Desde hace un tiempo que la controversia entre desarrollistas y ambientalistas se agudiza. En los últimos meses, el intento de zonificación minera en Chubut y la habilitación para la exploración offshore en la Costa Atlántica movilizaron a la población e hicieron subir el tono de la discusión de un lado y del otro. ¿Qué hay detrás de esta nueva grieta en la sociedad argentina? ¿Qué puntos de encuentro se pueden rescatar de cara al futuro?
Eduardo Gudynas, investigador uruguayo, cuenta cómo ha cambiado el concepto de desarrollo a través del tiempo y cuál fue el espacio que la dimensión ambiental ha ocupado en el mismo. El sentido convencional del término se popularizó después de la Segunda Guerra Mundial, en relación a problemáticas sociales como la pobreza y la desigualdad. Para mediados del siglo XX, se había consolidado una visión del desarrollo como un proceso de evolución lineal, esencialmente económico, mediado por la explotación de recursos naturales.
Las primeras críticas tuvieron un enfoque geopolítico y denunciaron la falta de una perspectiva histórica. Desde el estructuralismo latinoamericano a fines de los '40 y principios de los '50, con su diferenciación del centro y la periferia, pasando por la teoría de la dependencia en la década del '60 y su entendimiento del subdesarrollo no como fase previa del desarrollo sino como resultado del imperialismo y colonialismo. A su vez, la ONU señaló la necesidad de distinguir aspectos cualitativos de cuantitativos a la hora de referir al bienestar social. Las críticas que alertaron sobre temas ambientales surgieron empezada la década del '70, al desmentir el crecimiento perpetuo y señalar la histórica escisión entre la economía y la ecología.
Punto de partida
Desde las críticas ambientales también han surgido propuestas como el degrowth. En el 2018, durante el cursado de la Escuela de Verano de Economía en la Universidad de Kassel, Alemania, una académica de ese país proponía a una clase de cuatro estudiantes por continente la priorización del bienestar social y ecológico por sobre los beneficios corporativos, la sobreproducción y el exceso de consumo. Para llevar adelante esa propuesta, serían necesarios procesos de redistribución radical y reducción del tamaño material de las economías.
Al terminar la exposición, la estudiante nigeriana de la clase comentó que le parecía insultante haber viajado tanto para escuchar cómo quienes históricamente habían saqueado su tierra ahora le explicaban que las ideas de progreso que habían inculcado en todo el mundo ya no aplicaban. Y que ahora todos debían perseguir otros objetivos, pero desde puntos de partida absolutamente diferentes.
En definitiva, lo que la compañera africana hacía era retomar la crítica geopolítica al desarrollo, entrecruzándola con la ambiental: ¿tenemos todos los países la misma responsabilidad frente al cambio climático y el consecuente desafío de la transición energética? Evidentemente, como ella señalaba, los puntos de partida no son los mismos.
Las trampas macroeconómicas que enfrenta América latina en general y Argentina en particular no son comunes a todo el mundo. Culminando la primera década de este siglo, tanto figuras ambientalistas y como otras más moderadas en el tema, como es la de José Antonio Ocampo, economista colombiano y ex director de la CEPAL, coincidían en que la tierra prometida de las altas tasas de crecimiento y la convergencia internacional era un espejismo y que el orden global neoliberal continuaba profundizándose. Sin embargo, para él la razón básica es el rezago tecnológico y productivo acumulado, junto con las reformas de mercado no compensadas por políticas públicas dirigidas a atacar esos problemas estructurales.
Balanza de pagos
Alexander Gershenkron, un famoso historiador económico, sostiene que frente a los desarrollos tardíos los países deben hacer un esfuerzo especial, muy marcado y direccionado, para compensar el rezago acumulado. Sin embargo, las políticas que se precisan para lograrlo son prácticamente imposibles de llevar adelante en un esquema de dominancia de balanza de pagos. Ocampo formula este concepto para contrastar con el de la dominancia fiscal, propio del mainstream de la economía, que refiere a un régimen en el que la administración macroeconómica está esencialmente determinada por las condiciones fiscales.
De forma análoga, la dominancia de balanza de pagos implica que los ciclos económicos nacionales dependen de shocks externos, a través del intercambio comercial y las posibilidades y costo de financiamiento externo. Esta dependencia de la disponibilidad de dólares genera presiones muy fuertes para que la política macroeconómica sea procíclica, lo cual aleja a estos países cada vez más de lograr compensar el retraso tecnológico acumulado y condenándolos a una vulnerabilidad externa poco común a nivel global.
