Cuarenta y siete años de recorrido, un catálogo de unos tres mil títulos y surcos fundamentales en los caminos de la literatura, la historia, la cultura argentina: son algunas de las señales, de las marcas, de los trabajos que pueden leerse en una mirada sobre la editorial Corregidor. A consignar y analizar esas huellas, sus influencias, sus detalles, se ha abocado Jorge Lafforgue en Manuel Pampín:Editor argentino, un volumen caleidoscópico que da cuenta del quehacer y de lo hecho por este hombre nacido en Vilar Da Vella, A Coruña, en 1936, ya en plena Guerra Civil, un muchacho que a los 14 desembarcó en Retiro y se instaló en Lanús junto a su familia, que terminó la secundaria ya aquí y que de a poco fue metiéndose en el mundo del libro, primero como empleado en una distribuidora, luego como distribuidor y librero para, finalmente, montar el sello editorial que dirige desde sus orígenes, ahora con la impronta y el impulso de sus hijos.
–En verdad no hay una fecha precisa de fundación, porque tampoco sé si puede haberla. A fines de los ‘60 ya tenía la idea fija; en 1970 firmo con Homero Alsina Thevenet el primer contrato de edición; en 1971 se publica el primer libro de Corregidor: Los caudillos de la Revolución de Mayo, de Rodolfo Puiggrós. Después edité casi toda la obra de Puiggrós. El viejo Puiggrós me regaló el medallón de la Universidad de Buenos Aires, de cuando lo habían nombrado rector, en el ‘73.
Eso responde Pampín cuando Lafforgue le pregunta si existe alguna fecha simbólica de arranque. En Corregidor se editó toda la obra de Puiggrós, y la de Arturo Jauretche, y la de Macedonio Fernández, por citar de entrada a tres autores fundamentales. Durante varios años, apunta Lafforgue, la editorial “supo publicar por primera vez la poesía completa de siete de los mayores poetas argentinos del siglo XX”, autores que “tuvieron una producción fuerte en la segunda mitad del siglo pasado y se erigieron en los maestros de las nuevas generaciones: Enrique Molina, Alberto Girri, Edgar Bayley, Olga Orozco, Juan Gelman, Susana Thénon y Alejandra Pizarnik”. Para mediados de los ‘70 Corregidor tenía unos 120 títulos publicados, entre los que Lafforgue destaca, por ejemplo, los Cuentos completos de Juan Carlos Onetti y de Bernardo Kordon; la Historia del tango (coordinada por Juan Carlos Martini Real); Partitas de Leónidas Lamborghini y Hierba del cielo de Marco Denevi; Vida y extrañas y sorprendentes aventuras de Robinson Crusoe, escritas por él mismo, con prólogo de James Joyce y traducción de Julio Cortázar.
Anota Jorge Lafforgue que, si sus recuerdos son válidos, conoció a Manuel Pampín a fines de los ‘60. Por entonces Lafforgue era asesor literario de Losada y dirigía la colección Siglomundo, del Centro Editor de América Latina, y Pampín era uno de los principales distribuidores editoriales de Buenos Aires. El vínculo entre ambos fue el escritor Martini Real: se conocían por los vasos comunicantes de sus oficios y de los bares del Centro, algún almuerzo compartido. “A Pampín lo traté sobre todo en esa época –cuenta Lafforgue en un bar de Santa Fe y Scalabrini Ortiz–. Yo era amigo de Martini Real, que en ese momento también dirigía Latinoamericana, una revista que sacaba Corregidor (me insistió para que la co-dirigiera, pero no prosperó la cosa). Pero más allá de conocerlo, y de verlo como un tipo amable, no sabía mucho de su vida”.
A Lafforgue lo convocó Aurelio Narvaja, de Colihue, con la idea de sacar el libro a fin del año pasado (el 22 de noviembre Pampín cumplió 80), y finalmente acordaron para publicarlo y presentarlo durante la última Feria. “Lo primero que hice fueron unos diálogos con él, cuatro o cinco charlas en el bar que se montó donde antes estaba la librería Gandhi –dice Lafforgue–. Fue una sorpresa para mí enterarme de que tuvo en Galicia una infancia muy humilde; puso mucho énfasis, en esas charlas, en contar que el único oficio que había tenido antes de venir fue el de pastor de cabras. El origen campesino; yo le pregunté si había conocido las grandes ciudades, allá, y no: recién conoció Vigo cuando se embarcó. Allá había hecho a medias la primaria”.
