Las primeras arranca –rigurosamente cronológica- con una historia que puede parecer muy lejana en tiempo y forma. Al fin y al cabo, María del Tránsito Cabanillas había nacido en 1821 y murió en 1885, cuando faltaba más de una década para despuntar el siglo XX. Es verdad que su historia realmente llega a su cierre en este siglo nuevo, cuando en 2002 el Papa Juan Pablo II la beatificó en la Plaza de San Pedro. Además de lo añejo del personaje, a muchos les parecerá que no hay mayor mérito en haber sido la primera beata argentina. ¿Quién lo determina a ese mérito, o quién piensa que ser primera en beatitud es un talento? Para colmo, pegadita (nació en 1895) viene Cecilia Grierson, quien se convirtió en la primera médica del país. ¡Eso sí que vale! ¡Ésas eran mujeres! Ni siquiera una de las más conocidas y celebradas pioneras, Carola Lorenzini –no la primera aviadora argentina sino la más audaz, la que llegó más lejos- podría empardarla. Hazañas, sí. Ser útil a la humanidad, discutible.
Y podríamos seguir con varios casos más en notables contrapuntos que, en la mayor osadía, nos llevaría a comparar vidas y obras de Victoria Ocampo y María Estela Martínez “Isabel” Perón. Aclaración: todas ellas y muchas más integran la planta de Las primeras. ¿Entonces? Es que precisamente de esto se trata en el nuevo libro de Gisela Marziotta, quien después de resucitar de las cenizas pasiones políticas, amorosas y afectivas de los años 70 en Amores bajo fuego, ahora explora vida y obra de mujeres notables y primeras en lo suyo bajo el género “perfiles”. No se trata de hacer un trabajo meritocrático sino de plantearse a priori un canon objetivo y abordarlo sin prejuicios, con mirada de periodista de investigación, de cronista. Y con un pie muy fuerte en la perspectiva histórica. “Por eso, este libro trata de las primeras, no de las mejores”, señala la autora en el Prólogo, “que podría haber sido otro recorte posible, con todo el aprendizaje y los errores que comete quien inaugura un camino”.
Y el contexto. “La aparición de este libro, su escritura en este momento histórico, no es una casualidad. Se inscribe en una nueva oleada feminista”. Esto es importante, porque muchas de las historias de vida y obra narradas, se despliegan en el entre siglos anterior, cuando se asienta y se levanta la primera oleada feminista que tenía otros tonos, otros debates, pero con reivindicaciones que al fin y al cabo no eran tan diferentes. Porque los tiempos cambian… mucho menos de lo que creemos.
También ha señalado Marziotta que lo de primeras debiera entenderse como “primeras en conquistar espacio”. Es decir, un concepto que el lector/a pronto verá que funciona en el continuo del libro como una fuerte impronta de tomarlo por asalto, de apoderarse de ese espacio, porque nadie regalaba nada en ese periodo de las pioneras que podría fecharse hasta alrededor de la década del 40. Luego empieza otra historia, otras historias.
Es realmente emocionante, por ejemplo, el rescate de la directora de cine Eva Landeck, de su lucha contra la censura –lucha que la terminó minando emocionalmente-de la grandeza de su película emblema de los años 70, Gente en Buenos Aires. Pero historias como la suya –nacida en 1922, fallecida en 2019- ya muestran otro perfil de tiempo y formas, que podríamos clausurar con la historia también incluida aquí de Mariela Muñoz (1943- 2017), primera mujer trans con DNI de género autopercibido.
Dos casos a seguir: Victoria Ocampo es presentada desde el final –no el de su muerte en 1979 sino un poco antes, menos de un año, cuando se incorpora a la Academia de Letras- en una escena brillante en la que arrasa con todos y dedica su “primeritud” a Águeda, mujer guaraní que había tenido una hija con Irala, el lugarteniente de Pedro de Mendoza (los Irala, remoto parentesco de las Ocampo), y la sienta imaginariamente entre Virginia Woolf y Gabriela Mistral, “entre la inglesa y la chilena”, puntúa V. O. El perfil la sigue en su recorrido de gran mujer argentina, pionera de las Letras como fundadora de revista Sur, la mujer en las sombras detrás de la amistad Borges- Bioy, más que Silvina. Pero la rescata también como una aguda y cruda disecadora de su primer marido, de los hombres que eran católicos sin ser cristianos, de los irredentos narcisistas machistas de entonces.
