Las cercanas 7 puntos
Argentina, 2021
Dirección y guion: María Álvarez.
Duración: 81 minutos.
Estreno en el Cine Gaumont.
Grey Gardens, el influyente largometraje de 1975 dirigido por Albert y David Maysles, inauguró un cosmos en el terreno del cine documental, dedicado al registro minucioso de la vida de hombres y mujeres ancianos ligera o palpablemente excéntricos. Lejos del morbo y la explotación de conductas, de cualquier tonalidad sensacionalista, los mejores exponentes de este auténtico subgénero enfrentan al espectador con algunos de sus miedos esenciales –el paso del tiempo, la demencia, la muerte– y posibilitan la identificación con una edad, la tercera, que sigue siendo relegada en las sociedades modernas en más de un sentido. La realizadora argentina María Álvarez viene abonando ese terreno cinematográfico con tres películas cuyas diferencias son mayores que las similitudes. En Las cinéphilas (2017) la cámara acompañaba a un grupo de señoras enamoradas del cine en su travesía por salas de revisión y algún que otro festival, mientras que El tiempo perdido (2020) se concentraba en un puñado de atentos lectores de À la recherche du temps perdu, cofradía proustiana alejada del ámbito académico.
La vejez, en ambas películas, iba acompañada de deseos, vitalidad, ansias de nuevos conocimientos. No ocurre lo mismo en Las cercanas, que viene de ganar el premio a la mejor película de la Competencia Argentina en la última edición del Festival de Mar del Plata. Es que, a diferencia de lo que podría inferirse a partir de aquellos amantes de Proust y el “séptimo arte”, lo mejor de la vida de Isabel y Amelia Cavallini, gemelas que al momento del rodaje cumplieron 91 años, parece haber ocurrido décadas atrás. Según afirmó la directora en una entrevista publicada en estas mismas páginas, “no sé si yo las encontré a ellas o ellas me encontraron a mí, justo a tiempo para contar su historia”. Como fuere, la historia de Coca Cola y Yuyunga, como supo bautizarlas cariñosamente el compositor Carlos Guastavino en los tiempos dorados, es la historia de un dúo de pianistas virtuosas (una más técnica, la otra más “romántica”) que supo brillar en los años 50 y 60, tanto en la Argentina como en los Estados Unidos. Luego pasaron cosas, varias de las cuales son relatadas en primera persona por las protagonistas.
Las cercanas comienza como termina, 80 minutos después: con la compleja mudanza de un piano que parece anticipar otras despedidas. Un poco antes, no mucho, las “chicas” habitan un departamento céntrico que les queda ostensiblemente estrecho. Poblado de recuerdos -papeles, fotos autografiadas, partituras-, de objetos de todo tipo y de una colección de muñecas de porcelana que pondría verde de envidia a cualquier coleccionista, las hermanas caminan de un cuarto a otro esquivando cosas. Y, a veces, esquivándose mutuamente. Se quieren, claro, y se necesitan, pero las décadas de vida en común, simbiótica en grado sumo, revela también rencillas, rencores y simples diferencias de carácter. La película casi no abandona ese ámbito, con la excepción de algunas escapadas a un local de comida rápida y la visita a un doctor de muñecos. Álvarez jamás se pone por encima de sus personajes; mucho menos las expone a la risa sarcástica. Incluso cuando el registro parece estar a punto de meterse en zonas peligrosas que podrían permitir la crueldad o la ñoñez, el pudor cinematográfico –que no es otra cosa que una forma de la ética– le hace esquivar esa posibilidad.
Ejemplo de esto es la tremenda escena en la cual un movimiento equivocado termina con la caída, impacto y rotura de un enorme y frágil bebé en el piso del dormitorio. Los llantos angustiosos pueden oírse, pero la cámara permanece alejada. Es un momento central en Las cercanas, el que permite que el espectador entre de lleno o sea expulsado de la historia. ¿Cuánto de locura hay en esas dos gemelas que nunca han tenido hijos y, por ello mismo, han “criado” a un par de objetos inanimados?
Desde luego, el recuerdo de la carrera profesional, más de medio siglo atrás, ocupa un lugar preponderante, aunque los intentos por hacer sonar el piano terminan ahora, indefectiblemente, en olvidos y tonos errados. María Álvarez, inteligentemente, se reserva para el final una pequeña sorpresa que permite apreciar la energía juvenil que hasta ese momento sólo había sido reflejada en palabras, en tiempo pasado. Es el momento de las lágrimas, de las más densas y pesadas, las melancólicas.