Este 25 comprimió muchas imágenes y sonidos presentes y pasados que terminaron haciendo de ese día una coctelera desconcertante. La síntesis de la bifasia nacional terminó recalando en dos fotos: en una, diurna, Marcos Peña hacía declaraciones en una pantalla gigante ubicada en la Plaza de Mayo, alrededor de la cual no había absolutamente nadie. En la otra, nocturna, en una pizzería de no se sabe dónde, Cristina daba su reportaje en una pantalla pequeña colgada arriba de las mesas, atestadas de personas escuchándola.
Este 25 lo vimos a Macri en el Tedeum. Vimos que no sabe persignarse y que le importa un comino que lo veamos. Vimos, minutos antes, que el gabinete completo caminaba esas dos cuadras y que Juliana Awada saludaba con la mano a una plaza vacía y militarizada. Vimos al cardenal Poli decirle cuatro frescas a Macri en la cara, y que la cara de Macri, si bien es de piedra, ya es de piedra cuarteada.
Vimos en las redes, a lo largo del día, la explosión de recuerdos de otros 25, los que tanta gente añora y a los que desea volver, porque no fueron los de toda la vida ni los de la total normalidad. No añoramos lo de toda la vida, porque si tomamos tanto aire en esa década fue porque por fin se abrieron compuertas que los que transitamos los cincuenta no habíamos vivido nunca. Aquellos climas multitudinarios, de familias que festejaban el cumpleaños de la patria pero que después eran devueltos por la vida vivible en esos años a sus casas, a sus cenas calientes, al descanso relajado previo al feriado puente. Porque la patria puede ser infinidad de cosas, y hasta un pretexto y hasta una exageración, pero sin duda la patria a la que colectivamente nos imantamos durante mucho tiempo fue ésa que se defendía porque a su vez daba: daba derechos y garantías, que en concreto eran vidas cotidianas con la chance de la felicidad.
En aquellas fiestas había fuegos artificiales, pero no fue un fuego artificial el que había permitido la movilidad social ascendente, que era el rumbo marcado por políticas que a veces funcionaron mejor que otras pero que emanaban de un Estado que, como reafirmó Cristina por la noche, era un instrumento de nivelación. No fue un fuego artificial el que incineró el orden establecido para que millones sufrieran mientras cien mil se forraran. Fue una sincronía histórica entre dos dirigentes políticos y amplios sectores bajos y medios que lo sostuvieron.
Eso es lo más invisibilizado de todo cuando se habla de Cristina: casi todo el mundo cuando habla de ella se agota en ella cuando, si se tratara de personalismos, Cristina hubiese sido fagocitada hace rato por la picadora institucional, judicial y mediática. Ella nunca fue sólo ella, sino lo que representa y a los que representa. Nuestro sistema de representación está tan nublado que incluso quienes desde los alrededores de lo que fue el kirchnerismo en el poder destratan o descalifican a Cristina, no advierten que haciéndolo destratan y descalifican a los millones que se siguen sintiendo representados por ella sí y por otros no. Ese cuidado que tuvo Cristina en no descalificar a nadie no lo han tenido con ella, e implicaba no sólo la intención de no prestarse al juego ajeno de los trapos sucios, sino el respeto por las bases de otros dirigentes u organizaciones que han afirmado que ella ya no los conduce. Tiene tanta conciencia de la necesidad de esa unidad, que se saltea que hace poco uno de esos dirigentes salió al ruedo diciendo que “era hora de los pantalones bien puestos y no de estar debajo de una pollera”. El machismo no te lo deben, te lo enrostran, te lo refriegan por la cara.
Del mismo modo, Macri y Massa quieren “frenarla”, pero son impotentes porque ella no viene sola, sino con la identificación política de millones. Eso no lo dicen, quizá ni lo piensen, pero hace mucho que el factor Cristina no se explica solamente con su astucia y su inteligencia, ni con su rango político, a todas luces el más claramente opositor de la escena posible. Es que esa voz, esos conceptos contextualizadores, esa necesidad de acción política potente, coinciden con el reclamo que de todo eso hacen desesperadamente los argentinos golpeados a quienes han votado para que se opongan a lo que viven hoy.
