Hubo una época en que tener vih y decirlo era como tener una marca en la frente: peligro. Era una época en que las preguntas se acumulaban frente a la advertencia, pero no se formulaban, más sencillo era alejarse, mirar para otro lado, asumir que “el Sida mata” -tal como se leía en algunas paredes- y masticar con tranquilidad impostada la seguridad de que esa enfermedad se la agarraban sólo las personas promiscuas, los gays, las travestis, las putas; no todos. El vih sida, aunque se proclamaba en alguna campaña, nunca fue un problema de todos. Esa época todavía no pasó.
Hubo una época en que tener vih/sida era una condena a muerte. No había tratamientos, sólo la lotería de ver cuánto durabas y la medicación existente para las enfermedades oportunistas que aparecían merced a la baja dramática de las defensas. Tenías neumonía, trataban la neumonía, pero el bicho seguía ahí, comiendo en silencio tus barreras con el mundo. La muerte te respiraba en la nuca. Esa época ya pasó para muchísimas personas. Pero para muchísimas otras, no. De sida se siguen muriendo personas pobres que no llegan a recibir tratamientos o los interrumpen por la inmensa burocracia que implica conseguirlos, personas trans por la falta de acceso histórica a los sistemas de salud. Cinco mil personas mueren cada año por causas relacionadas al vih. Muertes invisibles que ya no se cuentan, porque el sida es un problema menor.
Hubo una época en que conseguir trabajo teniendo vih era una quimera, una época en la que buscar trabajo incluso era un riesgo. Porque capaz lo encontrabas y te pedían que te hagas exámenes pre ocupacionales y entonces el diagnóstico positivo te dejaba afuera. Fuera de la chance de un salario. Fuera de la posibilidad de tener una obra social. Esa época no pasó. Los exámenes se siguen pidiendo y el vih -aunque no debería- figura en la lista. Obvio, te podés negar a hacértelo. Pero ¿del lado de quién quedará la sospecha?
Hubo una época en que vivir con vih y tener deseo sexual era convertirte en un ser amenazante y deleznable, un ser sin consciencia, sin escrúpulos. Ni hablar si aun siendo vih positivo seguías teniendo el deseo o la fantasía de gestar y parir, de hacer planes a futuro, de perder la cabeza en una fiesta, de mezclarte entre quienes no tenían vih o no sabías que tenían para un romance tan fugaz como la noche. Qué horror, qué espanto, por qué no tendríamos más visible la marca en la frente. Esa época podríamos decir que se diluyó. Y sin embargo, en demasiadas consultas médicas se sigue ocultando información sobre las prácticas seguras para el sexo y el placer. Se sigue ocultando que si la carga viral es indetectable no hay riesgo de transmisión y se sigue ocultando que sin carga viral no hay por qué ir a cesárea, no hay por qué evitar un embarazo.
Hubo una época en que tener vih sida no era solamente un estigma, también era una condena al silencio para evitar el estigma. Una época en que dejamos de morir gracias a tratamientos médicos inaccesibles si el Estado no los garantiza, pero como ya te morís, a nadie le importa de sus efectos adversos -de los que apenas te advertían-, cómo te vas a quejar. Ni tampoco te vas a quejar de tener que hacer un trámite obligado, mes a mes, para que te den la medicación, para que te la den a tiempo para no interrumpir el tratamiento. ¿Cómo te vas a quejar de que cada vez que hay falta de dólares en el país se interrumpe la provisión de tratamientos? Si el sida es un problema menor, de pocos, jamás de todos. En esa época estamos.
Cuarenta años pasaron desde que existe el virus de inmunodeficiencia humana, hay tratamientos, no hay cura ni vacuna. Sigue habiendo estigma, es la evidencia -como si se necesitara- de que hay poblaciones descartables. Todas esas muertes menores, todas esas vidas abolladas por los trámites, las pastillas que no se tragan, los rechazos, la falta de trabajo o el trabajo precario, las preguntas que no se formulan, las que se nombran en voz baja: ¿cómo se habrá contagiado? Todo eso cuenta menos. Tanto menos que no se logra actualizar la ley nacional de vih sida que impulsan las organizaciones y las personas que viven con el virus, aun en este país donde se declamó mil veces en los últimos dos años que la salud y la vida eran lo primero. No de todos.
¿Qué quiere esa nueva ley de vih-sida, Infecciones de Transmisión Sexual, Hepatitis y TBC -todas infecciones relacionadas al sida o de transmisión genital? Un enfoque que no sea meramente médico, una perspectiva que entienda que no se trata de una guerra contra los virus sino de cuidados para las personas que viven con esos virus en sus cuerpos. La salud no es algo que cae graciosamente de la mano de los avances científicos, la salud es un equilibrio que se consigue en las comunidades donde vivimos, asumiendo fortalezas y fragilidades. Asumiendo que vivir no es respirar sino también desear. Esta ley vuelve a poner en agenda la cuestión principal: el estigma, la discriminación, el acceso a la salud y a una vida digna.
En esta época en la que los discursos sobre la salud como ausencia de enfermedad son cosa de todos los días, en que las vacunas son percibidas por las mayorías como una herramienta comunitaria, solidaria para evitar el riesgo de una infección que mata; es tiempo también de preguntarse por qué nos faltan tantas vacunas para otras enfermedades -el chagas, por ejemplo-, por qué naturalizamos que hay muertes menores y vidas mucho menores aún. Por qué el tratamiento de la nueva ley de vih, construida por y en la comunidad de quienes conviven con ese virus, está a punto de perder estado parlamentario otra vez.