El otro caso, casi en las antípodas o no tan casi, es el austero y respetuoso retrato de Isabel Martínez de Perón, primera vice presidenta y presidenta. Todos podemos entender y sentir la incomodidad que genera esta presencia no querida porque ella sí que no fue la mejor, aunque sí la primera. Pero hay en el aire político cultural no una reivindicación sino una revisión de su rol político e histórico, y en Las primeras se adelantan varias pistas. Como así también hay en el aire una reivindicación de la obra de Victoria Ocampo, como por ejemplo la del reciente libro El ensayo personal (con Introducción y selección de Irene Chikiar Bauer), no en detrimento de su figura sino en pos de empezar a reconocerla como escritora a secas, más allá de su irreprochable rol de animadora cultural.
En este contrapunto feroz e inesperado y con una serie de vidas llenas de coraje, amor y sacrificio, Las primeras lanza un canon al ruedo con una categoría política que rehúye los oropeles del mérito y reivindica la visión de los nuevos rumbos.
>Fragmentos de Las primeras
CECILIA GRIERSON
“La revolución en Entre Ríos a raíz de la muerte de Urquiza, había mermado la fortuna de mis padres, y fui llamada a su lado acompañada del indispensable piano para mi perfeccionamiento; pero preferí entregarme de lleno a la lectura de los muchos libros (todos en inglés) que constituían la rica biblioteca de mi casa… Otra revolución, y por fin una tercera, nos encontró en el campo; huérfana de padre, mi madre se apresuró a enviarme a esta ciudad, quedando ella valerosamente con mis hermanos pequeños en ese medio lleno de peligros, para tratar de salvar con su presencia lo poco que ya quedaba de nuestra hacienda”, contó Cecilia Grierson.
Lejos de quedarse quieta, trabajó como institutriz para ayudar económicamente a su madre. Cursó estudios secundarios en la Escuela Normal, fue una de las primeras “normalistas” de Argentina, y su título lo recibió de Domingo Faustino Sarmiento, pero al poco tiempo y una vez terminada la revolución, regresó al campo para ayudar económicamente a su madre. A los 13 años fundó una escuela rural, en la propia estancia de la familia, en la que ella enseñaba.
“Para conseguir este puesto tuve que alargar mis vestidos, pues en aquel entonces se juzgaba la edad, y quizás los conocimientos, por el largo de la pollera”.
Así como ocurrió con la muerte de su padre, que la obligó a crecer de golpe y ayudar en la manutención de su familia, distintas referencias biográficas señalan que la enfermedad de una íntima amiga suya, Amalia Kenig, le cambió el rumbo académico. Si bien en un momento pensó abocarse al estudio de las Ciencias Naturales, con 23 años decidió entrar a la facultad de Medicina, para lo cual tuvo que presentar por escrito las razones por las que quería ingresar a un ámbito en el que encontrar a una mujer era impensado.
“Dos consideraciones me impulsaron a hacer este cambio: uno práctico y otro sentimental. Anhelaba dedicarme a otra carrera en que mi actividad no fuera aquilatada por horas. En mi época se requería resistencia para ser maestra; la escuela normal primitiva y muchas primarias funcionaban de 9 a.m a 5 p.m, con solo una hora de intervalo para el lunch. Yo, que siempre he puesto mis mayores energías en la labor a realizar, me sentía agotada cada día; vislumbraba en la carrera de la medicina una profesión menos sometida a horario, al mismo tiempo que seguía mi inclinación por el estudio de las ciencias naturales”, explicaba Grierson.
“La otra consideración, hoy es la primera vez que lo confieso: tenía una amiga, distinguida condiscípula, noble espíritu, cuyo organismo se hallaba minado por una lenta enfermedad. Creía que podría salvarla poseyendo los conocimientos necesarios, es decir, siendo médica. ¡Vana ilusión! Murió Amalia Kenig algunos años después que obtuve el diploma anhelado”.
