Así como existe el androcentrismo, la primacía blanca y el poder capitalista, los saberes referentes de los intelectuales suelen poner sus acentos en la filosofía, la historia, la literatura y la política en diferentes grados de popurrí, jamás el teatro. La referencia de Ure era el teatro, desde ahí pensaba el mundo. ¿Sería ese un espacio demasiado acotado luego de los griegos y Shakespeare (aunque el teatro esté en todas partes y sea crucial a lo que importa: la política) para colocar a alguien a la altura de Horacio González o David Viñas? ¿O es la lógica mediática la que exige que se mantenga el cuerpo en salud para poder ocupar los set televisivos o las tapas de los suplementos y seguir visible en los hits semanales de matoneadas culturales disfrazadas de polémicas? Porque durante estos años –19 en total duró su supervivencia al ACV del 98– muchos pensaron que Ure estaba muerto. Mientras tanto su legado se paseaba por los escenarios. El factor Ure está presente en el Meyerhold de Silvio Lang a través del recurso audaz de poner en escena a las travestis estudiadas por el dr Francisco de Veyga en el depósito de Contraventores a principio del siglo XX, en las salidas televisivas de ciertos diálogos del Spam de Rafael Spregelburd y hasta en ciertas coreografías eróticas femeninas en las marchas del Ni una menos. Pero –oigo protestar– ¿si muchas de estas muchachas no tienen ni idea de quien fue Ure? Es que Ure pensaba que en los gestos y palabras de cada uno yacen los de los padres, los de los abuelos mirados por estos, más los del teatro que cada uno vio a su tiempo.
Alberto Ure era amigo de Fogwill y Germán García. La publicidad y los bares permitieron en ellos ósmosis semejantes, tramas de agravios en común pergeñados con la escuela de Ignacio B. Anzóategui, aunque con la incorporación de la vena psicoanalítica y publicitaria.
Es que el elogio tiene una escasa paleta retórica, en cambio el arte de injuriar tiene una riquísima. Y Ure, como los nombrados, era un maestro de ese arte y algunas de sus críticas teatrales fueron casi un ejercicio de glosa insultante, más una carnicería mazorquera que un estilete shakespeariano clavado en un pecho dinamarqués. Como la que hace del Dorrego de Viñas (Poder, apogeo y escándalos del coronel Dorrego, dirigido por Alejandra Boero). Le critica el recurso de uniformar soldados de época con las ropas contemporáneas de los muchachos del proceso, suerte de titeo positivo o guiño para demócratas, traducción precipitada a la actualidad en el que encuentra un ademán abstracto –en la obra abundan uniformes de de distintas épocas y armas a tono con el rojo tan federal del Cervantes–, que el autor deseche sus meritorios y reconocidos saberes sobre historia para elegir estereotipos y condensaciones en las que los nombres propios suenan como cachetazos destinados a despertar la anamnesis escolar. Que la elección de Rodolfo Bebán como protagonista haga imposible que el espectador, atraído por su prestigio, pueda ser capturado por la ilusión de estar viendo a Dorrego. Un vitriolo delicioso: “El actor anticipa desde su aparición que en el recorrido de esa obra no pasará nada, y eso se logra inespecificando la actuación, no haciendo nada concreto, sólo signos rápidos que indiquen que es lo que debería estar haciendo –si escribe, garrapatea, si come, apenas prueba; no se sorprende de nada–, con lo que señala que lo importante será sólo lo que diga y el rol que ocupe; el resto es la simpatía del actor y su personalidad difundida socialmente”.
Quizás lo que Ure ilumina tempranamente con intervenciones como ésta sea la ceguera de una clase de público que, como si se tratara de un ritual de pertenencia –tener la MasterCard– asiste a ciertas obras ya fosilizadas en una aprobación acrítica debido al brillo de determinados nombres propios y entonces empieza a aplaudirse a sí mismo antes de sentarse en las butacas, por sentirse parte de una elite de entendidos y, si no se duerme en los bodrios, es porque ese goce que equivale al ascenso social, le resulta superior a cualquier otro goce.
