En plena psicodelia, a fines de los años sesenta, un buen plan para la familia trabajadora, en su descanso del domingo, era ostentar las concurridas piletas de La Salada. El icónico anuncio de la cercanía lo indicaba el gran Puente la Noria que, anticipando el despertar del sur, cruza el Riachuelo siendo la envidia del Arco del Triunfo porque resplandece con él. Es la marca indeleble de la frontera tripartita, entre Capital Federal, zona oeste y el sur bonaerense. 

La referencia del tránsito quedó sellada como la rosca de la tapita de chapa en la botella antigua de vidrio. Ya  cuando el ocaso del fin de semana marcaba el caos vehicular del que hablaba Julio Cortázar, aparecía sobre la gran rotonda de Camino Negro, a principios de los años setenta, el afiche de Astroboy y Meteoro que largó a rodar un chisme que circula entre Japón y argentina.

El rumor lo escuché en plena crisis del 2001, cuando me refugié en el parador de la montaña, en Santa Rosa de Calamuchita. Lo decía un columnista de un programa de radio municipal de Berrotarán cuando el dial se clavó en el paso de una estación de GNC recién inaugurada.

En aquel lugar me crucé con un ser de luz del período Edo y en su remera se leía: “La salvación es sacarse dobolus de encima”. Esa lucidez alumbró “El jardín de senderos que se bifurcan” donde Borges me despierta siempre antes del ocaso y me lleva de la mano a “La hora del diablo” de Fernando Pessoa.

Mientras tanto, en la cima de la ingenuidad, aquel germen del canchero del barrio es el malvado necesario que defiende la magnitud  del Puente Pueyrredón y las piruetas del Puente Alsina. La escena de “Cinema Paradiso” me recuerda la frase del anciano al joven que soñaba ser director de cine; "Deja este pueblo y no vuelvas, no te dejes vencer por la nostalgia".

Finalmente en la sinuosa decisión le pido al tintorero Uheara que me oriente para llegar a Japón con el colectivo 21 desde el paso de Zamora, como se lo nombraba en tiempos de la colonia, hasta la Noria para extraer agua del arroyo en el ingreso a  la chacra de Gregorio Rodríguez.  

Un vuelo transpolar desde dimensión la Noria al aeropuerto Narita me deja con el jet lag sin precisión en el objetivo, pero cuando conocí a Hachiko, símbolo de la lealtad, en la estación Shibuya de Tokio, decidí preguntarle a la presidenta  de la Comunidad Peruana, que vive en Japón, que fue de la vida de Astroboy.

Después de unos minutos, se coloca la mano en la boca, tapándola con suavidad y me sugiere ir a probar el sabroso Gazpacho de la estación Kabukicho y sumergirme en los consejos de la vida marginal.

En los estrechos pasillos, la sensación es de un morbo intimidante pero me ampara el cielo de Tokio que tiene como un sonido de puerta automática con la precisión de una estrategia funcional. Es como una constelación que tiene un gran mecanismo de astros funcionando como engranajes para salvar el orgullo de una idiosincrasia. Por esa razón me gana la curiosidad de comprender el lado b de lo aparentemente correcto del niño estrella que se pierde en la órbita del barrio rojo.

Quiero escapar de un personaje con tanta oscuridad y de pronto me viene a la mente la charla espontanea con el ancho Rubén Peuccele que le deja magia a las cercanías del Puerto de Olivos. Aquel suceso de seguridad emocional se congela con el hombre de la barra de hielo que recorre las afueras del ring. Lo sigo con la mirada en blanco y negro  para terminar confundido de estación en el metro de Tokio.

Pese a tener una red perfecta de conectividad, como la simetría de las costillas de un esqueleto humano, salgo a la red circular para empalmar nuevamente con esa sincronicidad del sol naciente de la red subterránea. Saliendo a la calle elevo la mirada y en su caída libre por el desconcierto fijo los ojos en el reloj de arena gigante en el Parque Yoyogi.

Casi siempre que estoy lejos de Argentina la memoria me renueva el recuerdo de lo propio y es ese instante mágico el que imprime este silencio del automatismo urbano de Tokio cuando abre y cierra el Kabuki.

Vuelvo entonces a ese viaje al norte Argentino cuando en las calles me sorprende Fernando, el símbolo de lealtad que vi en Resistencia, Chaco, donde el cemento colorido deja testimonio.

Ya es hora para la misión de Astroboy que me detiene casi sin tiempo en la constelación de Japón, más precisamente en la conformación  de los cinco grandes centros que recorro por esta ciudad.

Las luces de Shinjuku, siguiendo la unidad del trazo de las estrellas, van mostrando el mapa de historias comunes con el mismo mensaje de lealtad en Japón y Argentina. Es el caso de dos perros que esperaron hasta morir a quien ellos ven como el sol  de su constelación, su compañero.

Cuando comienza a desconcentrarme lograr la unidad del todo, una anciana del asilo Keifukuen, en el barrio de Hiroo, pregunta como se dice en el conurbano “muchas gracias por el dato ".

Egon Schiele ofrece un lienzo para terminar de contar el título y hasta su voluntad de colaborar suma una posible solución para darle estética, un atributo inigualable de su obra.

Desde su joven melancolía cuenta que tanto en Viena como en Tokio vuelan cuervos y Astroboy, entrando en su adolescencia, durante una noche en Roppongi, comenzó su autodestrucción. Luego de la vergüenza por ser visto desalineado, Chispita logra salvarlo con un cuervo del Mercado Tsukiji y hoy vive en el barrio latino de Viena reencarnado en un ave negra, en las periferias de los comercios que ofrecen faláfel.

Dicen que los jesuitas, cuando fueron expulsados de Argentina, se llevaron el secreto del cultivo de la yerba mate y también la foto original de Astroboy planeando un puente, sentado en un campo que en la actualidad es el Autódromo Oscar y Juan Gálvez.

Con la antropóloga Marian Moya y su libro “Miradas profundas” comienzo a sembrar el Mito en Japón para continuar una charla astro-mágica con ella, sobre la experiencia de su master en Sociología, en la tierra del sol naciente.