Ayer supe que Miranda, mi primera novia, hace años que se mudó a Ucrania, casada todavía con Miguel, el músico de ascendencia rusa por el cual me dejó. La noticia, que vino emparejada con la preocupación por la invasión de Putin, salió de la boca de mi amiga Paula, nieta travesti de moscovitas, a quien conocí en el casamiento del hermano de Miranda en la iglesia ortodoxa de San Telmo. 

Claro que Paula no había transicionado todavía porque de haber sido así nunca hubiera sido invitada a esa ceremonia. Después de nuestra charla, quedé rebotando de un recuerdo al otro. Recordé aquella sensación bastante parecida a la libertad que nos guiaba pese al estado implícito de prohibición de comienzos de los 90. 

Miranda y yo vivíamos por entonces con nuestras familia y muchas noches íbamos a Búnker, el boliche de la calle Anchorena donde un detective contratado por su mamá nos retrató en un reservado (seguramente sin flash porque nos hubiéramos dado cuenta). Contarle esta historia a Paula en aquél momento, me hizo sentir importante porque a mí todavía no me habían pasado grandes cosas. 

Ahora pienso que ser perseguida por unx espía tampoco es una gran cosa porque cada vez que menciono algo por whatsApp después me aparece una noticia relacionada en el muro de Facebook. Pero por entonces el espionaje era épico, aunque, a decir verdad, siempre dudé de que hubiera sido real porque nunca vi fotos y empecé a sospechar que era un invento con que Miranda cimentó el mito de una madre millonaria y poderosa a la que no conocí. 

Finalmente, terminó convirtiéndose en la excusa de nuestro alejamiento cuando la enfrentó a un enroque muy simple entre lesbianismo y herencia al amenazarla con no ver un peso después de que muriera si seguía un día más conmigo. Mi novia decidió que el dinero era importante para su futuro y se fue con Miguel, el bajista de la banda de rock post perestroika de la que era solista.

Durante nuestros dos años de romance nos la pasamos casi todo el tiempo andando de acá para allá, mirando hasta tardísimo la luna recostadas en los bancos de una plaza o acuclilladas en la entrada de una casa mientras yo la escuchaba ensayar las canciones post soviéticas. Nunca pudimos ir a un hotel, no solo porque que estábamos seguras de que no nos dejarían pasar o que de caer la policía terminaría llevándonos, sino porque además nuestros trabajos precarios hacían que nunca tuviéramos un peso para pagarlo. Lo que nos quedaba era aprovechar baños cómodos como el del histórico bar Pernambuco que estaba frente a uno de los más tradicionales, el famoso bar Astral, donde siempre ella se pedía un vodka y yo un pingüino chico que infaltablemente llegaba a la mesa chorreando. 

Pese a su nombre, que le hacía honor al teatro homónimo, el Astral de magnífico solamente conservaba el logo en cursiva alrededor de un mundo estrellado impreso en el vidrio. Sus sanitarios sucios guardan sin embargo para mí la memoria de nuestra pasión durante las noches insomnes de lo que fue la calle Corrientes. Una fija para cobijarnos de la intemperie de los años prohibidos fueron también las butacas últimas de la sala Lugones, donde aprovechamos para cultivarnos y ver casi todos los capítulos de la serie Berlín Alexanderplatz que dieron en la primavera del ‘91, el resto de la filmografía de Fassbinder y mitad de Citizen Kein

El acorazado Potemkin, otro de los clásicos en blanco y negro que proyectaban seguido, me quedará siempre asociado con Miranda y su cara redonda de campesina rusa. No se me hacía difícil imaginarla envuelta en un pañuelo a la espera de aquel buque zarista en el hambriento Moscú de comienzos de ese siglo que también era el nuestro.

Un día por fin pudimos ir a la casa de Miranda aprovechando un viaje de su papá, pero debe habernos hecho una trampa porque al rato abrió de sopetón la puerta y nos sorprendió abrazadas. Me miró con ganas de ahorcarme. Hasta luego, le dije entendiendo que tenía que irme y me respondió ¿Hasta luego? Hasta nunca. 

Nos encontramos una hora después y a Miranda todavía no se le notaban los moretones que le deformaron la cara por unos días. Ella, que era igual a Katjia Aleman no se le parecía en nada la noche que le siguió a los golpes, cuando le besé el pómulo hinchado y alrededor del ojo verde disminuido, clavado en el cielo raso desde la cama de su prima, que vivía a la vuelta de la ortodoxa.

Al otro día de la paliza, el tipo la llamó a mi mamá. Le dijo que quería que hablaran y después de que ella me lo contó, subí las escaleras muy decidida, guardando en la mochila una tijera que saqué del costurero de mi abuela. Muerta de miedo como estaba, me sentía capaz de cualquier cosa porque pensaba que mamá podía infartarse con la noticia; me la imaginaba tomándose el pecho con las manos y cayéndose al piso desgarrada cuando le fuera comunicado algo que, de todas maneras, intuía que para ella no sería ninguna novedad.

De puntas de pie, agarré la tijera que era toda de metal, hasta el mango, miré hacia arriba y aposté a uno de los cables del entramado que atravesaban la terraza. Tuve la suerte de no equivocarme, si en lugar del teléfono hubiera cortado el de la luz esta nota no la estaría escribiendo nadie. Fue apenas un click en ese hilo tenso que en realidad era blando y lo vi caer con facilidad de un lado y del otro, imposibilitando al señor Alberto molestar con su llamado. 

Mamá jamás me dijo nada, aunque tuvo que pagar a Telecom para que repararan un daño hecho adrede sobre sus instalaciones. Sé que durante varios días estuvieron incomunicadxs mientras yo iba viendo cómo los párpados de Miranda cambiaban al violeta, al verde, al gris hasta que finalmente desembarcaron en su tez pecosa y lisa de los diecinueve, volviendo a esa cara de mamushka refugiada que me había enamorado.