El jueves a la madrugada se fue Alberto Ure. Me dejó un hermano y un montón de hermanas hermosas, sobrinas y sobrinos, hasta sobrinos nietos. Al teatro le dejó algo duro, la copia. Muchos creen hacer cosas innovadoras o tener métodos propios y son el legado de Ure. El público se renueva, es cierto, y entonces se sorprende sin saber que eso ya se había hecho mucho antes.
Ure rompió las reglas establecidas e hizo las cosas más desopilantes e impensadas hasta su llegada. Fue un enorme maestro brutal que por lo bueno y lo malo, dejó marcas en quienes estudiaron o trabajaron con él.
Nadie que lo haya conocido podrá olvidarse de él. Tampoco el espectador que haya visto alguna de sus tantas obras. Yo le agradezco desde cada pañal que me cambió, cada exceso que me enseñó a disfrutar, el amor a lo picante en todos los sentidos, la risa en los momentos indebidos, las siestas que se dormía cuando íbamos al teatro (le gustaba dormir ahí porque el teatro era aburrido si no lo hacía él), San Jorge y los ángeles y todo lo que me enseñó de la vida. Los textos que me inculcó desde muy pequeña, dándome libros para leer, luego evaluando mi lectura y después de darme los comentarios pertinentes pasar al siguiente y al próximo, formarme, la enseñanza del trabajo artesanal y carnal del actor, de la mirada crítica y aguda para con todo, y algo fundamental, el riesgo, “correr siempre riesgos”. No tener miedo a los papelones, no tener miedo o sí, entender que donde lo hay está pasando algo importante porque la vergüenza es ese lugar donde nadie quiere entrar y, en el arte, donde está la verdad. Como el blanco en escena, el gran momento artístico de una obra donde ni el actor ni el elenco, ni el público saben qué pasará. Por eso seguía interviniendo sus obras en mitad de las funciones. Buscando el desconcierto. Que nada se muera. Que todo esté vivo. El momento vital, ese que se parece a la vida, donde nadie sabe lo que pasará. En el teatro oficial, incluso en el comercial con los contratos de oficinistas que tienen los artistas ¿qué riesgo se corre? Fue el primero que me explicó que actuar era establecer una relación de guerra con la muerte. Porque en el momento que uno está actuando se olvida de la suya propia. Y hay, quizás, quién sabe, por eso tantas vidas públicas que se convirtieron en actuaciones (en personajes) y tantas buenas y talentosas actrices en objetos de deseo, actuando, simulando, una vida fabulosa. Ya no quedarán muchas actrices para encarnar mujeres trabajadoras, luchadoras, con las manos arrugadas de lavar platos; hasta para las sin dientes tendrán actrices que las interpreten con el blanqueamiento y el comedor recién hecho; las gorditas siempre interpretadas por flacas con lipo o tildadas siempre para roles de gorditas, y todas con la expresión borrada del botox.
Actrices en foto fija, sin emociones ni acercamientos a la muerte (envejecer). Continuará la estirpe de las actrices lindas (que bien Stanislavski repudiaba cuando decía que “un actor que toma su trabajo para publicidad propia debería ser exiliado de los escenarios para siempre”) ¿Qué hubiera dicho de las que usan Instagram? ¿A dónde las expulsaría? No me detendré en esas reflexiones que son más largas y que son propias.
La cantidad de recuerdos y de historias no son posibles de escribir ahora. Pensé que no podría escribir nada pero me especialicé en crónicas fúnebres hace un tiempo largo, mis seres queridos se van uno atrás de otro, mis padres, ellos dos. Fran Ure, una de mis hermanas menores, siguió su camino y con qué garra. Le dije, en medio de un abrazo y casi en joda: “No podemos hacer cagadas, ahora”. Me refería a un teatro distante, conformista. Y Cata, una de sus nietas, muy parecida a mí, dijo “al contrario. Quiere que hagan papelones, que manden todo a cagar”. Nos reímos todas, almorzando frente al cementerio.
