La mirada en “diagonal” de Yasmina Reza alumbra el ridículo. Si el fantasma de la corrección política regula de manera más o menos explícita la escritura, la dramaturga y narradora francesa trata de huir de ese mecanismo soterrado de censura reivindicando la incorrección y un humor negro excepcional en Serge, publicada por Anagrama, que presentará este miércoles a las 20 en el auditorio del Museo Malba, con entrada libre y gratuita, en una conversación con el escritor y editor Gonzalo Garcés. En esta novela tres hermanos de una familia de judíos franceses no practicantes de origen húngaro, Serge, Nana y Jean (el narrador de la historia), deciden visitar el campo de exterminio de Auschwitz, después de la muerte de la madre. “No entiendo por qué la abuela se ha hecho incinerar. Me parece de locos que una judía se haga incinerar. La idea de que te quemen, con lo que vivió su familia, es de locos”, dice uno de los miembros de la familia Popper.

Aunque la pandemia no terminó en el mundo, algo de la normalidad perdida se recupera. Reza es la primera escritora que visita el país después de dos años en los que imperó la comunicación virtual. La primera vez que estuvo en Buenos Aires fue en 1983, cuando se presentó como actriz en un espectáculo musical, La trampa de Medusa, la única pieza teatral que escribió Erik Satie, en el teatro San Martín. El hecho de haber sido actriz le enseñó que podría expresar muchas cuestiones en el escenario sin palabras. Pero ser actriz implicaba también mantenerse a la espera de que alguien la llamara y se dio cuenta de que no podría vivir bajo el vértigo de la espera. “Por mi físico, solo me proponían papeles de gitanas, criadas, árabes y judías”, recordó hace unos años en un reportaje en el que confesó que toda entrevista es “un suplicio y una catástrofe”. Entonces decidió comenzar a transitar el itinerario de la escritura teatral. Cuatro años después, en 1987, escribió su primera obra de teatro, Conversaciones después de un entierro.

Art, la obra de teatro que escribió en 1994, ha sido traducida a más de 40 lenguas y la convirtió en la dramaturga contemporánea más representada. Lo primero que hizo al llegar a Buenos Aires fue ver la puesta interpretada por Fernán Mirás, Pablo Echarri y Mike Amigorena en el teatro Multitabarís, acompañada de su hermano, que habla perfecto español. A partir de esa obra, en la que aparece un personaje llamado Serge, un apasionado del arte moderno que adquiere por una cifra astronómica un cuadro que es una mera tela blanca, la dramaturga y narradora francesa se comprometió a que siempre apareciera un personaje con el nombre de Serge, con mayor o menor protagonismo, según pasan las obras de teatro --El hombre del azar y Un dios salvaje-- y las novelas Una desolación, En el trineo de Schopenhauer, Felices los felices y Babilonia, entre otras.

El silencio como elección

En su última novela Reza explora los problemas en una familia que más que “disfuncional” es tan “normal” en sus diferencias que por eso mismo resulta profundamente conmovedora. La escritora francesa también indaga en las tensiones que genera el uso de la palabra memoria para las distintas generaciones. “En términos afectivos, no he sabido comportarme en estos lugares de nombres cósmicos, Auschwitz y Birkenau -confiesa Jean, el hermano de Serge-. He oscilado entre la frialdad y la búsqueda de la emoción, que no es más que un certificado de buena conducta. Del mismo modo, me digo, todos estos acuérdate, todos estos requerimientos furiosos a recordar, ¿no serán otros tantos subterfugios para alisar el acontecimiento y devolverlo con la conciencia tranquila a la historia?”. Como narradora y dramaturga, Reza dispara preguntas demasiados incómodas y no necesita (ni quiere) ser avalada por ningún “certificado de buena conducta” literaria.

-En “Serge” aparece la cuestión del silencio de los sobrevivientes. ¿Por qué los abuelos y los padres han optado por el silencio ante el horror de Auschwitz?

-Hay muchas explicaciones. El silencio de los sobrevivientes se explica a través del hecho de que nadie los quería oír y nadie les creía lo que contaban; era inenarrable lo que habían vivido. También está el silencio de los pares de los sobrevivientes de la misma generación, que querían pasar a otra cosa y dar vuelta la página. No querían cargar con eso toda su vida. Yo entiendo muy bien ese silencio (leí muchos libros) y cuando uno ve lo que fue Auschwitz y los campos (Auschwitz es el modelo, pero hay muchos más), el horror es tan inimaginable, la tragedia es tal (y dura meses y años), que no es soportable. Entonces hay que ocultarlo; no hay posibilidad de cargar con eso en una vida normal. Cuando tenés hijos, no les vas a contar tus desgracias; así es como entiendo ese silencio.

