“La policía es, en general, una institución destinada a reprimir a la clase trabajadora por el gobierno que la comanda”. La frase, de Rodolfo Walsh, es el epígrafe del primer capítulo de Desaparecer en democracia, de la periodista Adriana Meyer, una exhaustiva recorrida por las 218 desapariciones forzadas registradas desde el 10 de diciembre de 1983, punto formal de inflexión entre el fin de la dictadura militar y la asunción de Raúl Alfonsín como primer presidente del actual ciclo democrático. Este trabajo, plantea su autora, propone como hipótesis que “las sucesivas administraciones han variado las formas, pero no lo sustancial, para evitar que las desapariciones sigan sucediendo”.
Tan fuertemente está ligada la figura del desaparecido a la dictadura que ha costado ponerla en relación con la democracia; son evidentes las diferencias, rotundas en cuanto a cantidad de casos, por aludir apenas a un factor. De las fuerzas armadas a las fuerzas de seguridad, se ha cristalizado ese desplazamiento en las autorías (aunque también durante la dictadura la policía ejecutó este tipo de crímenes). “El conjunto de historias de los desaparecidos en democracia muestra que no hay grieta ideológica ni partidaria, y también que sucedieron a lo largo y a lo ancho del país –asevera Meyer-. Las policías mendocina, santafesina y tucumana tienen fama de bravas, pero no se quedan atrás, por caso, la neuquina, la rionegrina y la chubutense”. Como consigna el especialista Ricardo Ragendorfer, “la Bonaerense preside la lista de abusos y cajas policiales, pero ninguna otra fuerza o provincial es ajena a tales prácticas”.
El libro se estructura cronológicamente, cada capítulo titulado con el nombre de los sucesivos presidentes (“Raúl”, “Carlos”, “Fernando”, hasta llegar a “Alberto”); el último capítulo se centra en los casos de 25 desaparecidos de los pueblos originarios, con predominio de este tipo de crímenes en Chubut, Chaco, Río Negro, Neuquén. En un anexo, más allá del epílogo, hay un puñado de entrevistas a especialistas de distintas áreas, como el antropólogo Alejandro Incháurregui, la forense Virginia Créimer o el sociólogo Daniel Feierstein. La base de la investigación y el desarrollo de cada caso surge del listado que desde hace treinta años sostiene la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional, Correpi. No hay listados oficiales de este tipo de crímenes, subraya Meyer, y tampoco existe “un protocolo específico para la actuación de las fuerzas policiales y de seguridad a la hora de abordar este delito”.
Sostiene Meyer que la “existencia” de desaparecidos en democracia “tomó visibilidad pública como consecuencia de la desaparición de Jorge Julio López en 2006”. Lo habían secuestrado en octubre del ’76, estuvo seis meses desaparecido y 32 meses preso, y cuando se reactivaron los juicios por delitos de lesa humanidad declaró en detalle sobre los crímenes aberrantes que presenció, la participación directa de, entre otros, el comisario bonaerense Miguel Osvaldo Etchecolatz, un genocida que fue mano derecha del jefe de policía Ramón Camps. El 18 de septiembre de 2006, la víspera del día fijado para la sentencia a Etchecolatz, López desapareció por segunda vez y ya no volvió a saberse de él.
Son varios los casos emblemáticos y resonantes que en el libro se abordan expandidos, el ojo puesto en los testimonios de familiares y allegados, en la participación de las fuerzas de seguridad y en los procesos judiciales, condenas e impunidades: el del empresario Osvaldo Sivak, secuestrado y asesinado por una banda de federales en 1985; los cuatro militantes del MTP que fueron capturados con vida luego del copamiento del Regimiento de La Tablada en 1989; el secuestro, las torturas y la desaparición del estudiante Miguel Bru, ocurrido en La Plata en 1993; el caso de Sebastián Bordón, otro estudiante, muerto a manos de la policía mendocina; el de Luciano Arruga, detenido y golpeado en un destacamento en Lomas del Mirador en 2009, cuyo cuerpo fue hallado cinco años después. Más acá en el tiempo, la conmoción que significó la desaparición de Santiago Maldonado en 2017, perseguido por la Gendarmería en Cushamen, y la aparición de su cuerpo en el río Chubut, casi tres meses después. A fines de abril de 2020, ya en plena pandemia y con la cuarentena en vigencia, el joven Facundo Astudillo Castro desapareció al sur de la provincia de Buenos Aires, en camino por Ruta 3: restos de su cuerpo fueron hallados cuatro meses después, y subsisten las sospechas sobre varios efectivos de la bonaerense.
Desaparecer en democracia es el primer libro de Meyer, redactora en este diario: tiene treinta y tres años de trayectoria en radio, televisión y medios gráficos, y un compromiso tenaz en el ejercicio de su oficio contra cualquier forma de represión estatal. “Si acaso hubiera un norte para quienes seguimos sintiendo un dolor en las tripas ante cada desaparición –sostiene-, ese sería que el periodismo haga un salto de calidad al abordar estos casos, porque en la definición misma de este complejo delito surge que los agentes del Estado despliegan su encubrimiento sobre lo sucedido, siempre. Así como hay una especialización en géneros, sería deseable una en ‘violencia institucional’. No pocos periodistas obtienen ‘primicias’ de sus fuentes policiales, y así consolidan y legitiman el encubrimiento”. Anota, en sus conclusiones, Meyer: “El Estado democrático debe asumir la responsabilidad por sus desaparecidos –ya lo dijeron varias veces los tribunales internacionales- porque no pudo (¿no quiso?) desmantelar el aparato represivo de la dictadura, porque decidió que la gobernabilidad se podía lograr a costa de dormir con esos enemigos. Pues entonces que asuma la clase política los costos. Los genocidas desfilan por los banquillos, que no es poco. Pero consiguieron que volvamos a convivir con la idea de que podemos desaparecer en democracia. ¿Lo vamos a naturalizar? ¿A cuántos desaparecidos más nos podemos acostumbrar?”