ELVIRA LOPEZ
Las diferencias de género también formaron parte del proceso de construcción de profesiones, sobre todo desde finales del siglo XIX hasta los 40 del siglo XX, que fue cuando se dio un ingreso sostenido de mujeres a diferentes carreras universitarias. Medicina sería la carrera con la mayor cantidad de graduadas, seguida por Filosofía y Letras e Ingeniería. Particularmente la Facultad de Filosofía y Letras adquiere, en forma temprana, un perfil femenino en sus carreras. “Según las ideas hegemónicas de género en ese momento, las mujeres eran sujetos ideales para llevar adelante el proyecto político- pedagógico de la época por ser educadoras ‘naturales´ y además porque trabajaban a pesar de los magros salarios existentes en la docencia”, señala María Fernanda Lorenzo, acerca de las académicas en la UBA en la primera mitad del siglo XX. Sumado a ello, el desarrollo de un sistema extendido de escuelas normales a fines del siglo XIX contribuyó a la feminización de la tarea docente.
Una vez graduadas, las hermanas López fundaron el Liceo Nacional de Señoritas –primer liceo de señoritas de América Latina- del que después Ernestina terminaría siendo rectora. El Liceo nació en una casa prestada del Barrio Sur en 1907 y se trasladó después a Palermo en una finca con jardín en Santa Fe y Salguero. Más tarde lo mudaron a Santa Fe 2729 (donde hoy se encuentra la Galería Patio del Liceo) y al cumplirse las Bodas de Plata, el Liceo recibió el nombre de José Figueroa Alcorta, quien era presidente argentino al momento de la fundación. Para finales de los años 80 el Liceo fue desalojado y lo trasladaron a pocos metros (Santa Fe 2778) donde funciona en la actualidad, con la incorporación de varones. “Hoy, transcurrido un cuarto de siglo desde la Fundación del Liceo, podemos apreciar el cambio operado en la corriente cultural femenina del país por la aparición de un modesto colegio secundario que no fue un instituto más en el cuadro de nuestros establecimientos docentes, sino el punto de partida de un gran vuelco en la apreciación de las posibilidades intelectuales de la mujer argentina”, fueron las palabras de Ernestina con motivo de los 25 años del Liceo.
Para 1920, Elvira y Ernestina junto a mujeres como Cecilia Grierson, Julieta Lanteri, Alicia Moreau y Sara Justo entre otras académicas, sindicalistas, políticas y profesionales, se reunieron para celebrar el I Congreso Femenino Internacional de la República Argentina en el que debatieron el rol de las mujeres. Gracias a que en 2010 fue publicado el libro de actas y las conclusiones de las jornadas, rescatadas de los facsímiles de los archivos de la organización de Estados Americanos y de la Universidad de Harvard en los Estados Unidos, se comprueba que algunas denuncias de entonces siguen vigentes hoy, como lo es “la disparidad salarial entre hombres y mujeres, la esclavitud doméstica y la complicidad de estamentos gubernamentales en la explotación de la prostitución”.
A principios de 1910 se registraron 298 huelgas en el país, todas con participación significativa de mujeres. Y a la par que se extendía el movimiento sufragista, miles de mujeres se sumaron a la creación de centros femeninos intelectuales y políticos, como el caso de la Asociación de Universitarias Argentinas (1904), El Centro Feminista (1905), La Liga Feminista Nacional de la República Argentina y el Primer Centro Feminista del Libre pensamiento.
VICTORIA OCAMPO
El 28 de junio de 1978, Victoria Ocampo fue recibida en el hall principal del Palacio Errázuriz por una catarata de flashes y aplausos. La esperaba una sala llena de escritores, diplomáticos, académicos, familiares, amigos. La mujer de entonces 87 años, ya castigada por el cáncer, entró con elegancia detrás de sus anteojos de marco blanco, y esperó a que los fotógrafos terminaran de encuadrar su retrato para seguir hacia el sillón Juan Bautista Alberdi. Comenzó, entonces, la ceremonia de incorporación a la Academia Argentina de Letras, que por primera vez sumaba una mujer a sus notables.
Victoria había sido invitada en otras ocasiones, pero siempre había rechazado la propuesta. Ella aseguraba que no tenía “pasta de académica ni de diplomática”. Ese día, a los 58 nombres masculinos que componían la lista de la organización –entre los que figuraban los escritores Jorge Luis Borges y Antonio Di Benedetto-, se sumó el de Victoria Ocampo. En el discurso que dio aquella tarde de junio se definió como una “autodidacta, francotiradora en el terreno de las letras. Estas características provienen de haber nacido en las postrimerías de la época victoriana. Era un hándicap tremebundo para una mujer”, dijo en su discurso.
