Mientras estábamos sentados en el piso de la terraza, el sol iluminaba el cabello de O’ Connell y lo hacía más dorado aún. Había llovido y el sol parecía iluminar más, como si la tierra se hubiera asentado sobre las cosas y todo tuviera ese brillo dorado y limpio. Yo miraba cómo una bandada de pájaros se apoyaba a lo lejos en unos alambres y al rato se desprendían y bailaban su danza. Parecía que salían de su cabeza dorada. Se lo hice notar porque, por momentos, no podía prestarle atención a la conversación, quedaba prendada del espectáculo en torno suyo. Él no podía verlo desde su ángulo, él miraba cómo se achinaban mis ojos al darme el sol en la cara, mientras tratábamos, en vano, de charlar.

A O’ Connell, lo conocí en la Escuela Gurruchaga; no recuerdo bien en qué año. Él era un joven estudiante y yo era una joven bibliotecaria. Nos cruzábamos casualmente por la calle o en recitales y después, se convirtió en vecino: armó un estudio de música en su domicilio. Este año vino a casa: me había avisado que quería hacerme un regalo, me emocioné y no pude dejar de llorar al verlo. Conversamos al sol, tomamos té y me contó que cumplió 36 años, se enamoró, se casó y que se iba a vivir con una astrónoma argentina a la NASA.

En 1990, recién recibida de bibliotecaria, recién nacida mi hija, conseguí un nuevo trabajo y entré en una Escuela Secundaria que se estaba formando, la Gurruchaga. Era todo a estrenar: maternidad, cargo, título. Yo tenía veintidós años y la directora quería gente joven.

El edificio también era a estrenar, igual que la década: el Ministerio de Agricultura y Ganadería le había cedido unas instalaciones que llevaban desocupadas más de cuarenta años. Era como entrar en un portal del tiempo. Había un almanaque en una de las oficinas con Perón en el caballo Pinto. Estaba lleno de herramientas en sus compartimentos y máquinas que se habían usado para combatir las plagas de langostas; también había un jeep, un camión que luego se usarían con fines educativos y un surtidor de combustible que nunca fue utilizado. Quedaba a una cuadra de donde funcionaba la escuela primaria: Salta y Crespo. Era ideal, era mucho trabajo.

Empecé trabajando en la biblioteca de la escuela primaria. Si necesitaban libros o mapas los alumnos de primer año o los docentes, se los alcanzaba. Era todo a pulmón. Con los años me mudé al nuevo edificio y armamos la biblioteca con libros donados, estanterías donadas, todo lo que se había podido conseguir.

Recuerdo el curso de O’ Connell con especial cariño. Se reunían en los recreos y en las horas libres a charlar de música, de sus cosas. A veces participaba de su entusiasmo, casi nadie venía a leer, ni a buscar libros: la biblioteca era otra cosa, un lugar de encuentro, de libertad, algunos alumnos dibujaban. 

Más tarde se incorporaron unas computadoras (toda una novedad) y aprendíamos juntos, crecíamos. Mi manera de imponer respeto (nunca me gustó gritar) era tratarlos de usted y llamarlos por el apellido, pero luego eso cambiaba y nos hacíamos amigos.

No sé bien en qué momento decidimos armar una Musicoteca. Yo compraba (con plata de la escuela) algunos casetes vírgenes TDK y, entre todos, grabábamos la música que nos gustaba y que queríamos compartir. Y así, prestando, recomendando, perdiendo, fuimos conociendo a The Cure, a David Bowie, a Pearl Jam, a Caetano Veloso; también había joyas locales como Punto G y Coki and the killer burritos.

El disco que me trajo de regalo era el álbum doble en vinilo de Desintegration, The Cure. Y ahí en la terraza, cuando O’ Connell me preguntó si la Gurruchaga había sido un semillero, no lo dudé y le dije que sí.

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