Algunos consideran que la pandemia tuvo el efecto de un trauma colectivo. De ahí podemos conjeturar que, además de los particulares dramas y perjuicios que ocasionó, el colectivo social se vio violentado en su dinámica habitual debiendo resignar concreciones presentes y expectativas futuras.

El lazo social se vio afectado sea por la amenaza mortífera del virus como por todas las medidas y restricciones a que nos vimos obligados en función de preservar la salud y la vida propia y ajena. Uno podría decir que el lazo social se constituyó transitoriamente en base a una lógica de supervivencia.

Si lo que llamamos “realidad” resulta de las representaciones sociales que la configuran en nuestras mentes, su alteración brusca es probable que haya ocasionado un desarreglo inter e intrasubjetivo. En suma, la desorientación, la incertidumbre, incrementaron el repliegue defensivo, el encierro como modo de conjurar lo externo irrepresentable.

La etimología de trauma deriva de un término griego que significa herida y tiene sus raíces en el indoeuropeo donde comparte semejanzas con triturar y tribulación entre otras. Hay dos perspectivas para entender el impacto del trauma en el sujeto: una viene dada por la dimensión del estímulo externo; la otra por la capacidad de recepción.

Las personas vivimos en un mundo, un estar comunitario que nos provee de ciertas protecciones: seguridad, salud pública, planes sociales, etc. Cuando ciertos acontecimientos perforan esa membrana social protectora esos sucesos se vuelven catastróficos. La fuerza disruptiva es de tal magnitud que transgrede cualquier orden que la pretenda encauzar. Así ocurre con un terremoto, una inundación y también con una epidemia.

Aunque el desempeño individual y familiar tuvo gran importancia en el cuidado de la salud, en gran medida el mismo dependió del comportamiento social y de las instituciones responsables del resguardo comunitario: hospitales, organismos de seguridad, centros de investigación, medios de comunicación, escuelas, etc.

Todos en cierta manera nos vimos involucrados en la pandemia. Pero algunos vivieron el infortunio de enfermar, quedar con secuelas o perder la vida. A pesar de todos los esfuerzos, tuvimos que lamentar hasta el momento más de 125 mil muertes conuna cifra que supera los 9 millones de infectados. Sabemos que el sufrimiento de los cercanos a cada fallecido se incrementó por la imposibilidad de acompañar y luego realizar los gestos necesarios de despedida o los ritos correspondientes según cada creencia y cultura.

Como creo que nuestro estar en el mundo transcurre y pervive en la sociabilidad, es de suponer que el padecimiento de algunos --por cierto no pocos-- adquiera una repercusión comunitaria. Porque si de alguna manera todos reconocemos un hacer común, una construcción de nuestra existencia mancomunada, todos somos en cierta forma partícipes de la suerte del otro.

De ahí que coincida con lo expresado por Alicia Stolkiner en cuanto a que “los hechos traumáticos colectivos requieren respuestas comunitarias” [1]. En el mismo sentido opina Silvia Bentolila, quien considera que “para ninguna comunidad es gratis tener 100.000 muertos. En la memoria colectiva nos va a pegar a todos y a todas, y van a quedar heridas de ese duelo para elaborar y sanar. Vamos a tener que hacer un duelo colectivo como tuvimos que hacer con otros desastres como la guerra de Malvinas y los atentados a la AMIA o a la Embajada de Israel”. [2]

Por su parte, Macarena Sabín Paz, desde el Centro de Estudios Legales y Sociales, ha señalado que “los duelos individuales y colectivos necesitan acompañamiento” y que “los duelos son circunstancias vitales extremas que requieren el soporte del grupo y de la comunidad”.[3]

Es de notar que acarreamos una posición ambivalente ante la muerte. Nos decía Freud al respecto que hemos manifestado la inequívoca tendencia a hacerla a un lado “a eliminarla de la vida...” a “matarla con el silencio...”[4]

Por eso es menester saber que, pese a esos vanos e infructuosos intentos, que ocasionan un empobrecimiento subjetivo y social, el duelo es necesario y que no implica profundizar el dolor y la desazón sino rescatar el aporte vital de quienes nos han nutrido con su existenciatanto como reparar la herida abierta por su partida.

Nos dice Judith Butler que el temor al duelo puede alimentar el impulso de resolverlo rápidamente intentando devolver el mundo a un orden previo. Por el contrario, podría inaugurarse una nueva perspectiva si “la preocupación narcisista de la melancolía se transforma en consideración por la vulnerabilidad de los otros”. Agrega que "la herida ayuda a entender que hay otros afuera de quienes depende mi vida" y “el duelo nos revela la manera en que estamos constituidos por la alteridad”.[5]

Como dice esta notable filósofa de nuestro tiempo, “el trabajo de duelo es constitutivo de la comunidad política”, y podríamos decir que con él se da lugar a una reconfiguración social: memoria colectiva, recuperación de los legados, reconstrucción de lazos, acompañamiento empático, reconocimiento de la vida que nos tributaron los que se han ido, homenajes. Como ocurre con los duelos individuales, se procura una disminución paulatina del recurso a mecanismos disociativos y a la negación, que nos debilita.

Dejar atrás la pandemia no va a depender solo de la disminución del virus y su letalidad. Lo traumático no se resuelve por decreto y menos con el olvido. Es preciso un trabajo comunitario al respecto. Cada cultura sabrá expresarse según la forma de duelo colectivo que mejor le resulte. Algunas ideas han ido surgiendo: la realización de un parque memorial en el cual sembrar árboles en recordación de cada persona fallecida, habilitar espacios en el ámbito escolar para hacer mención a lo que nos ocurrió como sociedad teniendo en cuenta el particular sufrimiento que le tocó transitar a niñes y adolescentes; constituir dispositivos específicos en las instituciones para la elaboración de los traumatismos que sufrió cada familia y allegados; contemplar el padecimiento de los grupos más afectados por la carga de responsabilidad como los trabajadores de la salud; dedicar un día nacional de recordación a las víctimas de la covid19, etc.

Se trata nuevamente como decía Silvia Bleichmar del dolor país Ese sentimiento fraterno y empático que nos vincula al colectivo social y nos acerca al otro, a su dolor, que clama ser contenido, concientizado y compartido.

Miguel Tollo es psicólogo y psicoanalista.


Notas:

[1] Entrevista a Alicia Stolkinerrealizada por Yair Cybel para El Grito del Sur 28/11/2021

[2] Entrevista para el diario AR a Silvia Bentolila por Julieta Roffo. 14 de julio de 2021

[3] “Los duelos individuales y colectivos necesitan acompañamiento” Documento conjunto Memoria Abierta-Cels

[4] Freud, Sigmund (1915) Nuestra actitud hacia la muerte en “De guerra y muerte. Temas de actualidad” Tomo XIV Obras Completas. Amorrortu editores. 1998

[5] Butler, Judith. (2006). Vida precaria. El poder del duelo y la violencia. Buenos Aires: Paidós