Estos casi veinte años que estuvo enfermo (se cumplirían justo veinte en diciembre) no había perdido la necesidad de hacer obras. Me mandaba a llamar: “Verita, vení”. Y yo iba. “Anotá, tenemos que hacer Hamlet, llamalo a Darín (ni idea tenía que Darín se había consagrado también en el cine) y conseguí el estadio de Boca para hacerlo ahí”. Por cierto, también quería a Maradona y a Chacho Alvarez que reemplazarían a Darín y que entrarían juntos para decir el monólogo de Ser o no Ser ( y eso en el contexto de 2001). “Ok” le decía yo “esta misma tarde lo consigo todo”. O: “llamalos a Arturo Maly y a Jorge Mayor que vengan, hay que ponerse a ensayar (el año pasado). Yo no le dije nunca quiénes se fueron antes que él y me pasé estos años mandándole cariños de muchos que no están y de otros que él quería y no aparecieron.
Nunca se olvidó de sus puestas, y hace poco me contó varias temporadas en Mar del Plata. A veces le leía textos que le gustaban y él hacía interrupciones con comentarios espectaculares. En lo personal mi distancia con el teatro fue inminente. Si él no hacía teatro, yo menos. Hubo intentos pero la decepción fue grande, añoraba su cabeza, sentía ganas de vomitar de la banalidad. Es que Alberto me enseñó también que uno siempre actuaba para alguien (generalmente creía que para la mamá o el papá). Por eso a las actrices les solía impedir la presencia de sus madres en los estrenos.
Y yo seguramente actuaba para él, para seguir siendo querida por él, por ese papá que la vida me dio extra.
Los días que estaba bien o en algunos horarios del día, recordaba todo lo que pasó antes, pero muy poco de lo que pasaba ahora. Ahora son esos veinte años enfermo. Hace unos siete u ocho años estaba en su casa, sacarlo en silla de ruedas era muy difícil, pesaba y se caía, había que atarlo y el ascensor del edificio era muy pequeño para la silla. Complicadísimo. No salía hace mucho, yo quería sol para él porque la habitación tenía un gran ventanal pero el sol no daba, lo robaban otros edificios. Lo logré, bajamos, y al abrir la puerta le pegó el sol y el gritó “auxilio”. Su pánico fue tan grande que tuve que entrar de nuevo.
Si tuvimos la posibilidad de tener a Alberto por veinte años más vivo para escuchar y sentir su dolor y también su alegría (porque era dulce, muy dulce y muy cariñoso), es gracias a alguien que juro no haber conocido a nadie igual. Elisa Carnelli, su mujer y madre de dos divinas Ures. Lo que Elisa hizo, lo que peleó por él, lo que padeció por él, es el motivo por el que ayer la convertimos en Santa. Todo lo hizo en silencio. Todos se lo agradecimos pero hace unos días se lo reiteramos uno a uno con todo nuestro amor. Elisa estuvo siempre, comandando cada cosa, peleándose con las enfermeras que no entendían lo que debía hacerse y cómo, controlando si le estaban dando la medicación como correspondía. Sin hablar de todos los años que lo tuvo en su casa bajo su cuidado, a expensas de su propia salud, física y mental. Por supuesto que toda la familia estuvo como pudo y siempre. No fue fácil, geriátricos que se incendiaban y Alberto ileso con quemaduras en la pierna y al hospital otra vez. Cambiarlo a otro lugar. Esperar ambulancias, que lleguen, que lo lleven, pedirlas con tiempo. Y el certificado de invalidez que se vencía una y otra vez, trámites y más trámites.
Alberto, te vamos a extrañar mucho. Ya te extrañábamos en las salas y ahora acá…darte abrazos y comer tortas (siempre un bocado más). Es que para Alberto todo siempre fue poco. Él iba por más. Aplausos.