También recordó a sus antepasados, enraizados en la historia del país desde su origen. Victoria era descendiente por vía materna del conquistador Domingo Martínez Irala, compañero de campaña del primer fundador de Buenos Aires en 1536, Don Pedro de Mendoza. Irala había tenido una hija con una mujer guaraní llamada Águeda. A ella decidió homenajear Victoria: ”Dado mis ‘prejuicios’ feministas simpatizo más con Águeda que con quien podía tratar de igual a igual al primer fundador de Buenos Aires. Este no es un desplante demagógico. Ignoro la demagogia como la pedantería. Pero en mi calidad de mujer, es para mí un desquite y un lujo poder invitar a esta recepción de la Academia a mi antepasado guaraní y sentarla entre la inglesa y la chilena (se refería a la escritora Virginia Woolf y a la poeta Gabriela Mistral, a quienes había mencionado antes). No porque mereciera como las otras entrar a cualquier Academia de Letras, sino porque a mi vejez yo reconozco a Águeda. Esto no tiene que ver con la literatura, me dirán. No. Tiene que ver quizás con la justicia inmanente y quizás con la poesía”. Así lo hubiese imaginado la fantasía de Virginia. Así lo hubiese entendido la pasión de Gabriela que escribió en Saudade: “en la tierra seremos reinas y de verídico reinar”
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La vida de casada no tardó en frustrarla. Para su luna de miel viajó por primera vez sin su familia a Europa, pero la compañía de su esposo resultó ser aún más asfixiante. A Mónaco le molestaba que Victoria fuese el centro de atención de las reuniones y cenas; no se podía esperar otra cosa de una mujer tan joven, culta y de una belleza magnética. Él era un hombre celoso y posesivo, y Victoria no iba a ceder a sus ridículas demandas. En su autobiografía lo describió como una persona de “una inteligencia desconectada de su sensibilidad. Susceptible, tiránico y débil, convencional y devorado por amor propio, católico y anticristiano, exigente y mezquino”, que la trataba “como un país conquistado y desconfiaba, al mismo tiempo de mí. A medida que los acontecimientos nos pusieron frente a frente, vi en él a un monstruo”.
CAROLA LORENZINI
El cambio de década, en un mundo convulsionado por la crisis económica que se desató en Wall Street en 1929, significó para Carola un punto de quiebre en su vida. Como ocurre en muchas ocasiones, la casualidad le presentó una nueva oportunidad, otro futuro posible. En 1930 Carola fue, por invitación de una amiga, al aeródromo de Morón –localidad que entonces se llamaba 6 de Septiembre- y por primera vez se subió a un avión, aunque obviamente no en la butaca de mando. El piloto era Victoriano Pauna; dieron una vuelta breve, de apenas unos pocos minutos, por los alrededores del aeródromo, pero fue suficiente para ver los campos cuadriculados de distintos tonos de verdes y amarillos, la ciudad empequeñecida, una maqueta gris sobre el manto marrón del río. Fue lo suficiente, también, para plantar en ella un deseo insoslayable. Un año más tarde, el 2 de octubre de 1931, fue aceptada en el Aero Club Argentino.
El principal límite que encontró Carola para transformarse en aviadora fue económico. Su salario en la Unión Telefónica no era suficiente para comenzar las instrucciones de vuelo. Tuvo que ahorrar y esperar tres años para finalmente, el 10 de mayo de 1933, obtener la autorización del Aero Club Argentino. Comenzaría el curso bajo la instrucción del piloto José Ignacio Cigorraga.
El 1 de agosto montó por primera vez el avión Fleet número 51. “Había conseguido un permiso especial en su trabajo para entrar una hora más tarde de la que se la tenía fijada, y antes de aclarar ya se encontraba en el campo. Cuando por ventura yo me demoraba unos minutos, ella decía resueltamente: ‘Señor instructor, hay que madrugar un poquito más, necesito aprender a volar lo antes posible’”, contó su instructor. La personalidad de Carola era afable, era una mujer conversadora y simpática, pero siempre decía lo que pensaba, sin limitaciones. Cigorraga quedó impactado cuando su entrenada, después de solo seis horas de vuelo acompañada y con solo las maniobras elementales enseñadas, le pidió volar sola. Esta anécdota marcó cómo sería el ritmo de aprendizaje de Carola. El 4 de noviembre de 1933 el Aero Club Argentino le entregó su carnet de Piloto Aviador Civil Internacional número 436.