Fernando Martínez llenó de orgullo al boxeo argentino. Y la afirmación va mucho más allá de haber conquistado el título supermosca de la Federación Internacional y haberse convertido en el 43ª campeón mundial del pugilismo nacional en Las Vegas. Cuando le levantaron la mano consagrándolo en fallo unánime y luego de 12 tremendos rounds ante el filipino Jerwin Ancajas, el "Pumita" (tal es su fe de bautismo pugilístico) sintió que, por fin, le había ganado a la vida la pelea más importante. Y que tras una niñez dificilísima de miseria y privaciones que vivió en un conventillo de la Boca y una adolescencia en la que coqueteó con el alcohol y otras tentaciones marginales, el boxeo le pagaba todas las cuentas y le hacía todas las promesas a futuro.
Se entiende su emoción tras el combate y el haber respondido entre lágrimas las preguntas que le hacían sobre el ring. Tal vez ahora pueda comprarle a su madre la casa que le prometió a su padre poco antes de que este falleciera. Quizás pueda darle una mejor educación a su hija Alma y hasta casarse con su novia Micaela. Martínez se jugaba muchas más cosas que un título del mundo, cuando en la medianoche del domingo subió al ring del Hotel Cosmopolitan en la capital del estado de Nevada. Por eso peleó como peleó y ganó como ganó. Sin dejar dudas. Dando una clase magistral de como hay que salir a buscar lo que más se ansía en la vida.
Desacomplejado por completo, a Martínez (51,932 kg) no le importó nada que enfrente estuviera un campeón consolidado como Ancajas (51,932 kg) que llevaba más de cinco años de reinado entre los supermoscas. Desde la primera campanada y a un ritmo mucho más que intenso, se plantó a cruzarle sus manos a la cabeza y a hundirle su poderoso gancho zurdo al plexo. Y lo obligó a retroceder sin temerle a las puñaladas de contragolpe que le clavaba en el cuerpo. La similitud de estilos y la decisión compartida de combatir sin cuartel en la corta distancia generaron un desarrollo electrizante y de rudos intercambios en el que casi siempre el argentino puso las mejores manos.
Martínez nunca lo tuvo groggy a Ancajas. Pero le pegó muchísimo. En el 6º round le meneó la cabeza con su izquierda en gancho y en cross. En el 7º lo sacudió con la derecha cruzada y lo castigó en proporción de 3 o 4 a 1. Pareció agotarse en el 8º. Pero su técnico Rodrigo Calabrese supo tocarle el alma en el rincón: le habló de lo cerca que estaba de cumplir sus sueños y con eso, le recargó las baterías para cerrar a toda orquesta el tercio final de la pelea. Con más fuerzas en el corazón que en el físico, sostuvo todos los cruces, asumió riesgos, soportó todo lo que el filipino le lanzó con lo último que le quedaba y lo superó en presión, velocidad y volumen de ataque.
Ancajas, un protegido del mismísimo Manny Pacquiao, cuya empresa promotora le maneja la carrera, no se cayó porque su mandíbula tuvo un aguante increíble. Pero debió pasar la noche hospitalizado por orden de los médicos de la Comisión Atlética del estado de Nevada. Cualquier otro hubiera sido noqueado con haber recibido sólo la mitad de todo lo que Martínez le conectó. A la hora de las tarjetas no hubo margen para ninguna alquimia extraña: Max De Luca lo dio ganador 117 a 111 mientras que David Sutherland y Steve Weisfeld entregaron un 118 a 110 que coincidió con la apreciación de Libero. La firmeza con la que trabajó el argentino queda comprobada en un dato: según el recuento de Compubox, de los 427 golpes que lanzó, 421 fueron de poder. Impresionante.
Quien esto escribe compartió con Martínez algunas mesas largas de madrugada entre 2017 y 2018 cuando a su carrera la respaldaban desde Quilmes, los hermanos Roberto y Sergio Rodríguez. Y supo, aún desde sus pocas palabras, toda la lucha que había detrás de él, todo lo que había tenido que superar y todo lo que venía soñando desde que a los 14 años sacó su licencia de boxeador amateur y a los 16, se incorporó al seleccionado de la Federación Argentina. Supo que estuvo a punto de dejar el boxeo, deprimido por la muerte de su padre, y que su madre y su entrenador Calabrese lo convencieron de que la mejor manera de honrarlo era volver al gimnasio de Unidos de Pompeya y entrenarse mas duro que nunca. Sin perder el fuego que lo impulsaba: ser alguna vez campeón del mundo. Como lo fue su gran ídolo, Mike Tyson.
Ahora que lo es, ya no están más los hermanos Rodríguez a su lado sino Marcos Maidana, que tomó a su cargo el manejo de su carrera en octubre del año pasado y estuvo en Las Vegas para mostrarle al mundo con orgullo, la clase y la hombría de su campeón. Ya vendrá el momento de pensar en las grandes bolsas y en las grandes peleas contra los mexicanos, filipinos, japoneses y tailandeses que constituyen el nervio histórico del peso supermosca. Ahora es tiempo de disfrutar lo conseguido con el sudor de su cuerpo. Bien merecido lo tiene.
Porque en la capital del boxeo del mundo, en la ciudad donde los sueños se hacen y se deshacen, Fernando Martínez cumplió el suyo propio. Y anotó su nombre al lado de los de Santos Laciar, Gustavo Ballas, Carlos Salazar, Víctor Godoi y Omar Narváez, los otros argentinos que reinaron en la categoría. Dejó la vida en el ring para que así sea. Y le hizo vivir a nuestro viejo y querido boxeo, otra noche inolvidable de triunfo y de gloria. Una de esas que hacen historia.