Yo no quería
Pocos textos pueden responder a la demanda periodística del damero necrológico sin caer en la tentación autorreferencial –y yo no me excluyo– como si al escribir sobre alguien que acaba de morir todos nos estuviéramos palpando para comprobar que nosotros en cambio estamos vivos y hacer, en cambio, un retrato generoso y pormenorizado, situando con inteligencia la deuda con una obra tan sostenida por la reflexión teórica y su escritura. Es lo que hace en su nota (ver aparte, y una versión anterior en su Facebook) Vera Fogwill, de quien, por ser una de las entrañables de Ure, se hubiera esperado prejuiciosamente la efusión sentimental o el elogio acrítico. Prueba de que aún en los rituales consabidos, puede deslizarse una verdad más allá de la sinceridad.
Pero yo no quería escribir sobre Ure . Apenas nos conocíamos y ese “apenas” pertenecía a los últimos años antes de su enfermedad, precisamente los que había olvidado, claro que hay otras maneras de recordar como la de recordar sin saber lo que se recuerda pero donde un ademán mínimo recuerda en nuestro lugar. Debía ser a principios de 2002, nos quedamos un momento solos en medio de un bar mientras que los que lo acompañaban se había ausentado, no viene al caso contar por qué. Me miró fijo –todavía se mantenía erguido en su silla de ruedas–, se hizo un silencio largo, estábamos incómodos –no importa si sabía quién era yo o a lo mejor porque no lo sabía– lo cierto es que, de pronto, me dedicó un instante de atroz lucidez. Él, tan sofisticado y tan amorosamente atento al archivo popular de la lengua, me dijo una frase que lo decía todo y que podría formar parte de esas películas de la Argentina Sono Film que tanto le gustaban: “¿Viste qué cosas que tiene la vida?”.
No quería escribir sobre él, no se nada de teatro (a veces hasta lo detesto), el haber editado uno de sus libros (Sacate la careta) no me autorizaba a nada pero tengo miedo a las represalias de la mafia. Me explico: poco después de su muerte, me llamó Cristina Banegas, no me pidió sino que casi me exigió que escribiera, no podía (fantaseaba yo en ese pedido) romper el código de “la familia” que se había cimentado alrededor de un acto ¿ilegal? destinado a Alberto Ure allá por 2002. Me sigo explicando: se cumplía el plazo para la entrega de las solicitudes para la beca Goggenheim. Entonces de puro lumpen, me erigí en una suerte de “Chicho Grande” berreta: tomé unas ajadas páginas autobiográficas de Alberto Ure, deseché los párrafos que se repetían, corté y pegué hasta obtener una suerte de bando lleno de feites –eran páginas brillantes, autoirónicas, feroces sobre el mundillo teatral de Buenos Aires, como siempre que su autor actuaba, chamullaba o dirigía. Escritas quien sabe cuando, en qué circunstancias. Les agregué una introducción en primera persona, es decir hice de Ure. Adopté un tono objetivo pero vago para describir “mi” estado de salud, lleno de una especie de dignidad despectiva como si les hiciera el favor a los señores Guggenheim de permitirles “darme” la beca y así aumentar su prestigio al “tenerme” en sus listas. Cristina Banegas complotó por teléfono, ni le hacía falta argumentar: desde México Juan Gelman envió su carta de recomendación, Ricardo Piglia desde EE.UU. Hubo otras cartas, no sé si quienes las escribieron quieren confesar ¿confesar qué? Su generosidad y sentido de la justicia más allá de las reglas. Ure ganó la beca. Fue su última pieza de dramaturgia (¿comedia? ¿drama? ¿sátira?): un hombre que ha perdido la memoria gana una beca presentando parte de su pasado como proyecto futuro.
Informado y eufórico, Ure me gritó desde su silla de ruedas, haciendo un gesto muy gráfico con la mano que negaba –no necesariamente por su estado de confu- sión–, los rituales burocráticos del cobro de la beca: “Dale, largá la tarasca”.
Esta mejicaneada de amigos fue tal vez una performance antiimperialista, un acto de justicia a lo Emma Zunz. La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos (los jurados de la Guggenheim) porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el talento de Alberto Ure, verdadero el merecimiento, verdadero el acto de justicia. Verdadero también era el accidente que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.