Lafforgue articuló el libro en tres partes, con la idea de exceder el “merecido homenaje”. En la primera traza una puesta en contexto de Corregidor en el panorama de editoriales locales, con la idea de reflexionar “sobre la historia de una editorial argentina”, ejercicio que, a la vez, “es también un llamado de atención sobre una contribución en un sector clave de nuestra producción cultural, no por acotada menos decisiva: la industria editorial argentina y la correlativa configuración de una literatura nacional”. En ese contexto tallan, claro, la Guerra Civil Española, con el éxodo de intelectuales que recalaron en Buenos Aires e impulsaron el desarrollo del sector, y también la emigración de campesinos, producto de la miseria que derivó del franquismo: en esta oleada se inscribe Pampín. Una segunda parte despliega una larga entrevista con él, donde narra, por ejemplo, su infancia en Galicia, con los aprietes de la Guardia Civil (su familia era republicana); hay, en esta instancia, escenas extraordinarias, como cuando relata que a veces dormía en túneles secretos, o arriba de los árboles, porque no podía regresar a su casa. Pampín también cuenta de su llegada a Buenos Aires y de su adaptación, de su admiración temprana por Gardel, de sus primeros trabajos y sus caminos ascendentes por las empresas de distribución, por la cadena de librerías que montó, Premier. Y de cómo fue abriéndose paso la idea fija que derivó en Corregidor. La incidencia también de los bares: “Todas las mañanas yo concurría al café La Paz, aquí en la esquina de Corrientes y Montevideo –dice–. Siempre había personajes interesantes: por ejemplo Rogelio García Lupo. Con él tuve muy buena relación y gracias a él, cuando cae Salvador Allende, hago Chile en la hoguera, de Camilo Taufic”. “Un día decidí empezar a editar libros, y lo hice porque para mí era una pasión y sigue siendo una pasión –dice en otro tramo–. A pesar de la ignorancia que podía tener, yo cada vez que salía un libro disfrutaba. Interiormente, más allá de la venta. Un hijo nuevo. Así es la cosa. Además, yo casi siempre estaba pensando en los libros posibles de editar, estoy en estado de alerta permanente. Quizás en una conversación surge algo, una chispa, una pista; de pronto empiezo a anotar algo: palabras, ideas, temas que se me ocurren. Por otra parte, como mucha gente concurría al local de la librería, me iban llegando propuestas y yo las evaluaba; a veces consultando con gente que confiaba”. El recorrido abarca también los aprietes durante la dictadura, los sofocones con los vaivenes del país, y la última etapa, con sus hijos tomando la posta y desarrollando nuevas estéticas, y dando lugar a autores que empiezan a publicar, como Ariel Urquiza y Débora Mundani.
En la tercera parte del libro Lafforgue abordó el catálogo de Corregidor, tarea para la que convocó además a 22 colaboradores/especialistas que analizan distintas facetas. “Mirar eso con atención te impacta, porque la verdad es que hicieron mucho –dice Lafforgue, y se manda por una vertiente–. ‘Vereda Brasil’, por ejemplo, es importantísima, y no sólo por Clarece Lispector, también están ahí Oswald de Andrade y muchos otros: yo no registro en literatura española una colección tan amplia dedicada a la lengua brasileña”. Gonzalo Aguilar y Florencia Garramuño escriben en el libro sobre esta colección, iniciada, apuntan, en 2001, un año que “no era el más propicio para iniciar grandes proyectos editoriales” y que acudieron a Corregidor porque era una de las pocas editoriales que habían quedado en pie tras la crisis de los ‘90 y porque Pampín “tenía fama de ser un poco quijotesco y sin temor a causas que parecían perdidas”. Un repaso abreviado de los convocados por Lafforgue y sus abordajes: Elvio Gandolfo escribe sobre Alsina Thevenet; Norberto Galasso, que escribe sobre Jauretche y define a Pampín como “uno de los pocos editores nacionales para los cuales el libro no es meramente una mercancía sino un instrumento fundamental para gestar una patria”; Daniel Freidemberg se explaya sobre Gelman y Bayley; Cristina Piña, sobre Pizarnik; María Rosa Lojo describe la colección que dirige, Ediciones Académicas de Literatura Argentina. Tango, historia, teatro, deportes, cine, economía, política: Lafforgue resalta libros, consigna perfiles, pone en contexto, destaca singularidades, reproduce tapas emblemáticas.
