Confieso que me resultó difícil sintetizar en una red social una reflexión sobre los vínculos fundacionales entre Rusia y Ucrania. Sobre la guerra que se disputa en Europa y escenifica la lucha por espacios de influencia entre dos tradiciones imperiales, una de ellas humillada por la OTAN desde los años noventa. No es tarea fácil explicar en tan pocas palabras que es absurdo aplicar categorías del melodrama -buenos y malos- a la situación, al estilo de la vecina de Cristina que le colgó encima la bandera de Ucrania.
Entonces, desde un perfil me respondieron, textual: “Tanto rollo porque considerás a Putin un mataputo, no es necesaria semejante ensalada absurda que tiraste”. Algo así como marica, a tus plumas. Que de la guerra nos ocupamos los hombres”. Es que Twitter funciona como arma eficaz solo si el daño que se busca infrigir se resuelve en pocos caracteres. Pero el desarrollo de un argumento precisa a veces cierto espacio. La boludez, en cambio, no duda, puede ser brevísima y confunde la injuria con habilidad retórica.
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En vivo. El conflicto Rusia - Ucrania, minuto a minuto
La homofobia de Putin
Alguien recordará aquella película de 1968 dirigida por John Frankenheimer, El hombre de Kiev, sobre un chivo expiatorio judío ucraniano acusado de matar a un niño. La réplica del chongo twittero me convirtió en La marica de Kiev solo por sostener que el programa de Putin no es, precisamente, reeditar la URSS sino, más bien, recuperar la Gran Rusia de los zares en alianza con la Iglesia Ortodoxa Rusa, al lado de la cual el Vaticano es la jaula de las locas (los ucranianos le salieron al paso en 2018 con la Ortodoxa Ucraniana, igual de paleolítica). Por eso despotrica contra los bolcheviques (léase Lenin) por haber defendido el respeto a la autodeterminación cultural de Ucrania: los pueblos, como los proletarios, deben adherirse a una causa, no imponérsela. En ese error, arguye el hombre fuerte del Kremlin, se originó el gran malentendido que ahora aprovecha la OTAN para arrinconar al oso ruso.
Pero, de un plumazo barrieron con mi pequeño ensayo. Porque, para el imbécil twittero, estaba desacreditado para opinar por mi orientación sexual. Me cabían las generales de la ley. No había sido mi intención original centrarme en la homofobia de Putin. Sin embargo, pensándolo mejor ¿no es uno de los elementos socioculturales a tener en cuenta en este embrollo? ¿No es Putin quien convirtió la homofobia en cuestión de estado al prohibir su referencia en medios de comunicación, pasar por alto a los nabonazis que juegan a contactar gays para golpearlos y silenciar los centros de detención en Chechenia? ¿No es ese repudio a una diferencia una de las bazas que se esgrime en el plan de resurrección de la Gran Santa Rusia y, a la vez, una herramienta de Occidente contra ella mientras calla lo que es común hoy en Arabia Saudita, en Hungría, en la prédica de Bolsonaro?
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Breve nota sobre el asunto Putin, por Jorge Alemán
Rusia: homosexualidad y revolución
En esta guerra emergen ficciones simbólicas mientras acontecen hechos atroces. Sobrevuelan espectros que no cesan de desmentirse, como la supervivencia del comunismo estalinista, difunto desde la disolución del campo soviético. O el nazismo hitleriano, cuyo remedo son bandas esperpénticas que apenas toman de aquel dos o tres consignas y la violencia callejera sobre la divergencia sexual o el extranjero, que ni siquiera es un producto exclusivo ucraniano ni ruso. Como la inconmovilidad de la unipolaridad cuando China es hoy, en realidad, el gran acreedor. Como la Rusia zarista, con la que Putin sueña pero yerra al extremar atributos de los que ese imperio carecía.
Alguna vez Rusia fue muy sexy. Repasando Homosexualidad y revolución, un libro de 2001 traducido por Mario Iribarren para la editorial Final Abierto, el investigador Dan Healey nos acerca al intenso homoerotismo de los célebres baños de Moscú y San Petersburgo durante el proceso de modernización zarista. La homosexualidad masculina estaba imbuida todavía de esa atmósfera erótica que les llegaba de los confines asiáticos, y prosperaba una agitada subcultura urbana.
Es decir, Putin invoca un pasado glorioso mucho menos hiposexual que él y su guía religioso (el padre Tikhon, según la BBC). Y una reconstrucción de la Madre Rusia que pasa por encima a Lenin y se afinca más cómodo en Stalin.
Ya ve el twittero que en la construcción de las identidades nacionales la homosexualidad siempre constituyó “una cuestión espinosa”. Y que un poder mataputo debe siempre ser denunciado. Querida, hasta la ridiculez que me tiraste por la cabeza puede ser recibida en mi Mesa de Entradas conceptual con el sello de procedente para posibles artículos, como este.