Si la historia y el paso de los años ya han probado incontestablemente el hecho de que la más grande Gran Novela Americana la escribió un ruso (se titula Lolita y su autor fue un tal Vladimir Nabokov); entonces es igualmente certificable el que, varias décadas después, un norteamericano se tomase la consoladora revancha de firmar la Gran Novela Norcoreana. El prodigio en cuestión se tituló El huérfano, ganó el premio Pulitzer de 2013, y llevó a su responsable Adam Johnson (Dakota del Sur, 1967) en lo más alto del mapa de las letras de su país. Aunque Johnson ya venía pisando fuerte con una primera colección de relatos (Emporium, 2002) y, en algún lugar entre Kurt Vonnegut y Richard Russo, la pre/post-apocalíptica novela Parasites Like Me (2015) en la que un puñado de inútiles desencadenaban el más eficiente de los finales del mundo cortesía de liberadas bacterias ancestrales.
Con George Orwell fue amigo mío Johnson vuelve a hacerlo y a conseguirlo. Por un lado, un puñado de tramas orginalísimas narradas con admirable pericia en lo formal; por otro, llevarse el National Book Award del año pasado, galardón que suele inclinarse por las ficciones de largo aliento más que por las inmensidades de lo breve.
En cualquier caso, la discusión sobre el tamaño aquí no tiene sentido alguno: cada una de las seis piezas de George Orwell… tiene la densidad y el impacto de maratones de cien metros. Y apuntalan a Johnson como un cuentista a la altura de T. C. Boyle y George Saunders y Jim Shepard (otros tres grandes cuya imaginación que no tienen límites no fronteras cuando se trata de escribir más o menos corto con gran alcance) pero, a diferencia de ellos, con un manejo de lo sentimental más profundo arrimándose a lo que hace Dan Chaon en sus historias neo-góticas o a pirotécnicos titanes del intimismo melancólico como Charles Baxter, Rick Moody o David Gates.
Y si Emporium ya estaba poblada por francotiradores adolescentes entrenados por el FBI, hermosas enfermas terminales en un autobús a ninguna parte, vendedores de chalecos antibalas y astrofísicos gay perdidos en Canadá; George Orwell reincide con un elenco de freaks tan iluminados como luminosos. A saber, a leer: el diseñador de un holograma presidencial –luego de que un mandatario demasiado parecido a Obama haya sido asesinado– alegrando a su esposa paralizada por una enfermedad neurológica incurable con un Kurt Cobain digitalizado; el fantasma en vida de una madre vagando por los pasillos de un hogar que ya no la contiene pero que no puede olvidarla; un delicadamente perverso computarizado y alguna vez víctima de una violación infantil deviniendo en contrito héroe vengador y protector de los niños; un padre y un hijo que han sobrevivido a un par de huracanes; el ex guardián de una prisión de Alemania del Este a donde iban a parar las víctimas de la Stasi; y –en lo que puede leerse como una coda a El huérfano–las idas y vueltas de dos desertores en una Seúl que para ellos es algo así como la más ajena de las tierras de Oz. Todos ellos sutilmente interconectados –con modales metaficcionales y guiños autobiográficos– como si se tratasen de habitantes de una misma casa cruzándose en diferentes habitaciones sin intercambiar palabra pero haciéndose guiños cómplices o nerviosos.
Uno de los reseñistas de George Orwell… en Estados Unidos subrayó –con pertinente justicia y acierto– una de las líneas del relato “Pradera oscura” donde se apunta la posibilidad de desactivar bombas en el mundo real pero, también, la imposibilidad de cortar los cables rojos o azules de esos explosivos mentales que llevamos implantados dentro de nuestras cabezas.
Advertencia para el lector: George Orwell… contiene seis poderosísimas cargas de expansiva profundidad mental.
Y –por suerte, una tras otra– estallan todas.