El 13 de junio del 2020 todavía seguíamos en cuarentena estricta. Ese día de viento decidimos juntarnos con Clarisa y Pao para mirar Las Mil y Una en mi casa. La película ya se había estrenado en Berlín y en otros festivales de afuera, pero no en Argentina. Así que lo vivimos como un modesto estreno nacional y también una hermosa excusa para vernos después de tanto tiempo.

Las películas tienen maneras extrañas de entrar en uno y también de salir. Hay películas que se escapan, que huyen y otras que habitan un largo rato en algún rincón del cuerpo. De ese último tipo de películas es Las Mil y Una. Su fuerza no proviene de las imágenes sino de la fe en el deseo, de ese misterioso impulso que te empuja hacia algún otro, ahí donde la geografía de las cosas es desconocida pero al mismo tiempo es intrigante. En este tiempo de relaciones programáticas, de mucha órbita y poco suceso, Las Mil y Una se planta sobre un terreno tan complejo como las formas de querer, de un modo laberíntico, como haciéndonos ver que amar nunca es lineal, más bien todo lo contrario. Sus curvas y desniveles se parecen bastante a los pasillos de ese barrio de Corrientes que Clarisa conoce tan bien y en donde los personajes se refugian para buscar la aceptación. Y de esos contornos frágiles emerge la necesidad de querer a toda costa, pero también de protegerse y sobre todo de escucharse. Los personajes se escuchan con la naturalidad de quién se ocupa del otro, de quién nos cuida y protege. Quizás ahí radica toda forma de sobrevivencia; en que alguien te preste su oído y te de un abrazo, como en aquella escena dónde la madre abraza a su hijo junto a la ventana.

Dice Mauro Libertella en su libro Un futuro anterior: “Supongo que un rasgo maravilloso de la juventud es ese. Pensamos que los actos no tendrán consecuencias más allá del momento en que se ejecutan, y no importa que estemos equivocados.” Hay de eso en Las Mil y creo que la palabra podría ser arrojo. Clarisa no tiene dudas sobre la capacidad del cine para capturar esos momentos dónde los personajes saben que no hay vuelta atrás, y que en el enorme vacío que tienen adelante también se encuentra la salvación. No hay espacio para melancólicos ni nostalgias, nadie quiere vivir otra vida, pero sí la vida con otros.

Ahora pienso en un capítulo de mi vida dónde teníamos un pequeño equipo de fútbol de barrio, que a mi parecer era muy bueno. Cualquiera de los que jugábamos podría haber llegado a primera, aunque solo uno lo logró: Sebastián Prediger. Y teníamos un archirrival que era el equipo de los Monoblock. Esos bloques de departamentos que estaban a una cuadra de mi casa rompían con el paisaje bajo y semi rural de un pueblo como Crespo. Sus habitantes, para mi, eran de otro universo, o mejor dicho, de un universo propio, con sus reglas y sus formas que quedaban siempre entre los pasillos. Ellos compartían un espacio, una intimidad, que nosotros los del otro barrio, no. Había una diferencia insalvable entre nuestras infancias y adolescencias, aunque nos separaba una cuadra. Cada espacio se relaciona con sus habitantes de una forma única y que vista desde afuera puede parecer incomprensible. Y lo hermoso de Las Mil y Una es que nos hace parte de ese mundo, nos lo comparte como alguien que te devela un gran secreto.

Pero para hablar de la relación entre el cine de Clarisa y el deporte necesitaría dos notas más, porque nadie en Argentina filma de esa forma la comunión que se genera a través de la práctica, en este caso del básquet o del fútbol en su película anterior. El deporte como punto de encuentro, de enamoramiento, de intimidades, la necesidad de equipo, de confrontar con el otro de afuera, de ganar algo aunque sea el honor de un partido amateur y festejarlo como el Mundial. Además la forma en que los cuerpos se mueven en la cancha, los gritos, los insultos y respiraciones agitadas. Todo eso como un gran ballet y la cámara siendo una más del partido.

Quizás si pudiéramos ver la vida de la misma manera en que Clarisa mira a sus personajes todo sería más fácil, porque en esa mirada no hay nadie que juzgue, nadie que señale, porque es una mirada de encanto, de asombro, una mirada que sólo tienen los que creen que el mundo no les debe nada y que la ternura es capaz de atravesar los cuerpos. Y sin embargo es un cine radical, profundamente político y comprometido con las formas y texturas de su propio espacio, sin ser condescendiente y poniendo en el centro lo que acá en Buenos Aires llaman periferia. En el cine de Clarisa no hay exotismo, hay verdad. Y esa verdad no es realismo, es fe en el cine y sus formas.

Y vuelvo otra vez a esa noche de frío, a esa pequeña comunión de tres personas protegiéndose a través del cine, del viento por Angel Gallardo que nos daba en la cara de lleno como esa estampida de caballos del final. Una estampida que aparece para recordarnos que detrás de tanto auto y cemento todavía hay un mundo salvaje y amoroso, como la que película que acabábamos de ver.

Maximiliano Schonfeld escribió y dirigió las largometrajes de ficción Germania (2012), La Helada Negra (2015) y Jesús López (2021). También dirigió los documentales La Siesta del Tigre (2016) y Luminum (2022). Sus películas se presentaron en festivales cómo Berlin, San Sebastian, DocLisboa, Vision Du Reel, Mar del Plata entre otros.