“La deuda nacional no deberá ser contraída con el fin de ocasionar tensiones entre Estados. / Los ejércitos permanentes deberán desaparecer por completo con el tiempo. / Ningún Estado debe inmiscuirse por la fuerza en la constitución o el gobierno de otro Estado. / Ningún tratado de paz será válido si deja tácitamente reservada una posible guerra futura”. He aquí algunas de las consignas de la utopía político filosófica de Immanuel Kant. En su exposición de un mundo racional que expulsaría la guerra para siempre, hace un guiño irónico citando a un hostelero holandés que ostentaba un cartel representando un cementerio con una inscripción que tomó para titular su libro: “La paz perpetua”.
También el poeta Virgilio había soñado con la llegada de una edad de oro donde el cervatillo dormiría con la serpiente y no habría más guerras. Por sí solas las cabritas traerían a casa sus ubres henchidas de leche y el rebaño vacuno no temería a los grandes leones. Las expresiones pacifistas se escuchan desde antiguo. Lisístrata, de Aristófanes, pone en escena una rebelión de mujeres en contra de la guerra del Peloponeso, fue real y ganaron, pero nada es para siempre.
“Surgió un caballo de color de fuego, y al que lo montaba se le concedió quitar la paz de la tierra para que se degüellen unos a otros, y le fue dada una gran espada”. Eran cuatro: amarillo, blanco, negro y bermejo; los jinetes del Apocalipsis copiaban los colores de sus cabalgaduras. Tonalidades de peste, muerte, hambre, guerra. Las subjetividades, en tanto construcción social, estamos signadas por las confrontaciones bélicas o sus espectros. Los mitos fundantes las presentan como inevitables. Ares, el dios de la guerra, era el más odiado, pero pasan milenios y sigue reinando.
Cuando mueren las palabras nace la guerra y con ella el fracaso de la política. Carl von Clausewitz, en De la guerra, estipula que la confrontación bélica es la continuación de la política por otros medios. Medios violentos y sin códigos. Años más tarde Karl Marx, después de analizar el devenir social con sus luchas por límites, rapiñas, desigualdad, discriminaciones, explotación y aparatos de poder represivos concluirá que la violencia es la partera de la historia. Ya Heráclito consideró a Pólemo, lucha de opuestos, el origen de todas las cosas.
Las grandes religiones avalan la violencia discriminando entre guerras justas o injustas. Demás está decir que siempre las que defienden sus intereses son consideradas justas. Actualmente el concepto de guerra justa es parte del derecho internacional. Agustín de Hipona y Tomás de Aquino -al igual que los demás monoteístas- justifican esas guerras y su carga de incertidumbre y dolor. Ahora bien, ¿existe vara objetiva para medir lo justo?
En filosofía, hay quienes analizan la guerra como algo dado de por sí o “natural” y quienes la justifican (con reservas) y quienes abogan por Irene, diosa de la no violencia, de la paz productiva. Pensaron la guerra, entre otres, Aristóteles, Platón, Hobbes, Montesquieu, Rousseau, Voltaire, Clausewitz, Carl Schmitt, Hanna Arendt, Judith Butler y Simone Weil que, a pesar de su pacifismo, tomó partido en la guerra civil española.
¿Cuándo comenzó a haber guerras? Se detectan registros fidedignos desde cuatro mil años antes de Cristo. A pesar de esa evidencia persisten teorías “a lo Rousseau” y su idealización del buen salvaje. Pero la experiencia, la historia y la observación científica de comportamientos humanos y de monos antropomorfos (chimpancé, por ejemplo) habilitan concluir que los conflictos bélicos se producen desde el origen del Homo sapiens.
Norberto Bobbio, en El problema de la guerra y las vías de la paz, trabaja las diferencias entre guerra ofensiva y guerra defensiva. Y se refiere a dos modos tradicionales de entender la guerra defensiva: en sentido estricto -como respuesta violenta a una violencia ejercida- y en sentido amplio -como respuesta violenta a una violencia solo temida o amenazante- es decir, como guerra preventiva. Pero difícilmente el agresor se asuma como tal, además, las tramas geopolíticas globales son demasiado intrincadas como para dilucidar dónde está el lobo y dónde el cordero. Bobbio busca líneas de fuga de la guerra, no obstante, se pregunta, ¿es una alternativa la no violencia?
En La guerra de Troya no ha tenido lugar, Jean Giraudoux, se involucra en el mismo conflicto. Analiza los esfuerzos de los pacifistas por evitar lo peor y su frecuente fracaso. Desde su teoría militante, Bobbio define la paz como ausencia de conflictos entre grupos políticos, una regulación según derechos internacionales, donde se dejan de lado las hostilidades y se regulan las relaciones futuras. Ideal, pero no duradero.
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La máquina bélica tiene quien la resista desde valores solidarios. “La práctica ética y política requiere oponerse a la lógica de la guerra que suele diferenciar las vidas dignas de ser cuidadas de las descartables”, argumenta Judith Butler en La fuerza de la no violencia. No hay manera de practicar la no violencia sin considerar que subsistimos en un mundo donde la violencia se justifica cada vez más en nombre de la seguridad, el nacionalismo y el neofascismo. Debemos estar alertas ante quienes sostienen que la violencia es necesaria para frenar la violencia. Se olvidan que el “yo” no existe sin el “tú”, aunque nos sintamos bajo las garras de la ira o los efluvios del amor es preciso que tengamos la esperanza de vivir resistiendo “en medio de la escabrosa y conflictiva trayectoria de la acción colectiva en las sombras de la fatalidad”, redondea Butler.
Por nuestra parte, culminamos esta breve reflexión con un final de película. En Máquina de guerra (disponible en Netflix) Brad Pitt personifica y satiriza al general estadounidense que estuvo a cargo de la invasión de marines en Afganistán para “terminar de forma definitiva” con la guerra que ellos mismos inventaron con premisas falsas, duró veinte años. El film es una parodia de los estropicios del imperio americano: invaden países, siembran horror, torturan, hambrean, matan por petróleo o por gas o por territorios o porque sí. Colonizan los medios masivos corruptos y aspiran a que la sociedad civil (incluso la sojuzgada) los ame y les agradezca por llevar a los países que invaden -junto con explosivos, devastación y muerte- “democracia, libertad y seguridad”.