En mi infancia los fines de semana la traían a ella, a mi abuela, la abuela Tate, la mamá de mi mamá. ¡Ella fue siempre un remolino! Hablaba sin parar, contaba anécdotas, chusmeríos de familiares, las películas que había visto en el cine, como ser Que verde era mi valle o Lo que el viento se llevó. Ella hablaba, y hablaba mucho. Lo más lindo que tenían los encuentros era la alegría que ella tenía al vernos, era pura contentura, se le notaba en sus ojos y en como sonreía. Ella venía a mi casa para estar con sus nietos y era feliz. Traía siempre muchas golosinas que con mis hermanos esperábamos ansiosos. Nunca de los nunca llegó sin golosinas. La abuela revolucionaba la casa, su presencia brillaba con sus ocurrencias y sus costumbres; cómo andar con zapatos de taco de ocho centímetros por toda la casa; como despertarse religiosamente a las cinco de la mañana para cocinar o ponerse jugo de zanahoria en la cara para tener mejor color, decía. Mi papá se divertía con ella, le hacía bromas como cambiarle la hora a todos los relojes de la casa para que al despertarse tan temprano, no supiese qué hora era; le contaba chusmeríos falsos y un montón de cosas más. La abuela venía y era una fiesta.

Los domingos a la tarde, a la hora de la siesta, mi papá se iba a dormir, mis hermanos estaban por ahí jugando, y mi abuela corría al baño a maquillarse. ¿Para qué? Y… para ver películas en el living de mi casa. Así era ella de personal. Se pintaba como si estuviera en la butaca de un cine. La esperábamos con mi mamá para prender la tele. Con mis hermanos la cargábamos diciéndole que los actores no la veían a través de la pantalla, que no se pinte que no iba a salir en la tele, le apagábamos la luz del baño para que no se pudiera ver, pero ella igual se las ingeniaba para salir maquillada cual diva de los años cincuenta.

La película que más recuerdo que vimos juntas y elijo con cariño es Yo quiero ser bataclana de la entrañable Niní Marshall. La amaban, mi mamá y abuela solo tenían elogios para ella, me iban señalando las virtudes de la intérprete mientras veíamos la película. Se reían con ganas, lloraban de risa. En ese momento yo no conocía mucho de tango, pero parece que verla a Catita decir que D’Arienzo tocaba mal el tema que ella quería cantar, era algo muy gracioso. Yo las veía disfrutar y me encantaba. “Mirá bien esta parte, me decían, viene la parte de la muerte del cisne. Mirá lo que es el talento de esta mujer… los pies, mirá como se pone en puntas!”. Su voz pituda y su ímpetu lo eran todo. Catita era puro desparpajo y con mi abuela y mi mamá jugábamos a que éramos ella. Terminaba la película y nos hablábamos simulando su voz, sus palabras mal dichas, como ser: redepente, angustionada, inglesia… También imitábamos su manera de moverse, su paso ligerito, sus brazos en jarra en pose de enojo. Éramos Catita. Recuerdo también de la película los grandes bailes con los vestidos en ese teatro inmenso donde realizaban la obra. La emblemática orquesta de D’Arienzo, que aunque la película era en blanco y negro, podría uno imaginarse a todo color los cuadros de tantos bailarines con esos vestuarios y tantos músicos en escena. A mi abuela le encantaban los bailes. Yo creo que si hubiera podido formarse o dedicarse a bailar lo hubiera hecho. De esa época también me acuerdo con mucha alegría escucharla cantar tangos mientras iba de acá para allá subida a sus taquitos por toda la casa. Entonaba un “Se dice de mí” de Tita Merello y en la medida que avanzaba la canción y no recordaba la letra, inventaba una nueva versión diciendo, por ejemplo, lo molestos que éramos con mis hermanos; que le llevemos una mantita para ver la tele; que un chocolate no le vendría mal y un montón de cosas más que iban al ritmo de la música de Tita.

Ella cantaba como se escucha hoy una canción de Libertad Lamarque, la voz aguda, finita con un vibrato de pajarito que deja la nota suspendida en el aire. Todo lo que ella cantaba sonaba igual, desde el cumpleaños feliz hasta una canzonetta italiana. Aguda, muy aguda. Cocinaba y cantaba; tejía y cantaba; iba a hacer las compras y cantaba. Ella era mi abuela.

Creo que todo esto queda tan fuerte en el corazón que cuando años más tarde decido ser actriz y cantante, quise en muchos espectáculos recrear estos momentos que jugaba en mi niñez. Quería usar ropa de los años cuarenta, y cantar como lo hacía mi abuela. No tan agudo, claro está, jeje. Pero hay algo de esas mujeres que escuchaba y veía en las pantallas y también dentro de mi casa, con mi abuela y mi mamá, que quedó como un lugar adentro mío abierto para ir a visitar y tomar de ellas la alegría, el desparpajo y la valentía que tenían. En cada espectáculo que participo, antes de salir me miro al espejo y no cabe duda que me parezco. La pollera de tiro alto a la cintura, los taquitos y el peinado son sin duda alguna un retrato de mi abuela. Dice mi mamá que cuando me maquillo pongo la boca como dando un piquito y que ella hacía lo mismo, yo no me doy cuenta. Nadie lo sabe, pero mientras el público está ingresando a la sala, yo miro para arriba y le digo: “¡Abue, preparate que salimos a jugar!”.

Carla Haffar es actriz, cantante y docente de actuación. Creadora del Espacio Puentes de Luna donde da clases de entrenamiento actoral. Estudió con Julio Baccaro y Juan Carlos Gené, entre otros. Creadora de sus propias producciones, fusiona en ellas el canto y el teatro. Participó en el CD Buenas y Santas de Cuti y Roberto Carabajal. Algunas obras, Echan fuego las paredes sobre textos de Lorca, De Lunas y leyendas de música celta y Mujeres en Tango estrenada en Emiratos Árabes, Dubai. Actualmente se la puede ver en el unipersonal musical Tangueras de radio. Sábados 20:30. Korinthio Teatro (Charcas 2737, 1° "A", por ascensor). Entradas www.alternativateatral.com