Dedicado a la familia Becerra y a mi querida Bustinza

Cuando eligió el disfraz sólo pensó en ganar el premio principal. Por eso compró la máscara más rígida y cerrada de las que había en el negocio, la que cubría su cara hasta el flequillo negro y la mitad de las orejas. Si la consigna era mantener oculta la identidad hasta el final de la fiesta de carnaval del pueblo, envolver todo el cuerpo era fundamental. Venía planeando todo desde que vio el cartel en la puerta del Club y sintió que la guitarra de estudio marca “Romántica” (fabricada en Casilda), tenía que ser suya. Convidó el secreto deseo a Aníbal, su mejor amigo, y juntos se ocuparon de conseguir los trajes y ensayar a escondidas. Ni siquiera sus familias podían saber cómo irían ataviados. Compartirían el premio en caso de ganarlo cualquiera de ellos. Pasaron horas definiendo el condominio sobre esa preciosa guitarra que, seguramente, sonaría mejor que las que tenían ambos hasta ese momento.

Esa noche de febrero, de luna tan clara que parecía transparente, las cuatro cuadras que los esperaban para desfilar se habían vestido también, de carnaval. Antifaces, banderines, luces se habían apropiado de las calles hasta volverlas extrañas. El calor agobiante debajo de la máscara negra lo hizo transpirar hasta empapar la espalda del traje y el comienzo de la capa. Pero el dúo dinámico seguía en pie, marchando junto a otros superhéroes, gauchos, bailarinas, jeques árabes, princesas y animales varios. De haber pensado en su comodidad, Pedro hubiera elegido una careta más blanda, más fina, por lo menos para que el sudor de la frente no le empañara la vista. Tanto él como Aníbal soportaron estoicamente las incomodidades físicas, mimetizándose con sus héroes favoritos.

Tenían pautadas algunas reglas: no hablar en toda la noche era la primera de ellas. Otro acuerdo era no separarse a menos que alguno de los dos fuera descubierto. Además, tenían fijadas la forma de caminar, de pararse e incluso de sentarse si les era necesario descansar.

El desfile duraba tres intensas horas. Los amigos se daban ánimo como, seguramente, lo harían Batman y Robin en desafíos aún más incómodos que ése. Por al lado de ellos pasaban amigos, amigas, algunos parientes. Nadie se detuvo a mirarlos, ni siquiera su hermana menor, que jamás lo hubiera reconocido. Habían logrado camuflarse perfectamente entre la multitud.

Unos nenes más grandes que ellos jugaban con espuma en una esquina y más con sorna que otra cosa les cubrieron las máscaras de blanco. Pedro limpió a Aníbal con la capa y después despejó su careta, que volvió al negro charolado original. Un ligero gesto de héroe que un jurado serio no debería dejar de tomar en cuenta.

Aún recuerda el instante en el que pasó por delante de sus padres y los miró de reojo, como un momento feliz. Esas epifanías de la infancia que pocas veces se repiten. Estaban contentos. Y Pedro también, estaba muy feliz escondido bajo la sofocante protección de pectorales y abdominales de plástico.

Faltaba poco para el final y su corazón latía muy rápido. Cada vez quedaban menos participantes, porque la mayoría habían sido ya descubiertos. Recién en ese momento advirtió que la consigna era una trampa: en un pueblo tan chico sería imposible llegar al final de la fiesta sin ser identificado. Por descarte de los que ya estaban del lado de los perdedores, seguramente descubrirían a los que seguían en el anonimato. Esa sensación de desaliento se le instaló en el cuerpo y ya no pudo sacársela de encima

Violando el primer acuerdo, Aníbal se le acercó al oído y le dijo: “me muero de sed, quiero coca”. Pedro, furioso, lo tomó del brazo con fuerza, tratando de retenerlo sin hablar. Volvió de decir “me muero de sed, no aguanto más, es un minuto” Se arrepintió de haber elegido a su coequiper por amistad y no por las condiciones necesarias para la competencia. Eduardo o Martín podrían haber sido mejores compañeros, ninguno de ellos hubiera violado una norma, menos la de no hablar. Se prometió nunca más hacer nada con Aníbal, que se joda, por blandito. Nuevamente le rogó que se escaparan a tomar algo y por tercera vez Pedro no respondió y lo agarró de la mano.

A la derecha de ambos, en un tablón, los padres de Aníbal habían desplegado su canasta de sándwiches de miga y gaseosas. Una botella transpirada y aún sin abrir relucía debajo de los faroles. En un descuido de Pedro, su amigo salió corriendo hacia sus padres. Con desesperación agarró la botella y se subió la máscara para tomar del pico. Mientras seguía tomando, casi sin respirar, se escuchó una voz que gritó (bien clarito): “’¡Robin es Aníbal; y si es Aníbal, entonces Batman seguro es Pedrito!”.

Salió corriendo hacia su casa; iba quitándose el disfraz en el camino. Se durmió recién después de escuchar a sus padres en la cocina, confesándose haber creído toda la noche, que los chicos vestidos de Batman y Robin seguro no eran de Bustinza.

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