De esta manera, frente a un bajo nivel de diversificación de la canasta exportadora, la economía está más expuesta a las dinámicas ajenas a su funcionamiento, especialmente a los movimientos en los términos de intercambio. Tal es la evidencia del 2021: frente al delicado panorama de balanza de pagos de Argentina, el aumento de los términos de intercambio habilitó una ganancia extra de 6 mil millones de dólares, que equivalen al 40 por ciento del resultado comercial. El superávit de 14.750 millones de dólares supera con creces a las reservas líquidas con las que el Banco Central cerró el año. En definitiva, la situación actual sería otra totalmente diferente sin el viento de cola que constituyó el aumento del precio de los commodities.
La vulnerabilidad externa también tiene un costado financiero, que depende del grado de endeudamiento y que se manifiesta en una posición patrimonial desfavorable. En Argentina, está probado que el aumento de la deuda externa pública no contribuye al crecimiento en el corto plazo, a diferencia de lo que es habitual en economías más avanzadas. Tampoco lo hace en el largo plazo, lo cual se evidencia en la cantidad de crisis de deuda y las nueve renegociaciones que el país ha enfrentado, incluida la actual con el FMI.
De esta manera, por la vía real de la especialización productiva y por la financiera, el país está expuesto de sobremanera a shocks externos, que echan leña al fuego de la volatilidad macroeconómica por la que Argentina también destaca: desde 1930 hasta el presente, el país atravesó treinta años de recesión, es decir, más de una recesión cada tres años.
Además de la influencia negativa que pueden ejercer la caída de los términos de intercambio o la salida estrepitosa de capitales, la volatilidad en sí es dañina: en el sector privado, hace que las empresas elijan proyectos de mirada cortoplacista en detrimento de aquellos que requieren mayor volumen de inversión e involucran recursos para la innovación y adquisición de nuevas tecnologías, y en el sector público genera la caída de recursos que derivan en recortes presupuestarios. En definitiva, una espiral viciosa de magro crecimiento, en el mejor de los casos, y distribución regresiva.
Transición
La dominancia de la balanza de pagos y la consecuente volatilidad hacen de la Argentina un caso excepcional. ¿Quiere decir esto que por el rezago de antaño y la originalidad de nuestros problemas económicos se reclame una licencia especial para destruir la naturaleza? No, simplemente quiere decir que es necesario hacer una contextualización histórica y geopolíticamente y que los países deberían poder avanzar en la transición energética en función de sus capacidades económicas y las responsabilidades históricas frente al cambio climático.
Si la industria de combustibles fósiles todavía se beneficia de subvenciones equivalentes a 11 millones de dólares por minuto y solo cinco países son responsables de 2/3 de estos subsidios, proponer que Argentina encabece las medidas ambientalistas más radicales no solo nos pone en riesgo económicamente hablando sino que es altamente ineficiente para resolver la problemática ambiental global.
La transición hacia energías más limpias no puede hacerse de forma abrupta, instalando repentinamente un prohibicionismo a cualquier actividad que implique la explotación de recursos naturales, sino que debe ser un proceso gradual, que se puede aprovechar para aminorar la vulnerabilidad externa que se padece y ganar grados de libertad en la propia determinación como nación. El primero de estos objetivos se logra exportando más, no tanto porque sea un hecho estilizado del crecimiento económico sino porque es la estrategia más asertiva para enfrentar los problemas macroeconómicos estructurales.
Adquirir tecnología en el exterior y sustituir importaciones requiere de dólares, los cuales se obtienen exportando más. Entender la transición como un proceso gradual implica que, por ejemplo, de cara a la exploración y posible explotación offshore en la Costa Atlántica, se ponga el foco de nuestra atención en el rol que tendrá YPF: en el proyecto, la empresa estatal argentina es asociada de la noruega Equinor y la española Shell. Si se aprovechan oportunidades, se pueden incorporar nuevas capacidades tecnológicas y rediscutir un manejo nacional de la tecnología. En cierta medida, la soberanía se juega en el aprendizaje.
La preocupación y movilización social por este tipo de emprendimientos es genuina y valiosa. Lejos de merecer chicanas, lo que precisa es de información y de instancias abiertas y participativas. Las discusiones deben generar confianza en la ciudadanía y las decisiones de los gobiernos de turno deberían ser legitimadas. Esos espacios abiertos deberían ser el ámbito en el que surjan nuevos lenguajes de valoración, en los que la definición de desarrollo que se juegue tenga la impronta de la necesaria transición energética, así como de los problemas económicos y sociales particulares que enfrenta el sur global.
*Master en crecimiento y desarrollo económico y profesora de la Universidad Nacional de Mar del Plata