Situaciones memorables
Cuenta Vila-Matas que lee en París Review lo que dice la traductora Liz Themerson acerca de las tramas. Son unas pocas: alguien se mete en líos y luego sale de él, alguien pierde algo y lo recupera, alguien es víctima de una injusticia y se venga, alguien va cuesta abajo y así continúa; dos se enamoran y mucha gente se entromete, una persona es acusada falsamente de un crimen, etc. Y agrega que bastaría con incorporar una de ellas, al azar, en un libro, porque lo que realmente importa es el estilo.
A salvo el estilo y las tramas conocidas, los personajes de ficción que atraen y perduran en la memoria suelen estar condicionados por una necesidad de escaparse del mundo. No solo por razón de peligro o hábito de misantropía. A veces la mera extravagancia es suficiente para que resuelvan esconderse.
Dios es el eterno escondido. El Mal, el Maligno, tomó miles de formas. En el comienzo, una serpiente inauguró la leyenda humana del pecado original y desde ese momento el ser humano se ha valido del ocultamiento con distintos fines: sorprender al enemigo, cambiar la identidad -jugar a ser otro, motor primero de la escritura- o simplemente, para dar rienda suelta a su locura.
Escondidos
Seres apartados, los que se esfumaron, abandonaron honores y privilegios, el simple calor del hogar, y la relación con los otros, para pasar a ser entes no admitidos en el mundo.
El primero en la lista es sin dudas Charles Wakefield. Wakefield es el personaje del cuento del mismo nombre de Nathaniel Hawthorne. El escritor norteamericano fue admirado y comentado largamente por Poe, Melville le dedicó su Moby- Dick, y hay quienes dicen que es el precursor de Kafka. Lo cierto es que Hawthorne se vale de una vieja noticia aparecida en una revista inglesa y la lleva al campo de la reflexión serena. Un hombre común, un marido fiel (Wakefield) decide, sin causa explicable, abandonar su hogar para instalarse apenas una calle más arriba; vivirá veinte años allí, muy cerca de la ventana de su vieja casa bajo la cual, no sin peligro, suele rondar alguna que otra noche. Hasta que un día, un día de lluvia y viento otoñal, regresa igual que se fue, como si nada hubiera ocurrido.
El incidente -que no tiene paralelo ni semejanza- es puro y extravagante, de los que provoca la simpatía del género humano, según Hawthorne. Sentimos que cualquiera podría hacer lo mismo. No uno, sino otro, otro que lleve al límite esa proeza peculiar.
Muchos años después del descubrimiento de la narrativa de Hawthorne, el argentino Eduardo Berti, reescribirá aquella situación desde el punto de vista de la pobre señora Wakefield. La novela (La mujer de Wakefield) es un ejemplo de trabajo doblemente intertextual, en tanto se posiciona en el origen de la leyenda que recibió Hawthorne, y se sirve de los bocetos que éste dejó escrito- como posibles narrativos- en sus Cuadernos Americanos.
El segundo en la nómina de los escondidos es otro personaje real. En este caso, a diferencia de Wakefield a quien su autor “bautiza” de ese modo, sabemos hasta su verdadero nombre: Ettore Majorana. Nos llega mediatizado por las pesquisas de ese arqueólogo de las bibliotecas que fue Leonardo Sciascia, y es también un caso que hizo sonar campanas en una época.
Majorana, un joven científico romano discípulo de Enrico Fermi, lector de Shakespeare y Pirandello, vio en el prematuro año 1934 lo que otros no podían ver: que los experimentos de radiación en el campo de la Física, conducían a la separación del átomo de uranio, y de allí a la hecatombe nuclear. Aparentemente no quiso ser parte de esa locura, y optó por urdir su propia muerte figurada.
Otro que figuró su muerte fue Harry Line, personaje de El Tercer Hombre, la historia de Graham Greene. Tenía sus motivos Harry. En la Viena ocupada tras la Segunda Guerra Mundial, su negocio de contrabandista de penicilina estaba cercado por el control de las potencias victoriosas. La amenaza exigía una fuga discreta pero definitiva, un escondite que le permitiera seguir con el tráfico bajo los pasajes de las profundas alcantarillas de la antigua ciudad. Y es posible que hubiera logrado su cometido, de no ser por la perseverancia en la amistad del escritor Rollo Martins, quien, ofendido y traicionado en su lealtad, dio con él y lo persiguió hasta la muerte, esta vez, dramáticamente verdadera.
De aquel descubrimiento nos quedan la luz de un farol y un gato, enmarcando la sonrisa perversa de Orson Welles, quizá una de las mejores escenas del filme noir que dirigió Carol Reed.
Underground
El tema de los escondidos podría engrosar una lista de precedentes y consecuentes que abrigara tanto a personajes de ficción como a escritores que cultivaron el arte de la fuga. Desde Robin Hood, oculto en los bosques de Sherwood (Hood había nacido en un pueblo que lleva el nombre de ¡Wakefield!) hasta el capitán Nemo- sub aqua- pasando por el escurridizo Thomas Pychon o el desaparecido en acción Ambroce Bierce. Hasta nuestros días de avatares tecnológicos, entre trolls y haters, cuyas identidades veladas reinan en la web. Pero no es ese el objeto de esta reflexión. O por lo menos no es el único.
Pensando en las imágenes que llegan a ser “clásicas”, las que invitan a la relectura y hasta a la reescritura, parece existir una relación dialéctica entre lo alto y lo bajo en el eje vertical de la poética. Por más que cierta metafísica de la imaginación coloque a la belleza en el aire y en lo alto, lugar de residencia de la metáfora más pura (Gastón Bachelard), la tierra y el sub- mundo proveen seres extraordinarios (recuerdos para el cónsul Firmin de Malcolm Lowry) que se alojan para siempre en la memoria.
Ellos han querido perderse, ser “Parias del Mundo”, como los llamó Hawthorne. Sin embargo, lograron trascender. Acaso esa intención, de un modo parejamente oculto, también estuviera en sus planes.