Corregidor publicó en 1973 la primera novela de Osvaldo Soriano, Triste, solitario y final, y la de Alberto Laiseca, Su turno para morir (1976); en esa línea y de esos años también pueden mentarse libros de la primera etapa narrativa de Jorge Asís, Luis Gusmán (Cuerpo velado), Reina Roffé (Monte de Venus), Blas Matamoro (Olimpo) o Enrique Medina (Strip-Tease). Por esta última, ya publicada durante la dictadura y censurada, a Pampín los militares se lo llevaron encañonado una noche (el episodio no pasó a mayores, sobre todo si se compara con las historias siniestras de esos años). Cuando Lafforgue le pregunta por sus lecturas, Pampín alude a Chandler y a Goodis: “Fui un buen lector del policial norteamericano, pero también me gustaron algunos novelistas del policial clásico”, responde. “Yo creo que él fue haciendo con una gran intuición –sostiene Lafforgue–. Pasa que empezó a laburar inmediatamente, a los 15 años. Y enseguida conoció desde adentro los engranajes de esa parte que, desde una mirada medio intelectualosa o académica, es menospreciada: toda la parte de la comercialización, la producción del libro, importación y exportación. El tipo mamó eso, y después fue viendo: bueno, armó una boca de expendio directa, las librerías. Y luego se fascinó con la edición. Y también hay una cierta línea ideológica, que podría ir desde su familia republicana hasta el sesgo de lo que publica en historia o política. Si le preguntás, él suele relativizar, más bien: ‘No, Puiggrós era del barrio, nos encontrábamos… –te dice–. A mí me interesaba la historia argentina, y su punto de vista me pareció…’ Es vago cómo lo pinta. Es un tipo que viene de un lado que no suele ser apreciado; yo sí, a esta altura del partido, aprecio que haya armado esto. Y que sus hijos estén consustanciados con seguir”.
“Yo tenía, tengo hacia los libros una cuestión sentimental; digamos que un vuelco hacia algo que te hace sentir bien –le cuenta Pampín a Lafforgue en uno de los tramos del diálogo, que aquí hará las veces de cierre–. Vos a veces podés publicar un libro que te gusta poco o muy poco por alguna razón o circunstancia, por algún conocido o por algo así. Tenés que hacerlo.Pero lo mejor es el libro que editás por placer y que te anima; no hace falta que sea un éxito. Te pongo un buen ejemplo: un día alguien me dijo que las obras de Macedonio las tenía un hijo, guardadas en bolsas y que no las quería tocar. En uno de los actos culturales a los que yo solía concurrir alguien me pasó el dato de que ese hijo tenía un libro de profecías y que lo trabajara por ese costado. Resultó ser un buen tipoy lo invité una, dos, varias veces a tomar un café y a conversar. Poco después de establecido el contacto salió Terror en el año dos mil, pero a la vez empezamos a publicar las obras de Macedonio Fernández. Por otro lado, se ha dicho que Corregidor forma parte del zurdaje. Y tal vez sea verdad; te confieso que no me ha molestado que dijeran eso. Porque no me he detenido tanto en pensar lo que me podía caer encima. Siempre apuntamos a lo nacional, siempre anduve por los mismos caminos. Me gustaba estar con tipos ‘vigilados’, como Homero Manzi o Rogelio García Lupo, como Haroldo Conti. En ese sentido no sé qué cosas cambiaría. Pero creo que en medio de todo el catálogo estuvo y está bastante equilibrado”.