cuanto son ámbitos de diálogo. Visto que “el diálogo implica la responsabilidad social y política del hombre”, sostiene Freire (1997).
¿Quién sino el Estado puede y debe garantizar esta mirada que es constitutiva de la sociedad y la cultura en un escenario de creciente privatización de la educación formal, donde juegan de manera central la recesión económica y el avance de perspectivas neoconservadoras? El propio Martín-Barbero dice al respecto que en materia educativa enfrentamos “una privatización que no remite (…) únicamente al achicamiento y descomposición del Estado tradicional sino también al deterioro que ha conllevado la masificación escolar. Y la búsqueda entonces en los sectores medios de una educación que les permita competir en el mercado laboral, aceptando para ello los costos de ‘un contrato de servicios’ obtenido en el mercado educativo”. Se trata –afirma- de una “privatización que encarna (…) un nuevo modelo pedagógico centrado en la individuación: en la exaltación de la autonomía del individuo, su capacidad de aprender a aprender, y en un proyecto meritocrático de renovación de las elites dirigentes que combina, sobre la base de una alta presión selectiva, la potenciación de la iniciativa individual con una clara recuperación de los valores de la disciplina”.
Basta observar los pronunciamientos de las autoridades educativas de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires para descubrir allí un modelo, una propuesta, que expresa una matriz y esquema para el anti-diálogo basado en la imposición de valores, negada al intercambio entre saberes y contradictoria con la comunicación. Es la negación de la coparticipación de todos quienes están involucrados en el proceso, aferrada a la acción expositiva, con escasa inteligibilidad; un modelo también instalado por la autodenominada “sociedad del conocimiento”. Detrás hay una concepción del mundo y de la institución educativa que cierra espacios a la cultura vivida, a la de cada día, a la producida en las relaciones sociales. Su cultura es la de los textos y la de las referencias a sistemas científicos y artísticos que no se corresponden con la actualidad, con la dinámica social presente. Restricción que no se supera apenas con recursos tecnológicos y tampoco con ciberactivismo si el modelo de institución educativa todo lo domestica.
Solo el diálogo, que supone también un pensar crítico, puede dar lugar a una educación en plática con la historia, con el mundo circundante. Sin esta premisa no hay comunicación y, en consecuencia tampoco verdadera educación.
Sin perder de vista las urgencias relacionadas con las limitaciones y problemas materiales, que van desde las carencias de infraestructura hasta las necesidades de actualización de parte de los equipos docentes, los señalamientos anteriores pueden servir para abrir procesos de debate respecto de una reforma general del sistema educativo que la sociedad, pero también el desarrollo del país, está demandando.