-A diferencia de lo que se cree, no hay palabras para llenar ese silencio...

-Yo no creo que el horror sea narrable.

-¿Ese silencio de los Popper es también autobiográfico? ¿En tu familia también se eligió el silencio?

-Sí, mis padres vivieron las tragedias del siglo XX de manera distinta. Por el lado de mi padre, él había nacido en una familia judía en Moscú. En 1918, cuando llegaron los comunistas, emigró de Rusia tres veces antes de llegar a Francia y tuvo una infancia espantosa. Mi madre era de una familia de judíos húngara y aunque su familia no fue deportada tuvieron que irse de Hungría. Todo eso fue muy trágico y mis padres no querían contar absolutamente nada. Y nosotros no preguntábamos nada. Mis padres querían ser felices.

-¿Nunca contaron nada?

-No. Y si les hacíamos preguntas cada tanto sus respuestas eran completamente ligeras y no tenían nada que ver con lo que habían vivido. Mis abuelos hicieron lo mismo.

-No hay posibilidad de reconstruir la historia porque nunca supiste qué paso.

-No, pero nos daba lo mismo. No teníamos ganas de saber tampoco.

-“De la memoria no cabe esperar nada. Este fetichismo de la memoria es un simulacro”, dice el narrador de la novela. ¿Cómo explicás esta mirada tan crítica y descreída que tiene el personaje sobre el papel de la memoria en las sociedades?

-La palabra memoria está mal utilizada; es una palabra que está relacionada con algo personal necesariamente. La memoria tiene una dimensión afectiva para mí, si no es saber; y no trabajan con la misma parte del cerebro la memoria y el saber. El saber es algo neutro que se inscribe en la cultura que tenemos del mundo y la memoria, en cambio, es algo que nos constituye. Ahora uno no puede constituirse de algo que no ha vivido. La memoria es una palabra mal utilizada para crear cargo de conciencia y para parecer que nos quedamos en una dimensión humana, cuando en realidad no había nada de humano. Decir que todo lo que hacen los hombres tiene que ver con la memoria, como si todos fuéramos una comunidad ligada a un recuerdo de tal o cual cosa, en realidad no es cierto. Los que vivieron eso les importó no recordarlo y nosotros no podemos recordarlo; entonces es una mentira. Se quiere hacer creer que porque lo recordamos no lo vamos a volver a hacer. Y por supuesto que sí, que lo vamos a volver a hacer; basta con mirar la actualidad.

-A propósito de la actualidad, hay un momento en la novela que se recuerda un calendario de Vladímir Putin en el que aparece acariciando un leopardo, y el narrador de la novela confiesa que su madre tenía “debilidad por Putin” porque le parecía “que en sus ojos había tristeza”. ¿Esto pensaba tu madre o algún personaje que conociste?

-A mí me parece que Putin tiene ojos tristes, pero no es por eso que me caiga bien y no tendría un calendario con la foto de él en mi cuarto. El calendario en donde él está con un leopardo existe, yo lo vi; conozco a una enfermera rusa que vive en Francia y que ama a Putin. Muchos rusos aman a Putin.

-A partir de la lectura de la novela aparece una pregunta acerca del recuerdo y la memoria de hechos tan traumáticos como lo sucedido en los campos de exterminio. ¿Qué hacer? ¿Hay que recordar con reflexión?

-La difusión del saber es muy importante; que eso entre en los libros de historia me parece esencial y que haya la mayor educación posible en torno al tema, pero no sé qué más se puede hacer. Esta es una reflexión personal que no tiene valor moral y solo me compromete a mí en cuanto a los lugares. Mientras los sobrevivientes estaban vivos, era lógico que se conservaran las barracas, las vías férreas, todo lo que se pudiera conservar tenía sentido. Hoy hay que saber que todo lo que uno ve en esos lugares está conservado por una mera cuestión científica. Por ejemplo, los alambres de púa no existen, entonces fueron reemplazados por otros; los caserones están apuntalados por vigas porque si no se caen. Las paredes arañadas están todavía, pero se podrían deteriorar. Para mí habría que dejar que todo eso se deteriorara porque es absurdo ahora que esa gente no está más querer sostenerlo como prueba y sobre todo como distracción para los turistas. Yo conservaría el lugar y nada más. Como un campo desierto.

-Lo cómico y lo trágico aparecen asociados de manera inseparable en lo que escribís. ¿De dónde viene este vínculo tan fuerte que aparece en tu teatro como en tus novelas?