Uno de los tantos efectos paradójicos que vivimos fue que gracias al exabrupto miserable de Alejandro Rozitchner en relación a lo que hubiera hecho o no el Flaco Spinetta, y a su desprecio por los artistas populares, recuperamos la nota que León Rozitchner, el que le dio prestigio a ese apellido, escribió en este diario en 2010 sobre el odio que genera Cristina Fernández de Kirchner en otras mujeres.
Releerla fue iluminador, porque allí León se explayaba en aquellas “mujeres sumisas y ahítas de alta y media clase, tan finas y delicadas ellas, (que) no nos ahorran sus miserias cuando se muestran al desnudo al dirigirle sus obscenas diatribas”. Las diatribas nos vienen a todos a la cabeza. Las últimas destempladas las escuchamos el 1 de abril, ya amasadas con consignas reivindicatorias del terrorismo de Estado.
Rozitchner les asignaba a esas mujeres que no son apenas portadoras de críticas políticas, sino de un desborde emocional que les quiebra la voz cuando liberan los insultos contra Cristina, el rol de las mujeres que han aceptado el patriarcado como la normalidad de sus vidas y que han ocultado en ese borramiento de sí mismas las causas de su insatisfacción: son las que no pueden soportar la visión ni la energía de una potencia femenina que nunca conocieron, a la que no se atrevieron, que no se les ocurrió. Según el punto de vista del filósofo, ese tipo de mujeres, casi como una primitiva autodefensa psíquica, no pueden discutir a Cristina: instadas por el aparato mediático que funciona como delivery de bajos instintos, la odian. Pero no sólo a ella. Ahí se ve un poco más claro que ellas odian lo que Cristina representa: el patriarcado es un sistema que se encarama en la jerarquía entre sexos para estructurar y sostener todas las demás jerarquías. En el odio a Cristina late el odio a lo negro.
La nota de Rozitchner, finalmente, comenzaba por un lugar absolutamente interesante y poco transitado: por Néstor a su lado. Porque no fue Cristina sola la emergente de esa anomalía femenina que provoca tanta resistencia, sino una construcción conyugal en la que hubo un varón que se le acopló y se expandió y la ayudó a expandirse a ella toda la vida. “Cristina Fernández es una mujer que se unió a un hombre desde otro lugar corporal histórico: donde el encuentro de la heterogeneidad de los sexos en la militancia temprana no se impuso como sumisión, sino como igualdad dentro de esa diferencia”, decía Rozitchner padre.
Posiblemente entre los 30.000 que faltan hubo muchos jóvenes que hubieran inventado muchas más “nuevas parejas políticas” como ésta. Es hermosa la referencia a esa unión como fruto de un contacto vital “desde otro lugar corporal histórico”. Ese varón que fue Néstor fue un tipo de varón escaso, emergente de los 60 y que poco después comenzó a difuminarse bajo las nuevas formas de poder patriarcal, autoritario, prostibulario.
Habrá que ver qué tipo de varones son éstos que en estas horas frenéticas están discutiendo si Cristina es “una vasija vieja”, como se ha dicho, o quien retiene junto a su figura la fe de millones de argentinos en su coraje para dar las peleas difíciles que se vienen, y oponerse, negarse y seguir diciendo que no. Hoy Cristina no es su maquillaje, no es su edad, no son sus carteras, no es su soberbia, no es su tono de voz ni todas esas pavadas. Hoy ni siquiera es una mujer: esos varones de pantalones bien puestos, si los tienen tan bien puestos, deberían comprender que los que quieren a Cristina no la quieren porque es mujer, sino porque sabe dar peleas, y porque no se rinde.