De chica, las vacaciones y el verano eran todo para mí. Cada año iba descubriendo nuevas celebraciones: el carnaval fue una de las que más disfruté y, puedo decir hoy, de las más importantes. Al principio, solo se trataba de jugar con agua y con las viejas y queridas bombuchas, hasta que un día de mucho calor en que volvía de la plaza hacia mi casa, todo cambió. Me acuerdo que iba caminando cuando escuché una música a lo lejos que jamás había oído antes, un ritmo muy pegadizo que me llevaba hacia él de manera hipnótica. Al acercarme vi un tumulto de gente que miraba a un grupo de muchachos y jóvenes de diferentes edades tocando tambores, redoblantes, instrumentos de viento de diferentes tipos. Le pregunté a un chico que observaba como yo quiénes eran y qué hacían. Recuerdo que me respondió que eran Los Dementes De La Loma, una comparsa muy conocida de la zona. Ellos estaban ensayando porque el fin de semana se iban a presentar en el corso de Llavallol.
Su ritmo me volvió loca, era como si la música te hiciera entrar en trance. Unos pibes bailaban sin parar como poseídos, saltando y moviendo sus cuerpos de manera muy especial. Eran los murgueros. Nunca había ido a un corso, no sabía ni lo que era. Solo estaba segura de que no me lo perdería por nada. Ese finde convencí a mi familia de ir. Antes de salir estaba chocha: con una bolsa de caramelos en la mano, sentía que iba a ser una noche inolvidable, y así lo fue. Marcó mi vida para siempre.
El corso estaba armado en la calle principal de mi barrio. A lo lejos, ya podías notar el tumulto de gente caminando hacia las luces como polillas en la noche. Los privilegiados que vivían en esas cuadras sacaban sillas y banquetas para ver el espectáculo en primera fila. Nunca había visto las calles así iluminadas, cientos de focos de colores colgaban como guirnaldas, dándole marco a lo que sería el escenario para las comparsas. La gente estaba alegre, lxs niñxs corrían por todos lados y jugaban con espuma. En una peatonal celebrábamos al Rey Momo.
De pronto oímos a lo lejos el redoblar de tambores y la gente comenzó a abrirse como las aguas del mar rojo para Moisés. Un grupo de jóvenes aparecieron vestidxs con levitas de tafeta blanca con flecos de seda en color verde. Diferentes bordados hechos a mano decoraban los llamativos trajes. Ellxs bailaban y saltaban como en el ensayo, pero más poseídxs aún. La gente comenzó a juntarse más sobre las veredas y se me hacía casi imposible poder ver qué les causaba tanto interés. La batucada se escuchaba cada vez con más fuerza y se acercaba cada vez más. Yo era un chique de contextura menuda; recuerdo abrirme paso a los empujones entre la gente alta. Finalmente pude llegar nuevamente a la vereda, desde donde se podía ver todo como en primera fila. Creo que no estaba preparada para lo que vieron mis ojos.
Al levantar la vista, descubrí a unas mujeres despampanantes, bañadas en purpurina, algunas semi desnudas otras usando vestidos de paillete y portando grandes espaldares de plumas en diferentes colores. Había rubias, morochas y coloradas. Sus bocas eran rojas y sus pestañas, largas. Algunas tenían enormes caderas y pechos. Todas subidas sobre tacos agujas que desafiaban la gravedad. Fue tan impactante para mí, que como si fuera un guión de película, solté la bolsa de caramelos que tenía en mis manos.
Estaba claro que no eran como las mujeres que veía a menudo. Estas eran diferentes, la gente murmuraba y se decían cosas al oído. Algunos reían, otros se sorprendían, pero todxs repetían lo mismo como un mantra: «son hombres».
Recuerdo que las seguí por las calles hasta el final del corso, donde las esperaba un micro. Antes de subir les sacaban sus espaldares de plumas mientras ellas comentaban lo bien que había estado la presentación y cómo la gente enloquecía al verlas. Al subir la última, su espaldar dejó caer una pluma fucsia. Yo la levanté rápidamente del piso para que no se ensuciara y corrí hacia ella para devolvérsela. Cuando extendí mi mano para alcanzársela, ella giró con su fabulosa cabellera colorada y me dijo guiñándome un ojo: «es tuya, corazón, para que me recuerdes».
Me quedé parada con la pluma en la mano, viendo cómo ese micro desaparecía en el horizonte. Esa noche descubrí que no eran hombres como todxs decían: eran travestis. Esa noche me pregunté por qué no las veía en la verdulería, o en el mercado, caminado por las calles de día o en un colectivo. Durante el año desaparecían y volvían aparecer cada carnaval. Con el tiempo, descubrí que en carnaval, eran las únicas noches donde podían ser libres y adoradas como diosas, pero al terminar ese festejo, volvían a esconderse: los patrulleros ya no las escoltaban, sino que las perseguían y la gente las insultaba.
En ese momento, aún no sabía con exactitud que con los
años me convertiría en una de ellas. Cuando lo descubrí, me
propuse un objetivo al que no pensaba renunciar: yo no iba
a salir únicamente las noches de carnaval. Yo iba a hacer
que los 365 días del año fueran un carnaval. Por suerte, la
gente hoy ya no piensa que estamos disfrazada, pero ¡cuánta
espuma hubo que tirar para que eso sucediera!