-Yo soy así; lo cómico y lo trágico están mezclados. No hay posibilidad de lo cómico sin lo trágico. Y lo mismo inversamente. Lo cómico es como un paso al costado; una mirada en diagonal que hace que uno mire lo ridículo, lo loco, lo gracioso. Siempre pongo por ejemplo cuando una pareja se pelea en un restaurant; para los que se están peleando no es gracioso en absoluto, pero para la mesa de al lado es maravilloso, es muy cómico. Lo cómico es como una cámara que cambia el ángulo y muestra las cosas de otra manera.

-Uno de los momentos más cómicos de la novela es cuando se recuerda el momento en que van a comprar botas y Serge no para de probarse pares durante una hora, con la vendedora a punto de suicidarse ante la indecisión, hasta que de repente se caen todos los estantes con los modelos de exposición...

-Debo decir que esta historia me la contaron y me hizo reír muchísimo durante días. Y la historia que me gusta mucho del libro es la del profesor (Cerezo) que lleva a los chicos a visitar a Auschwitz. Mi hija vivió eso, ella había hecho un reportaje sobre los campos de concentración y su clase fue elegida para viajar, pero hicieron un sorteo y ella no quedó y no pudo ir. Estaba muy decepcionada; pero cuando volvieron le dijeron: “por suerte no viniste; no podíamos sonreír, no podíamos hacer nada; había que tener una cara devastada durante tres días”. Eso también me hizo reír mucho.

-¿Cómo usás las cosas que te pasan a vos o a otros cuando escribís? ¿De qué manera te apropiás de lo que te rodea?

-Las historias son las que vienen a mí; es como una mesa donde hay distintas opciones y voy tomando algunas y descartando otras. Es muy instintivo. No trabajo para nada con la reflexión, sino más bien con el instinto.

-Hay algo que siempre bordea la incorrección en tus libros. En tu última novela aparece cuando en Auschwitz Serge traduce una frase del polaco que dice: “El judío es buen abono”. Estamos en tiempos en donde una frase en una página de un libro puede ser objeto de cancelación o de cuestionamiento. ¿Cómo vivís esta época en donde todo lo que se dice, incluso lo que se escribe, puede ser tomado literalmente, sin tener en cuenta la ironía o la comicidad?

-La cultura de la cancelación es la cúspide de la tontería; es la negación de la literatura y, más lejos aún, es la negación de toda forma de arte. El lugar de la creación, justamente, tiene que estar protegido del totalitarismo del pensamiento.

-¿Te pasa a veces que quizá para evitar polémicas te autocensurás sin querer?

-Creo que no, pero tal vez sin darme cuenta sí lo hago. Es muy difícil saber si uno no se autocensura sin darse cuenta. Yo no quiero hacer provocación porque sí; no sirve de nada eso. Quizá lo que hoy me parece una provocación hace diez años no lo era. Entonces es muy difícil saber si en un punto en el cerebro no hay una pequeña censura que se deslizó. Yo no creo... y espero que no sea así.

-Otro tema que aparece en la novela tiene que ver con la vejez. Uno de los personajes dice que la gente no sabe envejecer, “sobre todo los judíos”. ¿Estás de acuerdo?

-No, hay gente que sabe envejecer y otros que no. Eso es lo maravilloso de la escritura. Hay una expresión formidable de Milan Kundera que dice que se pueden hacer “egos experimentales”; yo puedo ponerme en la piel de un personaje que no tiene nada que ver con mi vida real.

Art no envejece

Yasmina Reza (París, 1959) ha recibido los más prestigiosos premios por sus obras teatrales, entre los que se destacan el Molière, el Laurence Olivier, el Theater Houte y el Tony. Art se estrenó en Buenos Aires en 1998 con Ricardo Darín, Germán Palacios y Oscar Martínez como protagonistas.

-¿Por qué desde la obra de teatro “Art” siempre aparece un personaje que se llama Serge en tus libros?

-Art se inspiró en un amigo mío que se llamaba Serge y que había comprado un cuadro blanco. Como la obra tuvo mucho éxito, un día estábamos paseando los dos por la calle y él me dijo: “gracias a mí tuviste muchísimo éxito en todo el mundo, ahora exijo que en todo lo que escribas haya un Serge”. Ese es el motivo. Serge tiene una pequeña vida literaria, a veces periférica, y otras importante como en esta novela. Un día tenía que tener el rol principal.

-El teatro suele estar muy fechado en una coyuntura, en un momento, y es difícil que una obra pueda sobrevivir y continuar teniendo actualidad. ¿Qué fibras tocó “Art” para seguir siendo tan representada en el mundo?

 

-La obra sigue siendo muy contemporánea, lo cual es una grata sorpresa porque en el fondo aborda el tema de la amistad, y la escritura es moderna. El envejecimiento del teatro viene de la escritura misma y es agradable ver que algo que escribí hace más de veinte años todavía no ha envejecido, porque es cierto que el teatro envejece a gran velocidad.