-Mirá, mirá la guerra…- me da un codazo leve en las costillas el Pelotudo.

-Rajemos… ¡Ya están acá!

Ejércitos camuflados entran en una zona de nieve. Luego desaparecen tras un manto de desierto y piedras altas.

-Boludo, es un jueguito eso.

No distingue al vendedor que se ha encerrado en el negocio toda la noche para disparar, disparar y matar hasta el nuevo turno. Se encuentra parapetado tras una cocina eléctrica y de su camisa blanca afloran las chichas que le han crecido porque seguramente no le han dado las ropas nuevas de su talle. Pasa rozándonos una oveja.

-Mirá, un saltamontes.

Lo miro: es un idiota, definitivamente. Continúa:

-Estos bichos se cuelgan de los acantilados y pueden saltar de una piedra a la otra sin miedo.

Se refiere a las cabras, pero lo que pasó cerca no es una cabra sino una oveja y a los saltamontes los llamamos langostas. Pero es muy largo de explicar.

-Vení, corramos…- le digo y vamos tras el animal. Pero al llegar a la peatonal ya la han encerrado contra la vidriera de la sedería y alguien la degolló: la llevan arrastrando hacia la galería Pan donde seguramente la asarán. Comida segura.

-Si no te hubieses demorado con esa pelotudez de los saltamontes ahora tendríamos qué comer.

Ni se nos ocurre pedirle algo a los Buscadores: cada cual caza, mata y engulle lo que hay, sin convidar. Somos capaces de asesinar por un mendrugo.

-La oveja se veía bien gordita... Bueno ya sé, era una cabra-, corrige.

Está revolviendo las cajas de cartón de la hamburguesería pero no hay nada. Con este compañero tan lelo no voy a ningún lado. Bajo por Córdoba y me abro solo hacia el Jockey. Balaustradas con tela de araña, candado para detener a un imperio y adentro descubro ojos que escudriñan: son los caseros que están atrincherados, deben tener una despensa y pueden sobrevivir allí pero deben cuidarse de los Cazadores que deambulan. Los observo para asustarlos pero desvían la mirada. Parecen ser un matrimonio, de esos aletargados a quienes los sorprendió este nuevo mundo y han preferido quedarse tras el vallado de hierro y no huir hacia sus casas. La elección no es mala: yo hubiese hecho lo mismo. Pero en la mía ya no hay nada porque cuando quise volver ni la puerta de madera habían dejado. Fin de la jornada. Me aprieto en una puerta cancel deteriorada y decido pasar la noche ahí. Mañana será otro día.

Muy temprano, con el cielo violeta, pasa a mi lado el Hombre Satisfecho.

-Maestro, ¿me da un cigarrillo?

Se sorprende, se sonríe y me amonesta:

-No hay que fumar, joven.

-Usted no debería aparece en esta contratapa.

-¿Perdón?

-Esta es una historia de distopía, esto ya es el futuro de Rosario y usted… usted… está bien vestido, engominado y con maletín…

-Claro: me voy a la Bolsa a trabajar. Todos deberían hacerlo, incluso usted, joven.

Lo semblanteo de arriba a abajo. Con su perfume, sus zapatos lustrados y su traje sencillo pero limpio.

-No hay más nada, amigo. ¿No tiene algo para comer?

-Oh, sí- replica con el acento mejicano de una película traducida. Me extiende un puñado de caramelos de miel. Y en ese instante se desploma sobre mí, con los ojos desorbitados. Lo tomo por la cintura y siento algo pegajoso: es sangre. Y tras él está El Pelotudo, con su sonrisa boba y el tramontina manchado en la mano.

-¡Te salvé! ¡No me digas que no! ¡Te estaba por robar o algo!- dice con la voz entrecortada por la emoción de su primer muerto.

Dejo al Hombre Satisfecho que ya es un Cadáver Tranquilo y con el mismo cuchillo le rebano el cogote al Pelotudo sin dudarlo. Esto es lo que produce esta guerra del hambre. Reviso los bolsillos del tipo y me siento afortunado. Una billetera cargada, tarjetas, y lo que no quería encontrar: fotos de sus hijos, el carnet de Central Córdoba, un santito, un dije -seguramente de su hija quinceañera- y el celular. Oprimo el primer número y no sé cómo suelen ser las voces de señoras casadas pero quien me responde del otro lado seguro es su esposa: ¿Sos vos? Héctor, Héctor, contestame… ¿Sos vos? 

Tiro el celu en un tacho. Los dos muertos parecen borrachos abrazados. Los dejo bajo el cartel de una relojería. Hay un fitito gris abandonado, abro la puerta y arranco. Me voy lejos, al norte. En la guantera hay una remera de mujer envuelta como para regalo: me limpio con ella la sangre. Me laten las arterias y me duele mucho la cabeza. Por la radio pasan interminablemente, una vez detrás de otra, Sultanes del Ritmo.

Cuando entro a la Alberdi desolada veo por la mirilla un Taunus de la policía. Doy vuelta en caracol y desciendo lo más tranquilo que puedo y penetro en la iglesia. Hay ruido de palomas arriba, nadie en el atrio, sostenida la luz por algunas velas. Voy al confesionario. Se abre la cortinita roja oscura.

-Quiero confesar un crimen, padre.

-Yo no soy su padre, pero dele.

-¿Y quién carajos es?

-Shhh, eso no importa ahora, después le explico. Entró la yuta, disimulemos...

-Madre María Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte. Repita conmigo fuerte: Amén.

-¡Amén! -digo con la voz ronca.

La policía, advertida, se llega a mis espaldas.

-Silencio oficiales… este cristiano precisa arrepentimiento y yo estoy en proceso de confesión.

-Disculpe padre… -dice un agente y siento que se retiran.

El falso religioso me susurra: “Ahora dame la teca… lo que tengas, mirá que te salvé”. Reviso con los dedos la billetera del finado y extraigo dos billetes de quinientos. Los mira.

-Algo es algo. Bueno ahora ándate, que al que buscan es a mí. No digás nada, pero soy el Rey de los Buscadores. Lo podés poner en la contratapa esta: Me llamo O’Higgins, como el general, pero todos me dicen Tato.

-¿Sos chileno?

-Claro pues, nos echaron de allá y cruzamos por los campos de Lewis. Tenemos incautadas reservas de ovejas como para mil días. Ahora ándate como llegaste y no te olvides de poner en el diario que te salvé… para la historia, digo.

Tengo unos segundos de vacilación.

-¿No me puedo quedar con ustedes?

Abre el telón: es Gary Medel, sonriente

-Sí, hermano latinoamericano. Ahora ya sos de los nuestros, un Buscador, bienvenido argentino huevón.

La voz de mi esposa es idéntica a la esposa del Hombre Satisfecho que murió recién.

-Despertate Antonio, tocan la puerta.

Voy en calzoncillos y un pibe rubio y fornido me extiende un papel para que firme.

-El pedido del súper, jefe.

Tiene la misma cara del Pelotudo que asesiné, pero lo que importa es que me deja en las puertas de la civilización dos cajas repletas de comida.

-Ey ¿estos lentes son suyos? Están cuarteados y debieron pertenecer al finado que mató con el tramontina.

De arriba la voz, esa voz que escuché en el celular me grita: “¡Poné todo lo fresco en la heladera, lo demás sobre la meeeeeeessssa!”

Es feriado y se larga a llover. Mañana empezará otro día de caza. La vida es breve.

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