Se sabe que Mirtha Legrand no tiene pelos en la lengua, salvo para responder qué edad tiene. Se sabe, también, que hay una manera de evadir ese gesto de coquetería basándose en una anécdota repetida mil veces por la conductora de los legendarios almuerzos de la televisión argentina, esos que atravesaron gobiernos de todo tipo y la transición tecnológica del blanco y negro al color, de los cuatro canales de aire porteños al amplio espectro del cable analógico primero y el digital después, de los pesados aparatos de tubo a los de Led.
La anécdota de Mirtha Legrand que revela su edad
Cuenta ella que, en 1941, cuando llegó en tranvía a un cine céntrico junto a su hermana Goldie para ver su primer protagónico en la pantalla grande y se fue en un Cadillac de lujo, tenía 14 años. Misterio resuelto: Mirtha –uno de los pocos nombres del mundo del espectáculo nacional que no necesita apellido para saber de quién se trata– nació en 1927. El cine es la llave para abrir el cofre de su “secreto”.
Las películas de La Chiqui
Aquella película se llamó Los martes, orquídeas, tuvo como director a Francisco Mugica, fue la segunda de 35 en las que participaría durante su carrera y sirvió para catapultar a esa jovencita rubia –que había debutado un año antes con un cameo junto a su hermana y apenas cuatro palabras en Educando a Niní, con Niní Marshall– a la elite de las comedias blancas de la época, cortesía de un contrato de cinco años con los estudios Lumiton.
De una de las principales usinas del cine clásico argento salieron, entre otras, El viaje, Adolescencia y Mi novia es un fantasma (las dos primeras de 1942, la otra de 1944, todas bajo el mando de Mugica); Claro de Luna (1942, dirigida por Luis César Amadori y con el co-protagónico de Goldie); La pequeña señora de Pérez y La señora de Pérez se divorcia (de 1944 y 1945, respectivamente, las dos con Carlos Hugo Christensen en la silla plegable), y La casta Susana (1944).
“Haciendo pareja con actores como Juan Carlos Thorry o Ángel Magaña, filmó una serie de comedias que le dieron popularidad y numerosos premios. Se convirtió en el “ángel” del cine argentino por su belleza, por los papeles que interpretaba de joven simpática, buena y siempre sonriente y porque así se la calificaba en las tramas de muchas de sus películas”, describió Emeterio Diez Puertas en el trabajo académico “Un rostro para una idea: el idilio amoroso en las comedias blancas de Mirtha Legrand”.
Su relación con Daniel Tinayre
Pero su carrera pareció diluirse por los mandatos sociales de la época. Para 1945, las revistas especializadas coincidían en que "Mirtha Legrand se retiraba de las actividades artísticas" para dedicarse "exclusivamente al cuidado del hogar". ¿El motivo? Los deseos de su pretendiente, un militar cordobés llamado Julio Alvar Díaz, de quien se separó cuando se enamoró del director Daniel Tinayre.
Los 17 años de diferencia no fueron un problema, y no solo la relación sentimental se mantuvo hasta la muerte del destinatario de los “carajo, mierda” de la Señora, sino que junto a él inició una etapa en las que interpretó personajes alejados del arquetipo bondadoso y querible que la había vuelto famosa. A esa primera colaboración conjunta que fue el policial Pasaporte a Río (1948), en esa línea artística siguieron, entre otras, El pendiente (1951, León Klimovsky) y La de los ojos color del tiempo (1952, Luis César Amadori).
Con un paso laboral por España a fines de la década de 1940 y principios de la de 1950 gracias al éxito de sus películas en aquel país, Legrand volvió a ponerse al mando de su marido para el policial –aunque con toques de comedia– La vendedora de fantasías (1952), Tren internacional (1954), En la ardiente oscuridad (1959), la legendaria La patota (1960), Bajo un mismo rostro (1962) y La cigarra no es un bicho (1963).
La mesaza de los almuerzos
Tres años después de su último trabajo para la pantalla grande (Con gusto a rabia, de 1965 y con dirección de Fernando Ayala), recibió un llamado de Alejandro Romay, amo y señor de los destinos de Canal 9, con una propuesta llamativa: un programa que consistía en un almuerzo con ella encabezando la mesa y sus invitados compartiendo charlas mientras comían. Lo que sigue es una historia de casi medio siglo que se prolonga hasta hoy. Una historia que sigue escribiéndose.