El tema de la guerra ameniza el desayuno de un viernes hermoso, templado y soleado, como si fuera necesario un contraste aún mayor con el verdadero escenario de los acontecimientos. Después de una serie de comentarios sin mucho sentido, uno de los clientes del bar porteño --un hombre calvo, de unos 50 años-- da en el clavo: "Te lo vengo diciendo desde el año pasado: lo de la vacuna Sputnik no era joda. Ahi tenés... ahora nos tienen a todos agarrados". La mujer que lo acompaña ensaya un tímido "eso no tiene nada que ver...", pero lo deja seguir porque el tipo habla con la convicción y la superioridad de los incomprendidos.
Ya de vuelta en casa, uno hace un intento con la tele, que en tiempos de catástrofes busca recuperar su antiguo monopolio de la verdad. Están entrevistando a un pibe argentino que vive desde hace dos años en Kiev y trabaja como desarrollador de jueguitos para computadoras; le preguntan cuál podría ser la reacción de Putin si la OTAN decidiera finalmente intervenir militarmente. Y el pibe, que no se puede permitir decir al aire "no tengo ni la más puta idea", ¡le contesta! Va subiendo el tono a medida que habla, como si abrigara la esperanza de que su arenga servirá para alertar a los líderes mundiales sobre la perfidia de Putin, a quien define como "un loco inhumano".
Pocos minutos más tarde, el intercambio con un amigo a través de Whatsapp induce a una arenga en sentido contrario: el de Rusia sería un "ataque defensivo" (valga el oximoron). El juego de pinzas que Estados Unidos y Europa ejercen sobre Moscú, sumado a las violaciones a los derechos humanos que cometen los nacionalistas ucranianos contra los rusos étnicos de Donetsk y Lugansk no le dejaron a Putin otra alternativa que intervenir. "¡Y con Putin y con los rusos no se jode!", remata, acaso para bajarle un par de cambios al discurso doctoral y recordar que somos dos amigos discutiendo por whatsapp mientras preparamos la ensalada para el almuerzo.
Los verdaderos expertos en comunicación han logrado, eso sí, una hazaña mediática: instalaron al presidente ucraniano Volodimir Zelenski como un estadista en ciernes, prácticamente un De Gaulle eslavo que encabezará la lucha de su pueblo contra los invasores. Que el muchacho en cuestión se parezca más a un híbrido entre Javier Milei y Miguel del Sel (recordemos: es un comediante que llegó al poder gracias a su actuación en una serie televisiva llamada “Servidor del pueblo” donde hacía de presidente de Ucrania y peleaba sin desmayo contra la casta política) no incide negativamente en la valoración de su figura sino todo lo contrario: la enaltece en tiempos de emprendedurismo proestablishment.
Demonizar a Putin, en cambio, no constituye ninguna hazaña. El camino ya estaba abonado por décadas de inoculación antisoviética. El propio líder ruso promueve esa imagen monstruosa que le atribuye --y por lo tanto le otorga-- más fuerza de la que realmente tiene. Lo curioso es la suerte de fascinación (en algunos casos culposa) que ejerce Putin sobre muchos compañeros y camaradas de este lado de la grieta doméstica. Una grieta que se intuye más duradera e infranqueable que la mismísima Cortina de Hierro. Gente con posiciones progresistas en muchos aspectos de la vida manifiesta cierta indulgencia con un líder antiizquierdista, misógino, homofóbico y más nostálgico de la grandeza zarista que de la revolución bolchevique. Quizás esta fascinación por los "malos" no sea más que una rebeldía hormonal contra el cinismo y la hipocresía de los "buenos". En todo caso, el apego a la contradicción principal (el deseo de ver trastabillar la hegemonía de los Estados Unidos, ya sea a manos de fundamentalistas árabes, posmaoístas chinos o capitalistas de estado rusos) desnuda una ideología intervenida por las emociones.
En este conflicto ni siquiera podríamos ponernos de acuerdo en la identificación del "más débil". Una mirada primaria, básica --por algo la derecha la impone con tanta facilidad-- invita a caracterizar a Ucrania como la víctima y a Rusia como el victimario. Otra mirada, que amplía el foco hacia el tablero geopolítico global, ve una Rusia asediada por un enemigo más poderoso, representado por EEUU y las potencias europeas, con Ucrania apenas como carne de cañón.
Pero algo nos une a todos: casi nadie --ni los especialistas en relaciones internacionales ni los influencers, ni los twitteros compulsivos-- se atreve a decir "no entiendo", "me supera". En lo personal, más cerca de la rusofilia y también nostálgico de un comunismo que no llegué a conocer, sufrí hace unas horas un cachetazo de realidad. Un chat con Lyudmila, una amiga ucraniana que conocimos hace varios años en un viaje en tren de Kiev a Odessa, reveló la relatividad de nuestras especulaciones de cabotaje.
Hubo un intercambio de opiniones sobre Putin y Zelenski; ella caracterizó al ex KGB como "asesino" y a Zelenski como "humanista y patriota". Debo reconocer que mientras hablábamos sentí cierta "decepción", porque pensaba que al ser étnicamente rusa (su abuelo era siberiano) tendría una posición más matizada. En un momento interrumpió la conversación para decir: "te tengo que dejar porque en este momento nos vienen a evacuar de Odessa". Con su esposo y sus hijos de 5 y 3 años agarraron todo lo que pudieron y en medio de las explosiones se escaparon a la ciudad de Chernihiv, que no sé ni dónde es pero seguro está lejos, lejísimo de todos nosotros.